– ¿Cómo va tu amigo el comunista? -preguntó Leo.
– ¿Te has sentido solo? -dijo ella.
El le echó la cabeza hacia atrás, y le miró a los labios, con el delicioso tormento de negarle un beso. Contestó: -Quisiera decirte que no, pero ya sabes que sí. Y sus labios cálidos cogieron en los de ella la fría nieve primaveral. El año 1923, como todos, tuvo una primavera.
Capítulo doce
Kira había estado tres horas haciendo cola para recoger el pan en la Cooperativa del Instituto. Era de noche ya cuando bajó del tranvía con su hogaza bajo el brazo. En las esquinas lejanas, los faroles proyectaban sus luces que serpenteaban en los charcos. Kira andaba sin desviarse, y sus zapatos chapoteaban en el agua, produciendo salpicones de hielo que centelleaban como cristales. Al dar la vuelta a la esquina de su casa, una sombra apresurada la, llamó con un silbido en medio de la oscuridad.
– Alló -exclamó la voz de Irina-. ¿En quién te hace pensar el que te llame así?
– ¡Irina!, ¿qué haces ahí a estas horas?
– Vengo de tu casa. Te he estado aguardando más de una hora. Ya había perdido la esperanza.
– Bien; vuélvete a casa conmigo.
– No -dijo Irina-, tal vez es mejor que te hable aquí. Yo… había venido a decirte una cosa… Y quizás a Leo no le gustaría, y en casa… -Irina, contrariamente a su costumbre, vacilaba.
– ¿De qué se trata? -preguntó Kira.
– Kira… ¿cómo van… cómo van tus finanzas?
– ¡Espléndidamente! ¿Por qué me lo preguntas?
– Porque… verás tú… si me encuentras demasiado atrevida, dime que me calle… no te enfades… Ya sabes que no te los he mentado antes… Se trata de tu familia… Kira escrutó en la oscuridad la cara preocupada de Irina. ¿Qué ha pasado?
– Están desesperados, Kira. Sé que tía Galina me mataría si supiese que te lo he dicho, pero… ¿sabes?, aquel hombre de la sacarina ha sido detenido como especulador. Le han encerrado para seis años. Y los tuyos… ¿qué van a poder hacer? ¿Sabes? Papá les llevó una libra de mijo, la semana pasada… ¡Si pudiéramos…! Pero ya sabes cómo van nuestros asuntos, también. ¡Mamá está tan enferma! Y ya no nos queda más que el papel de las paredes para llevarlo al mercado Alexandrovsky. Creo que en tu casa ya no tienen nada. He pensado que quizá… quizá preferirías saberlo.
– Toma -dijo Kira-, llévate este pan. No lo necesitamos. Compraremos a una tienda privada. Di que lo has encontrado… que te lo han prestado, que lo has robado… en fin, di lo que te parezca. Pero no les digas que te lo he dado yo.
Al día siguiente Galina Petrovna tocó la campanilla, Kira no estaba en casa. Leo abrió la puerta y se inclinó amablemente. -Mi suegra… creo, ¿no?
– Esto es lo que quisiera ser -observó Galina Petrovna. La sonrisa del joven la desarmó; era contagiosa; también ella sonrió. Al volver Kira fueron las lágrimas. Galina Petrovna la estrechó entre sus brazos sin poder pronunciar una palabra; luego sollozó:
– ¡Kira, hija mía, hija mía querida! ¡Dios nos perdone nuestros pecados! Los tiempos son duros… muy duros… Después de todo, ¿qué derecho tenemos a juzgar? ¡Todo se fue a rodar! ¿Qué importa esto? Si se pudiese olvidar, reconstruir lo que ha quedado destruido… Dios nos enseñó el camino… nosotros lo hemos perdido…
Cuando por fin dejó a Kira y se empolvó con los polvos de patata que llevaba en una cajita, murmuró:
– Aquel pan… Kira… no nos lo hemos comido todo. Lo escondí. Me daba miedo de que quizás a ti también pudiera hacerte falta. Te lo traigo por si lo necesitas. Sólo nos quedamos un poco. ¡Tu padre tenía tanta hambre!
– Irina charla demasiado -dijo Kira-; a nosotros no nos hace falta este pan, mamá. No te preocupes. Guárdatelo. -Debes ir a vernos -dijo Galina Petrovna-, tenéis que ir los dos. Lo que pasó, pasó, aunque naturalmente yo no entiendo por qué vosotros dos no… En fin, esto es cosa vuestra. Las cosas no son como hace diez años. Debes ir a casa, Leo. ¿Puedo llamarte Leo? ¡Lidia tiene tantas ganas de verte…!
En las tiendas particulares se podía comprar pan, pero su precio hizo dudar a Kira.
– Vamos a una estación -dijo Leo.
Las estaciones de ferrocarril eran los mercados más económicos y más peligrosos de la ciudad. Había leyes severas contra los "especuladores" privados que traían de contrabando víveres del campo. Pero aún así, los harapientos especuladores se atrevían a emprender viajes a grandes distancias, subidos en los techos de los vagones o agarrados a los estribos, recorrían millas a pie por resbaladizas carreteras llenas de barro, y desafiaban a los piojos y al tifus exantemático, a pesar de la vigilancia de los agentes del Gobierno. El tifus se infiltraba en la capital por los zapatos polvorientos, los forros de los trajes infestados de insectos, los paquetes de ropa blanca sucia. La ciudad, hambrienta, estaba aguardando los trenes. En cuanto llegaba uno, en las oscuras callejuelas cercanas a la estación, se veía trocar copas de cristal y camisas de encaje por kilos de manteca y húmedos sacos de harina.
Kira y Leo, cogidos del brazo, se dirigieron a la estación Nikola-ievsky. Iban cayendo gotas de agua sobre el pavimento, y con cada gota caía un rayo de sol. En una esquina, Leo compró un ramo de violetas. Lo prendió del hombro de Kira, como un penacho de color, fresco y perfumado sobre su viejo traje negro. Ella sonrió de felicidad y dio con el pie a un pedacito de hielo, que fue a parar a un charco y salpicó de barro a los transeúntes. Acababa de llegar el tren. Se abrieron paso entre una muchedumbre excitada que les empujaba de un lado para otro, arrastrándoles hacia adelante y metiéndoles los codos en el estómago y los tarones entre los pies. Algunos soldados observaban con aire inquisitivo a los pasajeros que bajaban silenciosamente del tren.
Bajó un hombre. Su nariz era muy rara. Era tan corta y arremangada en forma tan brusca que las dos aberturas quedaban casi verticales: debajo de ella había un ancho espacio y luego unos labios gruesos, cubiertos de pecas. Su vientre temblaba como gelatina, mientras ponía el pie en el suelo. Su gabán daba la impresión de demasiado astroso, sus botas parecían demasiado sucias. Los soldados le cogieron del brazo y se disponían a registrarle. El lanzó un débil gemido.
– ¡Camaradas, hermanos, Dios os ayude! ¡Os equivocáis! No soy más que un pobre campesino, hermanos; nada más que un pobre campesino. Nunca he oído hablar de especulación. Pero al mismo tiempo soy un ciudadano responsable. Si me soltáis os diré una cosa.
– ¿Qué puedes decirnos, hijo de perra?
– ¿Veis a aquella mujer? Es una especuladora. Lo sé. Os diré dónde esconde sus mercancías; lo he visto con mis propios ojos. Unas manos fuertes agarraron a la mujer. Sus brazos parecían los de un esqueleto entre los puños de los soldados: unas greñas grises le caían sobre los ojos, debajo de un viejo sombrero con una pluma negra. Su chal, prendido sobre el pecho con un broche de mosaico, oscilaba silenciosamente, de una manera convulsiva, con un ligero temblor nervioso parecido al de una ventana cuando se produce una explosión a lo lejos. Gemía enseñando tres dientes amarillos en medio de una boca muy negra.
– Camaradas, es para mi nieto… no vendo nada… únicamente es para mi nieto… soltadme por favor, camaradas. Mi nieto tiene el escorbuto… es necesario que coma… por favor, camaradas… el escorbuto… por favor…
Los soldados se la llevaron a rastras. Se le cayó el sombrero. No se detuvieron a recogerlo, y alguien lo pisó, aplastando la negra pluma.
El hombre de las narices verticales les miró alejarse. Sus gruesos labios rojos sonreían. Luego se volvió a Kira y se dio cuenta de que ésta le estaba mirando. Guiñó un ojo y con aire de misterio y de inteligencia, le señaló la salida con un movimiento de cabeza. Luego se fue, y Kira y Leo, estupefactos, le siguieron. En un oscuro callejón, no lejos de la salida, se detuvo mirando con cautela a su alrededor. Guiñó de nuevo un ojo y abrió su gabán. El harapiento sobretodo tenía un forro de hermosas pieles, que despedían el sofocante olor a clavo que todos los viajeros usaban como medio de protección contra los piojos en el tren. En la profundidad de estas pieles desprendió algo de unos ganchos invisibles, y su brazo, que había desaparecido en el forro, volvió a aparecer con una hogaza y un pedazo de jamón ahumado. Sonrió. Los labios y la parte inferior de su cara sonrieron, pero la parte superior, la corta nariz y los brillantes ojos semicerrados permanecieron extrañamente quietos y como paralizados.