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Kira miró el dibujo. Era un buen retrato de Leo, de pie, de cuerpo entero, desnudo. -¡Irina!

– Puedes enseñárselo.

Leo sonrió, con sus labios plegados hacia abajo, y miró a Irina con aire interrogativo.

– Esta es la manera que te conviene mejor. Y no me digas que mi fantasía te ha favorecido, porque no es verdad. Los vestidos no esconden nada a los ojos de… sí, de una artista. ¿Tienes alguna objeción que hacer?

– Sí -dijo Leo-; este libro pertenece al Gossizdat. -¡Bueno! -arrancó rápidamente la cubierta-, diles que las has utilizado para tapizar la pared, como un buen ciudadano.

A solas con Kira, al despedirse en el rellano, le preguntó, mirándola con interés, casi tímidamente: -¿Eres… feliz?

– Sí, lo soy -contestó Kira con cierta indiferencia.

Kira decía raramente lo que pensaba y, aún más raramente, lo que sentía. Pero había un hombre para quien hacía una excepción; mejor dicho, las dos excepciones. Para él hacía todavía otras, no sin maravillarse un poco de hacerlas. Los comunistas despertaban en ella un sentido de miedo: miedo a su propia degradación si se encontraba con ellos, les hablaba o aunque sólo les mirase; miedo no de sus fusiles, de sus cárceles, de sus ojos misteriosos y observadores, sino de algo que estaba detrás de sus frentes arqueadas, algo que quizá tenían o que quizá, ¿quién sabe…? no tenían, pero que le daba la sensación de hallarse en presencia de una fiera de abiertas fauces, que nunca lograría reducir a la razón.

En cambio sonreía confiada a Andrei Taganov, y ligeramente apoyada en la pared de una aula vacía del Instituto, con la mirada radiante, y una sonrisa tímida y confiada como la de un niño que se abandona a la mano que le guía le estaba diciendo: -Soy feliz, Andrei.

Llevaba varias semanas sin verle. Andrei, a su vez, sonrió afectuosamente, tranquilo, mirándole a los ojos brillantes.

– La he echado de menos, Kira.

– Y yo a usted, Andrei.

He… tenido quehacer. -No quise ir a verla. Pensé que preferiría que no fuera a su casa.

– Ve usted… -y se interrumpió. No podía decírselo, no podía llevarle a casa de Leo. Andrei podía ser peligroso, era un miembro de la G. P. U., tenía un deber que cumplir. Más valía no tentar este deber. De modo que se limitó a decir

– : Sí, Andrei, prefiero que no venga… a mi casa.

– No iré. Pero, ¿vendrá usted más regularmente a clase? Que pueda verla de vez en cuando y pueda oírla decir que es feliz. Me gusta oírselo decir.

– ¿Ha sido feliz alguna vez, Andrei?

– Nunca me he sentido desgraciado.

– ¿Es bastante?

– ¡Psch…! Siempre tengo lo que quiero, y cuando se tiene lo que se quiere se va derechamente a lo que uno se propone. A veces se adelanta de prisa, a veces sólo se avanza un centímetro en un año. Quizás uno se sienta más feliz cuando va de prisa. No sé… Hace mucho tiempo que he olvidado la diferencia, porque esto no importa, mientras se vaya adelantando.

– ¿Y si quiere algo hacia lo que no se pueda dirigir? -Nunca me he encontrado en este caso.

– ¿Y si en su camino encontrase una barrera que no quisiera romper?

– Nunca la he encontrado.

– Andrei, no me ha preguntando por qué soy feliz.

– ¿Acaso tiene importancia, desde el momento que lo es?

Cogió entre sus dedos fuertes las dos manos finas y confiadas de la muchacha y le preguntó:

– ¿Le han dado su ración de pan esta semana?

– Todavía no.

– A mí tampoco. Vamos ahora. Abróchese el cuello. Está nevando.

– He perdido el botón. ¿Tiene un imperdible?

– Creo que sí. Aquí está. Ahora vamonos. A esta hora no habrá cola en la cooperativa.

Los primeros signos de la primavera en Petrogrado fueron lágrimas y sonrisas. Los hombres sonreían. Las casas goteaban lágrimas. En los tejados la nieve se derretía, gris a causa del polvo de la ciudad, como algodón sucio, crujiente y brillante como azúcar mojado. Alguna gota centelleante caía poco a poco, perdiéndose en el burbujeo de los arroyuelos que salían de las tuberías de desagüe, atravesando las aceras y arrastrando hasta los imbornales colillas de cigarrillos y cascaras de pepita de girasol. Los hombres salían de las casas, respiraban profundamente y sonreían sin saber por qué hasta que levantaban la cabeza y descubrían sobre los tejados aquel cielo de un azul leve, indeciso, como incrédulo, un azul tan pálido que parecía que un pintor hubiese desleído en un cubo de agua el color de su pincel, guardando sólo una gota y una promesa.

Un cieno helado crujía bajo los chanclos y el sol lanzaba blancos destellos sobre los pies calzados de goma negra. Los conductores de trineos se abrían paso refunfuñando a través de oscuros montones de nieve medio derretida; una voz gritaba: "¡Sacarina, ciudadanos!"; gotas de agua iban cayendo sobre la acera con un ruido monótono y persistente, como el crepitar de una ametralladora, y otra voz gritaba: " ¿Quién me compra violetas? "

Pavel Syerov se compró un par de botas nuevas. La luz del sol le hacía guiñar los ojos al mirar a la camarada Sonia. Le compró, a una mujer que vendía en una esquina, un buñuelo de col, caliente y sabroso. Sonia se lo comió riendo, y dijo:

– A las tres, conferencia en el Konsomol. Sobre nuestro viaje al frente de la NEP. A las cinco, conferencia en el círculo del Rabfac sobre Las mujeres proletarias y el analfabetismo. A las siete, discusión en el Círculo del Partido sobre el espíritu de Colectividad. ¿Por qué no vienes a las nueve? Me parece que no nos vemos nunca.

– Sonia, amiga mía -dijo él-, no quisiera abusar de tu tiempo precioso. Las personas como tú y como yo no tienen vida privada, sino únicamente sus deberes de clase.

A la puerta de las zapaterías había largas colas de gente. El Sindicato daba tíquets para la compra de chanclos. María Petrovna se pasaba casi todo el día en cama, contemplaba el sol a través de los cristales de su ventana y escondía el pañuelo a la vista de los demás.

El camarada Lenin había sufrido un segundo ataque: había perdido el habla. Pravda decía: "No hay sacrificio más alto a la causa del proletariado que el de un jefe que consume su voluntad, su salud y su cuerpo entero en el sobrehumano esfuerzo de las responsabilidades confiadas a él por los obreros y campesinos." Víctor invitó a su cuarto a tres estudiantes comunistas y estuvo discutiendo con ellos acerca de la futura electrificación proletaria. Para evitar a Vasiü Ivanovitch, les hizo salir por la puerta del servicio. Inglaterra maquinaba alevosías contra la República de los Obreros y los Campesinos. En las escuelas se prohibía la enseñanza del inglés.

Asha tenía que aprender alemán, y, en medio de las dificultades del der, die, das iba sorbiéndose los mocos mientras se esforzaba en recordar qué habían hecho en Rapallo los hermanos de clase alemanes.

El director del Gossizdat dijo a Leo:

– El proletariado de la ciudad organiza para mañana una manifestación de protesta contra la política francesa en el Ruhr. Imagino que todos nuestros empleados asistirán, camarada Kovalensky. Mañana me quedaré en casa -dijo Leo-. Tendré dolor de cabeza.

Vasili Ivanovitch vendió la pantalla de la lámpara del salón, pero guardó la lámpara porque era la última que les quedaba.

Por las tardes oscuras y tibias, las iglesias se llenaban de cabezas inclinadas, de incienso, de cirios resplandecientes. Liria rogaba por la Santa Rusia y por el sordo terror que sentía en su corazón. Un cartel anunciaba en letras azules:

Teatro de la Comedia Musical. Bayadera. Opereta en tres actos de Emmerich Kalmann. Ultimo éxito en Viena, Berlín y París.

Andrei llevó a Kira al teatro Marinsky, donde daban el ballet de Tchaikowsky, La bella durmiente. La dejó en su casa de la Moika, y allí tomó el tranvía para ir a su nueva residencia. Una nieve ligera le mojaba la cara, como si lloviera.

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