– Todo esto ya no me interesa.
– ¡Maldito traidor! ¡Cuando devolviste la carta, tú mismo aseguraste que no había copia ninguna!
– Quizá mentí en aquel momento.
– Veamos; hablemos con calma. Toma un cigarrillo.
– No, gracias.
– Óyeme, Andrei, hablemos como buenos amigos. Retiro todo lo que te he dicho, y te ruego que me excuses. Debes reconocer que tengo razón: la situación es para hacer perder la cabeza a cualquiera. Bien. Tú juegas tu partida, y yo la mía; reconozco que he cometido una equivocación, pero ni tú ni yo somos angelitos inocentes, de modo que podemos entendernos. Eramos buenos amigos antes: ¿no te acuerdas? Podemos hablar en confianza.
– ¿De qué?
– Puedo hacerte una proposición, Andrei; algo que vale la pena. Mi amigo puede hacer mucho si yo le digo dos palabras, y creo que tú lo sabes. También creo que sabes que tengo bastante influencia con él para poder llevar o no a alguien ante el piquete de ejecución. Tú, por lo visto estás aprendiendo estas mismas artes, y sabes valerte estupendamente de ellas: lo reconozco. En fin, ya nos entendemos. Ahora vamos a otra cosa. Supongo que ya sabes que tu posición en el Partido no es muy brillante; mejor dicho, es francamente mala, especialmente después del discursito que nos has echado esta tarde. En fin, cuando llegue la próxima depuración, no lo vas a pasar muy bien.
– Ya lo sé.
– El resultado puede darse por seguro, ¿sabes?
– Sí.
– Entonces, ¿qué dirás del siguiente contrato? Tú dejas este asunto, y yo haré que conserves el carnet, e incluso que obtengas el cargo que quieras en G. P. U., con el sueldo que tú mismo fijes. No habrá preguntas, ni disputas, ni mal humor. Cada uno tiene que hacer su camino. Y tú y yo… podemos ayudarnos mucho. ¿Qué dices a esto?
– ¿Qué te hace suponer que tengo interés en permanecer en el Partido?
– ¡Andrei!
– No te preocupes por ayudarme en la próxima depuración. Pueden expulsarme del Partido, pueden llevarme ante el piquete, o puede atropellarme un auto. El resultado, por lo que se refiere a ti, será el mismo, ¿comprendes? ¡Pero no toques a Kovalensky! ¡Procura que nadie lo toque! Guárdalo como si fuera tu hijo, y no tengas cuidado por lo que me pueda ocurrir a mí. No soy yo su Ángel de la Guarda, sino tú.
– Andrei -gimió Syerov-, ¿qué es para ti ese maldito aristócrata?
– Ya te he contestado una vez a esta pregunta. Syerov se levantó vacilando, e intentó un supremo esfuerzo:
– Oye, Andrei; tengo que decirte una cosa. Creía que ya estabas enterado, pero ahora comprendo que no. Prepárate a oírme y no me mates a la primera palabra. Sé que hay un nombre que tú no quieres que lo pronuncie, pero yo lo voy a pronunciar. Se trata de Kira Argounova.
– ¿Qué tienes que decirme?
– Óyeme; no son horas de andarse con rodeos, ¿verdad? ¡Qué diablo! ¡Es evidente que ahora no se trata de eso! Pues bien: tú la quieres y te acuestas con ella desde hace más de un año… Espera: déjame acabar. Durante todo este tiempo ha sido la amante de Leo Kovalensky. Y si no quieres creerlo, investiga y lo sabrás.
– ¿Para qué investigar? Ya lo sé.
– ¡Ah! -dijo Syerov, balanceándose y mirando a Andrei. Luego prorrumpió en una carcajada.
– Realmente -continuó- hubiera debido comprenderlo.
– ¿Qué más? -dijo Andrei.
– Sí; hubiera debido comprenderlo -prosiguió Syerov-, he aquí por qué el santo del Partido se pone a redentor: ¡Imbécil! ¡Pobre visionario virtuoso y loco! De modo que ésta es la gran obra que estás cumpliendo. Hubieras debido tener presente que el heroísmo avasallador es una enfermedad incurable. Adelante, Andrei. Pero ¿no te queda ya ni pizca de sentido común? ¿Ni una migaja de orgullo?
– Oye -replicó Andrei-. Ya hemos hablado bastante. Parece que estás muy bien informado de mis asuntos. Pues podrías saber también que no cambio de opinión.
Pavel Syerov tomó el abrigo, y se lo puso poco a poco, mientras sus labios sonreían sarcásticamente.
– Muy bien, rey Arturo, o quienquiera que seas; sí, rey Arturo de la espada redentora. Por esta vez, has vencido. Es inútil amenazarte con represalias. Aunque no lo hiciera yo, ya se encargaría otro. Dentro de un año nadie se acordará de este asunto. Yo dirigiré los ferrocarriles de la U. R. S. S. y compraré pañales de seda para mi criatura. Y tú tendrás que hacer cola para que te den de limosna un plato de sopa, y tal vez te lo darán. Pero en cambio tendrás la satisfacción de saber que tu amada vive con el hombre que odias.
– Sí -dijo Andrei-, estoy de acuerdo contigo, camarada Syerov, te deseo mucha suerte.
– Lo mismo te digo, camarada Taganov.
Kira estaba sentada en el suelo, doblando la ropa blanca de Leo y volviéndola a guardar en los cajones de la cómoda. Sus vestidos estaban hechos un montón delante del armario abierto. Cada vez que se movía, volaban a su alrededor papeles de los que los soldados habían echado por el suelo. De las almohadas seguían cayendo plumas, como copos de nieve.
Kira llevaba dos días sin salir de casa. No había sabido nada del mundo más allá de las cuatro paredes de su cuarto. Galina Petrovna había llamado una vez por teléfono, y había gimoteado un poco. Kira le había dicho que no se preocupara y que le hiciera el favor de no ir a verla, y Galina Petrovna no había ido. Los Lavrov estaban convencidos de que su vecina no se había afectado por la tragedia. No la oían llorar, ni observaban nada de especial en la esbelta figura que de vez en cuando atravesaba su estancia para dirigirse al cuarto de baño; lo único que veían era que parecía cansada, porque sus miembros caían con abandono y permanecía en extrañas posiciones, dando la impresión de que para moverlos se necesitaba un gran esfuerzo; en cuanto a sus ojos, estaban persistentemente fijos en un punto, y sólo gracias a un esfuerzo todavía más considerable lograba mover sus pesados párpados. Kira estaba sentada en el suelo, y doblaba las camisas, alisando las arrugas; luego las guardaba cuidadosamente en el cajón, sosteniéndolas sobre las palmas de las manos. En una de las camisas, se veían las iniciales de Leo bordadas sobre el pecho. Cuando oyó abrirse la puerta, Kira no levantó la cabeza.
– ¡Hola, Kira! -dijo una voz.
Y Kira cayó hacia atrás, contra el cajón que se cerró violentamente. Leo la estaba mirando, y sus labios plegados hacia abajo no sonreían ni acusaban rastro alguno de color; y los surcos que bordeaban sus ojos eran azules y profundos como si los hubiera pintado un pintor aficionado.
– Por favor, Kira, nada de histerismo… -dijo con aire fatigado. Kira se levantó lentamente, y se quedó con los brazos colgados; luego se pasó los dedos por la sien derecha, mirándole con incredulidad, sin atreverse a tocarle.
– Leo… Leo, ¿de veras estás en libertad?
– Sí. En libertad. Me han echado.
– Pero, Leo… ¿cómo…cómo ha podido ser?
– ¿Qué sé yo? Creía que tú sabrías algo.
Kira le besó los labios, el cuello, los músculos que asomaban por el arrugado cuello de la camisa, las manos. El le acariciaba los cabellos, y miraba con indiferencia, por encima de su cabeza, la estancia en desorden.
– Leo -murmuró ella mirándole a los ojos sin expresión-, ¿qué te han hecho? -Nada.
– ¿Te han… te han…? Me habían dicho que alguna vez… -No; no me han torturado. Dicen que tienen una celda para esto, pero no he tenido el privilegio de conocerla. Tenía una celda para mí solo y tres comidas al día, pero lo que nos daban era horrible. Me he pasado dos días pensando qué diría ante el pelotón de ejecución. Un pasatiempo como otro cualquiera… Kira le quitó el abrigo, le quitó los chanclos, apoyando por un momento la cabeza sobre sus rodillas; luego, inclinándose todavía más ató el lazo de su zapato con dedos temblorosos.
– ¿Me queda todavía ropa limpia? -preguntó él.
– Sí… Te la doy en seguida… pero, aguarda, Leo… quisiera saber… no me has dicho…