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De pronto oyó llamar a la puerta del rellano; llamaban con fuerza. Había dejado la puerta abierta, de modo que dijo sencillamente: -¡Adelante!

Entró Kira. Cerró de un portazo, atravesó el vestíbulo y se detuvo en el umbral de la habitación. Andrei, en la oscuridad, no podía verle los ojos: dos sombras negras le manchaban la frente y las órbitas; pero la luz roja caía de lleno sobre su boca, ancha, dura y brutal.

Andrei se levantó, mirándola en silencio.

– Bueno -gritó ella salvajemente-, ¿y ahora qué piensas hacer?

– En tu lugar -contestó él lentamente-, me marcharía de aquí.

Ella se apoyó en el quicio de la puerta y preguntó: -¿Y si no me marchara?

– Vete -repitió él.

Kíra se quitó el sombrero y lo arrojó a la oscuridad. Se quitó el abrigo y lo tiró al suelo.

– Sal de aquí… -repitió Andrei. -No quiero.

– ¿Qué deseas? No tengo nada que decirte.

– Pues yo sí. Y tú tendrás que oírme. De modo que me has cogido, ¿verdad, camarada Taganov? ¡Y quieres vengarte! Fuiste a casa con tus soldados, con una pistola al cinto, ¿no es verdad, camarada Taganov de la G. P. U.? Y le detuviste. Y ahora procurarás que no se escape de la pena de muerte, te valdrás de toda tu influencia, de tnda tu gran influencia en el Partido para que le lleven ante el piquete de ejecución, ¿no es así? ¿Tal vez solicitarás el privilegio de mandar el fuego? ¡Continúa, sigue vengándote! ¡Pero ahora me vengo yo! No vengo a implorarte por él. No puedo temer nada peor; pero por lo menos puedo hablar, y hablaré. Tengo tanto que decirte, a ti y a los tuyos, y llevo tanto tiempo callándome que me parece que ya no hubiera podido soportarlo más. Ya no tengo nada que perder, no; pero tú sí.

– ¿No te parece inútil? -preguntó él-. ¿Para qué decir nada? Si tienes alguna excusa…

Ella se rió, con una carcajada inhumana, y en frases breves, cortantes como cuchillos, insultantes como latigazos en el rostro, le refirió la historia de sus dos últimos años. Luego le miró a los ojos: no reflejaban cólera ni indignación, sino espanto.

– Kira… -se limitó a decir Andrei-, yo… yo… no lo sabía.

Ella se echó hacia atrás, cruzando los brazos, clavando los dedos en sus codos, y dijo con una breve sonrisa de amargura: -¿De modo que me amabas? Yo era la más noble de las mujeres, la mujer parecida a un templo, a una marcha militar, a la estatua de una diosa. ¿Te acuerdas? ¡Mírame, pues! ¡Ya no soy más que una cualquiera, y tú eres el primero que me has comprado! Y ahora, ¡al barro contigo! ¡Allí está tu sitio! ¡Allí me ha echado tu gran amor! Creí que te alegrarías de saberlo. ¿No te alegras? ¿De modo que te figurabas que te quería? Cuando tú me besabas pensaba en Leo, cuando te hablaba de amor le hablaba a él. Soy suya, y sólo suya; ¿comprendes?, y nunca le quise tanto como cuando estaba contigo. Y ahora, ¡mátale! Nada de cuanto le hagas podrá compararse a lo que yo te estoy haciendo a ti en este momento. Y tú lo sabes, ¿no es cierto?

Desoladamente, como si ella no estuviera presente, como si se quisiera apoyar en cada sílaba, Andrei repetía: -Yo no lo sabía…

– No lo sabías… ¡Y era tan sencillo! ¡Y no tan raro! Ve a los sótanos y a las buhardillas donde viven los hombres de tus ciudades rojas y verás cuántos casos parecidos a éste. El quería vivir. ¿Crees tú que a un ser humano le basta respirar para vivir? Piensas de otro modo, ya lo sé. Pero él hubiera podido vivir; no hay muchos que pueden decirlo, y ya sé que para ti no cuentan. El doctor me dijo que moriría. Y yo le amaba. Sabes lo que significa esto,

¿no es verdad? No necesitaba mucho: sólo reposo, aire puro y alimentos. No tenía derecho a ello, ¿verdad? Tu gobierno así lo determinó. Intentamos rogar. Rogamos humildemente. ¿Y sabes qué nos contestaron? Había un médico, en un hospital, que nos dijo que eran centenares los que estaban aguardando para poder ingresar.

Se inclinó hacia adelante, y su voz se hizo confidencial; abrió las manos para explicarse, como si de pronto se hubiera calmado, y amablemente, puerilmente, con insistencia, con los labios entreabiertos y algo asombrados, pero con los ojos fijos y en ellos un horror indecible, siguió diciendo:

– ¿Ves tú? Debes comprenderme completamente. Nadie lo comprende. Nadie lo ve, pero yo sí, y quiero que también tú lo veas. ¿Te das cuenta? Centenares, millares, millones. ¿Millones de qué? De estómagos, de cabezas, de piernas, de lenguas y de almas. Y no importa que se combinen entre ellas. Sólo millones: sólo carne, carne humana. Y todo ello está numerado, registrado, como si fueran botes en las estanterías de una tienda, por un empleado que se rasca la cabeza y bosteza de aburrimiento. A veces me pregunto si les cuentan por piezas o al peso. Y éstos tenían una posibilidad de vivir. Pero Leo, no. El no era más que un hombre. Para vosotros todas las piedras son guijarros, y los diamantes son inútiles porque brillan demasiado a la luz del sol y molestan a la vista, y porque son demasiado duros para los zuecos y para las botas de los que marchan hacia el porvenir proletario. Vosotros no empedráis las calles con diamantes. Claro está que pueden servir para algo más, en este mundo, pero eso a vosotros ya no os interesa. He aquí por qué le condenaron a muerte, y como él a tantos otros: a una muerte sin piquete de ejecución. Había un comisario del pueblo muy poderoso, y fui a encontrarle. Y me dijo que en la guerra civil habían muerto cien mil obreros, y que no veía por qué no podía morir un aristócrata frente a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¿Y qué es la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas frente a un hombre? Pero esta pregunta tú no puedes contestarla. Estoy verdaderamente agradecida a aquel comisario, porque él fue quien me dio permiso para hacer lo que he hecho. No le odio; quien debe odiarle eres tú. Esto que estoy haciendo, él me lo hizo antes a mí.

Andrei no decía nada, no se movía, no apartaba su mirada de Kira.

Kira se le acercó, cruzando las piernas con lenta decisión, echando el cuerpo hacia atrás. Le miraba con semblante repentinamente sereno e inexpresivo, con los ojos medio cerrados, la boca sin expresión ni color. Mientras hablaba, Andrei pensaba que su boca no se abría, sino que las palabras se escapaban de sus labios, y su voz le parecía espantosa de tan natural y segura como era. -Ahí está el problema, pues; ¿por qué no puede morir un aristócrata frente a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas? Tú no lo comprendes, ¿verdad? Ni tú ni tu poderoso comisario, ni millones de hombres como tú o como él. He aquí lo que habéis traído al mundo. Esta pregunta es vuestra respuesta. Un hermoso regalo, ¿no es verdad? Pero uno de vosotros ha encontrado su recompensa. En ti, os he pagado a todos. He pagado todo el dolor que tus camaradas han traído a este mundo de almas vivientes. ¿Estás satisfecho, camarada Taganov, de la Federación de todas las organizaciones comunistas? Puesto que nos habéis enseñado que nuestra vida no es nada frente a la del Estado, no debéis sufrir, ¿verdad? Ahora que yo te he hecho sentir las torturas más horribles que podías imaginar, ¿seguirás diciendo todavía que la vida no tiene importancia?

– La voz de Kira se elevaba de tono, como una fusta que le golpease las mejillas.- Tú has amado a una mujer, y ella te ha arrojado tu amor por la cara, ¿no es verdad? No importa: durante el mes pasado, las minas de la cuenca del Don han producido varios miles de toneladas de carbón. Tenías dos altares, y de pronto te has dado cuenta de que sobre el uno habías puesto a una mujerzuela y sobre el otro estaba el ciudadano Morozov. Pero no importa: durante el mes pasado, el Estado proletario ha exportado diez mil toneladas de trigo. ¿Has visto derrumbarse bajo tus pies todo aquello que sostenía tu vida? No importa: la República proletaria construye una nueva fábrica de electricidad en el Volga. ¿Por qué no te sonríes y no entonas un himno a la colectividad? Allí la tienes, a tu colectividad. Puedes ir a reunirte con ella. ¿Hay algo que no va como tú quieres? ¿Te ha sucedido realmente algo? No es más que un problema personal de una vida privada, una de esas cosas de las que sólo se ocupaba el antiguo régimen, ¿no es así? ¿Acaso no te queda algo más grande -"más grande" es la expresión favorita de tus camara-das- que constituye el verdadero objetivo de tu vida? ¿Acaso no te queda eso, camarada Taganov?

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