– Es curioso -dijo Andrei-; nunca lo hubiera creído, pero me gusta bailar.
– Andrei, estoy un poco enojada con usted. -¿Por qué?
– Es la segunda vez que no se fija en mi traje, mi traje más elegante.
– Es verdad que es bonito…
Detrás de ellos chirrió la puerta. Leo salió al balcón, con un cigarrillo en la comisura de los labios. Dijo:
– ¿También Kira es propiedad del Estado?
– Alguna vez creo -repuso Andrei- que más le valiera serlo.
– Bien; pero mientras el Partido no tome las disposiciones necesarias, no lo es -dijo Leo.
Volvieron a la cálida oscuridad del salón. Leo llevó a Kira al colchón y se sentó junto a ella; no dijo una palabra y ella se durmió, con la cabeza apoyada en su hombro. Rita se alejó moviendo la cabeza.
A las ocho de la mañana levantaron las cortinas. Un triste cielo blancuzco, como agua de jabón, se extendía sobre los tejados. Vava salió a la puerta a despedir a sus invitados: vacilaba un poco; oscuras sombras de cansancio bordeaban sus ojos y un rizo negro le caía sobre la nariz; el rojo de los labios le manchaba la barbilla. Los invitados se marcharon en grupos, para ir reunidos cuanto fuera posible.
En el frío amanecer, mientras bajo sus pies se quebraba el hielo, Andrei se llevó por un momento a Kira aparte y, señalando a Leo, que estaba ayudando galantemente a Lidia a pasar un charco helado, le preguntó: -¿Le ve usted a menudo?
La pregunta le dio a entender que Andrei no se había enterado de la verdad, y el tono en que se la hizo no le permitió decírsela.
Las luces se encendían detrás de los escaparates protegidos por rejas con gruesos candados. En muchas puertas había una advertencia: "Camaradas ladrones, no se molesten. No hay nada aquí dentro."
Capítulo trece
En verano, Petrogrado era un horno. Los tarugos de madera del pavimento se hendían en negras grietas, secas como cauces vacíos. Los muros parecían sudar fiebre, y los tejados olían a tinta quemada. La gente buscaba desesperadamente con ojos ofuscados por la blancura, algún árbol en la ciudad de piedra. Cuando encontraban uno se dejaban. Sus hojas inmóviles eran grises por el polvo que se había acumulado encima. Los cabellos se pegaban a las frentes. Por la calle, los caballos se sacudían las moscas de las narices humeantes. El Neva estaba inmóvil; sobre el agua danzaban gotas de fuego como racimos de lentejuelas doradas que parecían dar una sensación mayor de calor a los hombres que atravesaban los puentes.
Cuando podían, Leo y Kira se iban a pasar el día al campo. Caminaban cogidos de la mano a la sombra de los pinos o por las manchas de sol. Parecidos a columnas de oscura piedra, o como cuerpos nervudos que el sol hubiera bronceado dejando sólo de vez en cuando alguna raya clara en la corteza, los pinos montaban la guardia junto al camino, dejando caer avaramente, a través de sus densas copas de color de malaquita, algunos rayos, muy pocos, de sol, y permitiendo ver de vez en cuando algún jirón de cielo azul claro. Por las verdes márgenes de los arroyos, oscuras manchas de violetas se inclinaban sobre un suelo de amarillenta arena y sólo el brillo cristalino sobre el fondo de arena dejaba adivinar el agua que la cubría. Kira se quitó las medias y los zapatos. Entre el polvo y la pinocha, se divertía dando con el pie a las pinas parduscas. Leo colgó sus zapatos en una rama seca. Llevaba la camisa desabrochada, y se había subido las mangas por encima del codo. Los desnudos pies de Kira pisaban los maderos de un viejo puente. A través de las grietas oscuras vio el agua surcada de destellos que parecían escamas flotando a lo largo de la corriente, y renacuajos que evolucionaban en apretados enjambres.
Se sentaron a la sombra. A su alrededor, la alta hierba crecía como un muro más alto que sus cabezas, tan alto que parecían guarecerse en ella, como animales indefensos que se confiasen a su protección. Verdes brotes les rodeaban, un cálido cielo azul se inclinaba sobre las lejanas ramas, y ese cielo parecía exhalar un fresco olor a trébol. Un grillo cantaba, monótono como una máquina eléctrica. Kira estaba sentada en el suelo; Leo estaba tendido, con la cabeza sobre su regazo. Masticaba una brizna de hierba, y su mano, que sostenía el frágil tallo, tenía la elegancia y la perfección de una obra de arte. De vez en cuando, Kira se inclinaba sobre él para besarle.
Estaban sentados en un grueso tronco de árbol, a orillas del río. Los heléchos, abriéndose en estrella junto al agua, parecían una jungla de palmeras enanas. El blanco tronco de un abedul brillaba como el agua que corría debajo de él, sus hojas parecían una cascada, algunas gotas verdes permanecían suspendidas en el aire, vacilando, y cambiando de color, del plateado al blanco, del blanco al verde. De vez en cuando caía una hoja que la corriente se llevaba hacia abajo. Kira saltaba sobre las rocas, las raíces, los heléchos, ágil, esbelta y alegre como un pequeño animal salvaje. Leo la observaba. Sus movimientos eran rápidos, angulosos, y, sin embargo, tenían una gracia inefable; no eran los movimientos fluidos de una mujer, sino los movimientos secos, decididos, geométricos de una bailarina futurista. Leo observaba mientras ella, encaramada en el tronco de un árbol, miraba al agua, con las manos en ángulo recto con sus brazos, los codos en ángulo recto con el cuerpo, el cuerpo en ángulo recto con las piernas, figurina salvaje suelta, intensa, viva, como un relámpago reducido a forma humana. Luego él se ponía en pie y corría a cogerla y los ángulos rectos se quebraban para convertirse en una línea recta adherida a él; el aliento de la joven se unía al suyo, y su corazón latía bajo la mano de él. El tronco muerto que pendía sobre el río se balanceaba peligrosamente. Y ella se reía con su extraña risa demasiado alegre para estar contenta: una risa que era un desafío, un triunfo, un éxtasis. Y sus labios resplandecían, húmedos.
Cuando regresaron a la ciudad, el polvo les salió al encuentro con pasquines y banderas cubiertas de inscripciones: sobre las calles llameaban cuatro letras: U. R. S. S.
Ahora el país tenía un nombre nuevo y nuevas instituciones. Así lo había decretado el Congreso de todas las Uniones Soviéticas. Las banderas proclamaban: "La unión de los soviets socialistas,en el núcleo de la futura constitución de un Estado mundial". Las manifestaciones desfilaban por calles calurosas y polvorientas, y rojos pañuelos enjugaban las frentes sudorosas de los manifestantes. "Nuestra fuerza está en los estrechos lazos del colectivismo."
Una columna de muchachos, al son de los tambores, desfilaban mientras moría la tarde; una columna de piernas desnudas, de calzones azules, de camisas blancas y corbatas rojas: los párvulos del Partido, los "pioneros". Sus agudas voces juveniles entonaban:
"En el dolor del ávido burgués – encenderemos mañana nuestro fuego -; nuestro fuego mundial de sangre."
Una vez, Kira y Leo quisieron pasar la noche en el campo. -Desde luego, ciudadanos -dijo la patrona del establecimiento-, puedo darles una habitación para esta noche. Pero antes necesitan el certificado de la milicia de su departamento, luego tienen que traerme su carnet de trabajo que debo registrar en el Soviet y el departamento de la milicia de aquí para obtener un permiso para ustedes como huéspedes de tránsito. Y entonces no tienen más que pagar según tarifa, y les doy la habitación. Se volvieron a la ciudad.
Alguna vez iban a visitar a la familia de Kira.
Galina Petrovna había tomado una valiente decisión; estaba empleada. Enseñaba a coser en una escuela para hijos de obreros. Recorría en tranvía millas de calles polvorientas a través de toda la ciudad, hasta el suburbio donde estaban las fábricas; vigilaba sucias manecitas que confeccionaban delantales y camisas, y a veces cosían letras sobre una bandera roja; y hablaba de la importancia de los trabajos de aguja y de la política constructiva del Gobierno soviético en el campo de la educación. Alexander Dimitrievitch se pasaba la mayor parte del día durmiendo. Cuando estaba despierto hacía solitarios sobre el hornillo de la cocina y se entretenía en mezclar con todo cuidado una especie de leche, compuesta de agua, almidón y sacarina, para Plutarco, un gato que había encontrado en el arroyo. Lidia tocaba valses de Strauss. Se pasaba largas horas bordando con gran diligencia coronas de margaritas y de "no me olvides" en un traje nuevo de algodón blanco. Mostraba un súbito interés por llevar recados: cualquier excusa le parecía buena para salir. Galina Petrovna se había fijado en el nuevo inquilino de la puerta de al lado, en el mismo rellano de la casa: un joven alto, rubio, con bigotes llenos de cosmético y zapatos nuevos de charol. Una noche el caballero en cuestión volvió a casa con una joven. Al día siguiente se supo que se había casado. Lidia perdió todo su interés por los recados y dejó de bordar.