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– Sonia, no vas a querer insinuar que… -¡Vamos! ¡Ya salió el respetable moralista! ¡Valiente santita está hecha la tal Fimka…! En fin, ¡qué se vaya al diablo…! Pero si se figura que va a ser la única que salga en los periódicos por el bautizo de una hija… He copiado otros nombres; hermosos nombres modernos; hay Marxina, de Carlos Marx, Comunera… Se oyó un ruido bajo la mesa.

– ¡Oh, qué asco de zapatillas! -exclamó la camarada Sonia, y doblándose sobre su asiento, alargó una pierna, mientras tanteaba el suelo con el pie, en busca de su zapatilla. Por fin la encontró, y cogiéndola por el tacón, viejo y gastado, se la enseñó a su marido-. Fíjate qué porquería tengo que llevar -se lamentó-, como si no me faltaran ya bastantes cosas para el hijo que tiene que nacer. ¡Verdaderamente, has elegido un buen momento para ponerte a escribir tus obras literarias y echarlo todo a perder, borracho imbécil!

– No vuelvas a empezar, Sonia. Ya sabes que, al fin y al cabo, no me puedo quejar de la forma en que han ido las cosas. -En fin, espero que por lo menos tu amigo Kovalensky será fusilado con todos los requisitos, y que su proceso será algo que meta ruido. Procuraré que las mujeres de Zhenotdel organicen una manifestación de protesta contra los especuladores y los aristócratas. Siguió hojeando el calendario, y añadió:

– ¿Ves tú? Otro excelente nombre moderno para una niña sería Tribuna o Barricada, o, si lo preferimos algo adecuado al espíritu de la nueva ciencia, Universidad.

– Me parece demasiado largo Universidad -dijo Pavel. -Por mi parte, prefiero Octubrina. Es más simbólico.

– Si, como espero, tenemos una niña, Octubrina Syerov me parece un nombre estupendo para una mujer que ha de ser la dueña del porvenir. ¿Tú qué prefieres, Pavel, un varón o una niña?

– Mientras no sean dos gemelos -dijo Pavel-, lo mismo me da.

– Esta observación no me gusta. Demuestra que tú…

Llamaron a la puerta en una forma inusitadamente violenta.

Syerov levantó la cabeza y contestó, dejando caer el periódico:

– ¡Adelante!

Andrei Taganov entró y cerró la puerta.

La camarada Sonia dejó caer su calendario.

Syerov se levantó lentamente:

– Buenas noches -dijo Andrei.

– Buenas noches -contestó Pavel, de pie, mirándole con fijeza.

– ¿Qué buen viento te trae, camarada Taganov? preguntó!a camarada Sonia en voz baja, ronca y amenazadora.

Andrei fingió no haberla oído. Dijo sólo, dirigiéndose a Syerov:

– Necesito hablarte, Syerov.

– Puedes hacerlo -contestó Syerov sin moverse.

– He dicho que deseo hablarte a solas.

– Te digo que hables.

– Di a tu mujer que salga un momento.

– Entre mi marido y yo no hay secretos -dijo la camarada Sonia.

– Sal de aquí -dijo Andrei sin levantar la voz -y aguarda en el pasillo.

– Pavel si él…

– Vale más que te vayas, Sonia -asintió Pavel sin mirarla, con los ojos fijos en Andrei.

La camarada Sonia dejó oír una tosecita que parecía una sonrisa irónica.

– Por lo visto, el camarada Taganov sigue dándoselas de fuerte, ¿eh? Bien; dentro de poco veremos en qué para todo eso.

Se cruzó el quimono, cubriéndose el vientre como pudo, tomó un cigarrillo y salió al pasillo, arrastrando las zapatillas.

– Me figuraba -dijo Syerov- que durante estos últimos días habías aprendido una lección.

– En efecto, la he aprendido -contestó Andrei.

– ¿Pues qué más quieres?

– Vale más que mientras hablamos te pongas los zapatos. Vas a tener que salir, y no se puede perder tiempo.

– ¡Ah, sí! Celebro que me comuniques este secreto, porque de otro modo te hubiera dicho que no tengo la menor intención

de salir. Quizá no la tenga, realmente. ¿Y adonde tendría que ir, según el camarada Taganov?

– A hacer poner en libertad a Leo Kovalensky.

Pavel Syerov se dejó caer pesadamente sobre una silla, y sus pies esparcieron las cascaras de semillas de girasol por toda la estancia.

– ¿Qué te pasa, Taganov? ¿Te has vuelto loco?

– Será mejor que te estés quieto y me escuches. Te diré lo que debes hacer.

– ¿Me dirás lo que debo hacer? ¿Por qué?

– Después te diré la razón. De momento, te vestirás y te irás a encontrar a tu amigo; ya sabes a quién me refiero: al alto funcionario de la G. P. U.

– ¿A estas horas?

– Si es necesario, hazle levantar de la cama. Lo que le dirás y cómo se lo dirás no es cosa mía. Lo único que quiero es que Leo Kovalensky sea puesto en libertad dentro de cuarenta y ocho horas.

– Y ahora, ¿quieres enseñarme la varita mágica de virtudes que me hará hacer eso?

– Es una varita hecha de un pedazo de papel, Syerov; o mejor dicho, de dos.

– ¿Escritos por quién?

– Por ti.

– ¿Cómo?

– Para hablar con más exactitud, son unas fotografías de una esquela tuya.

Pavel Syerov se levantó lentamente y se apoyó con ambas manos sobre la mesa.

– Taganov, maldito animal, el momento no me parece indicado para bromear.

– Celebro que puedas creer que se trata de una broma. Pero no me parece una opinión prudente.

– ¿Ah, sí? Bueno; voy en seguida a ver a mi amigo. Y tú verás a Leo Kovalensky, y mucho antes de cuarenta y ocho horas. Procuraré que te encierren en una celda al lado de la suya, y ya veremos qué documentos puedes…

– Te he dicho que hay dos fotografías. Lo que sucede es que yo no tengo ni siquiera una.

– ¿Qué? ¿Qué has hecho?

– Tengo dos amigos en quienes puedo confiar. Es inútil que te esfuerces en buscar sois nombres, y supongo que me conoces lo suficiente para descartar la idea de la cámara de tortura de la G. P. U., si por casualidad se te ha ocurrido. Las instrucciones que les he dado son de que, si me sucediera algo antes de que Leo Kovalensky fuera puesto en libertad, envíen las fotografías a Moscú. Lo mismo deberán hacer si me sucediera algo después de su liberación.

– ¡Maldito…!

– Supongo que no querrás que esas fotos lleguen a Moscú. Si llegara ese caso, tu amigo no podría salvar tu vida, ni quizás la suya. Por lo demás, no tienes que preocuparte de que yo te pueda ocasionar ninguna molestia. Lo único que tienes que hacer es obtener la libertad de Kovalensky y no hablar más del asunto. No oirás hablar más de las fotos, ni tendrás por qué verlas. Pavel Syerov se pasó el pañuelo por la frente.

– ¡Estás mintiendo! -dijo con voz ronca-. No tomaste ninguna foto.

– Quizá no -repuso Andrei-. ¿Quieres hacer la prueba?

– Siéntate -dijo Syerov cayendo sobre el diván. Andrei se sentó al borde de la mesa y cruzó las piernas.

– Óyeme, Andrei; entendámonos -dijo Syerov-. Tienes el látigo por el mango, lo reconozco. Pero ¿sabes lo que pides?

– Tan bien como tú mismo.

– Pero, Andrei, por el amor de Dios, se trata de un caso grave, y hemos organizado una campaña de propaganda formidable: los diarios ya tienen a punto los grandes titulares para…

– No tienes más que detenerlos.

– Pero, ¿cómo puedo hacerlo? ¿Cómo puedo pedírselo? ¿Qué puedo decirle a ese hombre?

– Eso no es cosa mía.

– Pero, después que me ha salvado a mí…

– No olvides que también él tiene interés en el asunto. Puede tener amigos en Moscú, pero también puede tener enemigos.

– Pero, óyeme…

– Y cuando un miembro del Partido no puede salvarse, su situación es peor que la de un especulador particular; lo sabes tan bien como yo. Y también puede servir para una propaganda de primer orden.

– Andrei, uno de nosotros dos se ha vuelto loco. No sé comprender… ¿Por qué quieres que pongan en libertad a Kovalensky?

– Eso no te importa.

– ¿Y a qué santo te metes ahora a ser un Ángel de la Guarda, después que fuiste tú quien empezó la investigación en todo este asunto? Porque sabes muy bien que fuiste tú quien empezó.

– Tú mismo me has dicho que había aprendido una lección. -Pero, Andrei, ¿ya no sientes la dignidad del Partido? Necesitamos hacer un ejemplo contra los especuladores, ahora más que nunca, con lo grave que es la situación de los abastos…

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