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Más al norte del curso del Neva, se levantan bosques de chimeneas de ladrillo rojo que vomitan una negra neblina sobre viejas y ruinosas casuchas de madera y sobre una pasarela de carcomidas tablas que atraviesa el río plácido e indiferente. Y a menudo la lluvia cae lentamente a través del humo, y lluvia, humo y piedra constituyen el motivo predominante de la ciudad.

A veces, los mismos habitantes de Petrogrado no se explican los extraños lazos que les mantienen unidos a la capital. Después del largo invierno, todos maldicen el barro y la piedra, y suspiran por los pinares. Huyen de la ciudad como de una odiada madrastra, para refugiarse en la hierba verde, en la arena, o en las deslumbradoras capitales europeas. Pero, como un amante que no logra vencer su pasión, regresan al otoño deseosos de volver a su anchas avenidas, a sus tranvías estridentes, a sus calzadas de piedra, serenos y contentos como si la vida volviera a empezar. Petrogrado, dicen, es la "Ciudad Única".

Las ciudades crecen como los bosques, como las hierbas de los campos. Porque, lo mismo que los bosques y las hierbas de los campos, las ciudades y los pueblos son algo viviente. Petrogrado, en cambio, no crece; cuando lo construyeron, quedó terminado y completo. Petrogrado no tiene nada que ver con la naturaleza. La naturaleza comete errores e imprevisiones, mezcla los colores y desconoce la línea recta; Petrogrado, en cambio, es obra del hombre, que sabe lo que quiere.

Nada turba la grandiosidad de Petrogrado, nada alivia su palidez. Sus caras están talladas de una manera neta y decidida; son algo seguro y perfecto, con la perfección de la obra humana. Las ciudades crecen con un pueblo, luchan para conquistarse un lugar de preferencia sobre otras ciudades. Y van subiendo lentamente, sobre los escalones de los años. Petrogrado no crece. Fue construido para estar ya en la cumbre; le fue ordenado mandar. Ya antes de que echasen sus cimientos era una capital. Es un monumento erigido al espíritu del hombre.

Los pueblos no saben nada del espíritu del hombre, porque los pueblos sólo son naturaleza, y "hombre" es una palabra que carece de plural. Petrogrado no es pueblo. No tiene leyendas, no tiene folklore, no es una ciudad celebrada por anónimos cantores a lo largo de anónimos caminos. Petrogrado es un extranjero, solo, incomprensible, austero. Nunca se dirigió a sus muros de piedra ningún peregrino; sus puertas no se abrieron nunca, en cálida comprensión, a los débiles, a los heridos, a los mutilados, como se abrieron las puertas de la gentil Moscú. Petrogrado no necesita tener alma: tiene una mente.

Y tal vez sea una casualidad, pero, en ruso, Moscú es un nombre

femenino y Petrogrado masculino.

Y tal vez una casualidad, pero siempre, los que subieron al po

der en nombre del pueblo trasladaron su capital desde la más

soberbia y aristocrática de las ciudades a la amable Moscú.

En 1924 murió un hombre, llamado Lenin, y se dispuso que aquella ciudad tomase el nombre de Leningrado. La Revolución llevó sus pasquines por las paredes y sus banderas rojas en las ventanas y sus cascaras de semilla de girasol por las calles. Grabó un poema proletario sobre el pedestal del monumento a Alejandro III y puso una cinta roja en la mano de Catalina II, en una plaza cercana a la Nevsky. Dio a la Nevsky el nombre de "Avenida del 25 de Octubre", y a la Sadovaia, una de sus travesías, el de "Calle del 3 de Julio", en honor de fechas que quería conmemorar. Y en el cruce de una y otra las garridas cobradoras del tranvía gritaban, en los coches llenos de gente: "¡Cruce del 25 de Octubre con el 3 de Julio! ¡Final del billete amarillo!

A principios de verano de 1925, el Trust de las industrias textiles del Estado puso en venta nuevas telas de algodón estampado. Por las calles de Petrogrado se veía sonreír a las mujeres que por primera vez desde hacía muchos años estrenaban un traje.

Pero los estampados se reducían a media docena de modelos. Mujeres vestidas de cuadritos blancos y negros pasaban junto a otras mujeres vestidas de cuadritos negros y blancos. Mujeres en trajes blancos con motas rojas se cruzaban con mujeres en trajes blancos con motas verdes; otras mujeres con trajes grises con espirales azules se encontraban con mujeres que llevaban aquellas mismas espirales en marrón sobre fondo amarillo. Circulaban por las calles como alumnas de un inmenso hospicio, ceñidas, y sus trajes nuevos no les daban ningún contento.

En una tienda de la Nevsky el Trust estatal de la porcelana presentaba un escaparate deslumbrador de porcelanas de valor incalculable, un servicio de té con raras flores modernas grabadas, en finas líneas negras, por la mano de un artista célebre. Hacía ya varios meses que el servicio de té estaba expuesto, pero nadie había tenido bastante dinero para comprarlo.

Otros escaparates ofrecían vistosas joyas extranjeras de imitación; collares de falsas perlas de colores, pendientes de brillan tes de celuloide: objetos de última hora protegidos por sus altísimos precios de la avidez de las mujeres que se detenían ansiosas a contemplarlos.

Más lejos se había abierto una librería extranjera; en un escaparate de dos pisos podían verse las abigarradas, alegres y maravillosas cubiertas de los libros venidos de más allá de las fronteras.

Brillantes toldos sombreaban las anchas y caldeadas aceras de la Nevsky, y los barómetros resplandecían al sol, con el claro destello del cristal limpio. Sobre una fachada campeaba un inmenso anuncio en el que se veía el rostro decidido, los ojos enormes y las finas manos de un actor famoso pintadas a grandes brochazos debajo del título de un film alemán.

Retratos de Lenin -rostro suspicaz, barba breve y rasgados ojos orientales semicerrados-, orlados de banderas rojas con crespones negros, parecían contemplar a los transeúntes. En las esquinas de las calles, bajo el sol, había hombres harapientos que vendían sacarina y bustos en yeso de Lenin. Sobre los hilos telegráficos gorjeaban los pájaros.

A la puerta de las cooperativas había largas colas. Las mujeres se quitaban la chaqueta, y las mangas cortas de sus blusas descoloridas dejaban asomar a los primeros rayos del sol estival sus flacos brazos pálidos.

En una pared, a bastante altura, se veía un cartel representando a un enorme obrero agitando un martillo contra el cielo, y la sombra del martillo caía como una enorme cruz negra sobre los pequeños edificios de la ciudad, debajo de las botas del hombre.

Debajo del cartel, Kira Argounova se detuvo un momento. Del bolsillo de su viejo vestido sacó una cajetilla, y con dos dedos expertos, sin mirar, se puso un cigarrillo en la boca. Abrió luego su bolso de imitación de piel y sacó un lujoso encendedor extranjero en el que había sus iniciales grabadas. Brilló una llamita, y casi antes de que ésta tocase el cigarrillo, Kira exhaló una bocanada de humo y guardó el encendedor en el bolso, que cerró con fuerza. Levantándose un poco el arrugado puño del vestido miró a su reloj, sujeto por una estrecha pulsera de oro. Aceleró el paso. Su traje, al andar ondeaba tras ella dejando adivinar la curva de sus rodillas. Los altos tacones de sus zapatos corrían apresuradamente, ruidosos, por la acera de piedra. Uno de los zapatos tenía un agujero cuidadosamente disimulado por una venda que le rodeaba el tobillo por encima de una tirante media extranjera de seda natural.

El antiguo palacio hacia donde se dirigía ostentaba sobre la puerta una estrella roja de cinco puntas y esta inscripción en letras doradas: "Centro de distrito del Partido Comunista."

La puerta de cristales era limpia, inmaculada, pero la cerradura de la puerta del jardín estaba rota. En las que en otro tiempo fueron avenidas cubiertas de grava crecían las malas hierbas, y numerosas colillas flotaban lentamente en la pila de una fuente abandonada, alrededor de un profanado Cupido de mármol, sobre cuyo vientre se veía una mancha verdosa de moho.

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