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Kira atravesó con paso rápido las desiertas avenidas, bordeadas por una espesa y descuidada vegetación que apenas dejaba llegar hasta ella el ruido de los tranvías de la calle. Al oír sus pasos, blancas palomas se movían perezosamente entre las ramas: Una abeja zumbaba sobre una espesa mata de trébol florido, y un grupo de gigantescas encinas tendía sus brazos escondiendo el edificio a los ojos de los que pasaban por la calle.

En lo más profundo del jardín, se elevaba un pabellón de dos pisos, unido al cuerpo principal de edificación por el puente de una breve galería. Los cristales de las ventanas del primer piso estaban rotos, y un gorrión estaba posado sobre la aguda punta de uno de los fragmentos, ladeando la cabeza para mirar a las salas desiertas y mohosas. Pero en el antepecho de una de las ventanas del segundo piso se veía un gran montón de libros.

La pesada puerta esculpida a mano no estaba cerrada. Kira entró y subió corriendo la escalera. Esta era muy larga y subía en línea recta hasta el segundo piso, como una interminable serie de peldaños de desnuda piedra, en los que se veían leves huellas de tierra. En otro tiempo había habido una magnífica balaustrada blanca, pero ahora estaba rota, y sobre los destrozados pedestales de las columnas de mármol, cuyos blancos restos yacían todavía al pie de la escalera, se abrían oscuros boquetes. Profundos ecos repercutían en las paredes, cubiertas de raras pinturas representando graciosos cisnes blancos en lagos azules, guirnaldas de rosas, lascivas ninfas que huían de faunos sonrientes, todo ello descolorido, mutilado, desconchado en muchos puntos.

Al llegar a la puerta del segundo piso, Kira llamó.

Andrei Taganov abrió y, sorprendido, retrocedió un paso. Sus ojos se abrieron con la lenta mirada incrédula de un hombre que viera un increíble milagro. Sin acertar a moverse, se quedó junto a la puerta, estupefacto, con el blanco cuello de su camisa abierto sobre el pecho bronceado.

– ¡Kira!

Ella se rió con una sonrisa clara, metálica.

– ¿Qué tal, Andrei?

Las manos del joven se cerraron lenta, dulcemente, sobre los hombros de Kira, con tal suavidad que ella no sintió que la tocase, sino que advirtió únicamente su fuerza, su voluntad de estrecharla, de plegarla hacia atrás. Pero los labios de Andrei, sobre los suyos, eran brutales. Sus ojos estaban cerrados, mientras los de Kira permanecían abiertos, contemplando el techo con indiferencia.

– No te aguardaba hasta la noche, Kira.

– Ya lo sé, pero supongo que no vas a echarme. Fue ella quien pasó adelante, atravesando el rellano, hasta la habitación; allí echó su bolso sobre una silla y su sombrero sobre la mesa, con imperiosa familiaridad.

Sólo ella sabía por qué Andrei Taganov había debido hacer economías aquel invierno, y por qué había abandonado su cuarto en la pensión para ir a habitar, en el palacio de la sede del Partido, el pabellón abandonado que éste le había cedido gratuitamente.

Había sido el nido secreto de los amores de un príncipe. Muchos años antes, un soberano ya olvidado había aguardado allí unos pasos ligeros y el crujido de una falda de seda a lo largo de la escalera, de mármol. Sus magníficos muebles habían desaparecido, pero quedaban las paredes, la chimenea, el techo. Las paredes estaban tapizadas de un blanco brocado, bordado a mano, con delicadas guirnaldas de hojas azules y plateadas. Adornaba la cortina una blanca hilera de cupidos llevando coronas de flores y cuernos de abundancia. Encima de la chimenea, una Leda de mármol se inclinaba voluptuosamente bajo la caricia de unas blancas alas. Y del tenue azul del cielo pintado en el techo, entre pálidas y densas nubes, las blancas palomas que en otro tiempo habían contemplado largas noches de lujuriosas orgías, miraban ahora una cama de hierro y unas cuantas sillas rotas, una larga y basta mesa cubierta de libros de vistosa cubierta roja, cajas de embalaje amontonadas para suplir una cómoda, estampas de soldados rojos que cubrían los desgarrones del blanco brocado, y una chaqueta de cuero colgada de un clavo, en un rincón.

Kira dijo en tono breve:

– Vengo ahora para avisarte de que esta noche no podré venir.

– ¡Oh…! ¿De veras no puedes, Kira?

– No; no puedo. ¡No pongas esta cara trágica! Mira, te traigo algo para consolarte.

Y sacó de su bolsillo un juguete de vidrio, un tubo que terminaba en una esfera llena de un líquido encarnado en el que se movía una figurita negra y temblorosa. -¿Qué es eso?

Kira cogió el juguete por la parte esférica, pero la figurita no se movió.

– No sé hacerlo. Prueba tú; cógela así.

Cerró los dedos de Andrei en torno a la bola. Ningún gesto de su rostro, ningún movimiento se lo dijo, pero Kira se dio perfecta cuenta de que Andrei no era indiferente al contacto de sus dedos; que no había bastado todo un invierno para acostumbrarle y saciarle de él. De pronto, el líquido del tubo burbujeó furiosamente, y el muñeco negro subió de un salto por él.

– ¿Has visto? Le llaman "el embajador americano". Lo compré en una esquina. Es gracioso, ¿no?

– Muy gracioso… ¿ Y por qué no puedes venir esta noche, Kira?

– Se trata… de un asunto de que tengo que ocuparme. Nada importante. ¿Te sabe mal?

– No, si es cosa que te convenga. ¿Puedes quedarte ahora? Kira se quitó el abrigo y lo echó sobre la cama.

– Sólo un momento.

– ¡Oh, Kira!

– ¿Te gusta? ¡Tuya es la culpa! ¡Insististe tanto en que me hiciera un traje nuevo!

El vestido era encarnado, muy sencillo, con aplicaciones de charol negro, un cinturón, cuatro botones, un cuello redondo, un gran nudo de corbata. Kira estaba apoyada en la puerta, un poco inclinada hacia delante, súbitamente frágil y joven: un traje de niña sobre un cuerpo débil e inocente, unos desordenados cabellos echados hacia atrás, unos brazos desnudos y delgados en unas mangas cortas, una falda breve sobre unas piernas esbeltas, fuertemente apretadas una contra otra, unos ojos muy abiertos y candidos, pero una sonrisa irónica, segura de sí misma, en unos labios húmedos y entreabiertos. Andrei la contemplaba asombrado al ver a una mujer todavía más peligrosa, más excitante de lo que él había creído jamás.

Kira sacudió la cabeza con impaciencia. -¿Qué? ¿No te gusta?

– Kira… estás… este traje es… ¡tan hermoso! Nunca había visto otro igual.

– ¿Qué entiendes tú en trajes de mujer?

– Ayer estuve mirando una colección completa de figurines de París, en la Oficina de la Censura.

– ¿Tú estuviste mirando figurines?.

– Pensaba en ti. Quería saber qué era lo que gustaba a las mujeres.

– ¿Y qué aprendiste?

– Lo que quisiera poder darte. Sombreros elegantes, zapatos como sandalias, y joyas. ¡Brillantes…!

– Andrei, supongo que no dirás nada de eso a tus camaradas de la Censura, ¿verdad?

– No, no se lo dije.

– ¿Quieres dejar de mirarme de ese modo? ¿Qué te pasa? ¿No te atreves a acercarte?

Los dedos de Andrei tocaron el traje encarnado, siguiendo ligeramente uno de sus pliegues, luego sus labios se posaron de pronto en el hoyuelo del codo desnudo.

Andrei se sentó en el marco de la ventana, y Kira se quedó junto a él, entre sus brazos. Su cara estaba inmóvil y sólo sus ojos, dilatados, extáticos, sonreían en silencio y en silencio le decían todo cuanto sus labios no acertaban a expresar.

Luego Andrei habló, apoyando su cabeza en el regazo de Kira.

– ¿Sabes? Me alegro de que hayas venido ahora, en lugar de esta noche. Tenía que aguardar todavía tantas horas… nunca te vi así… he intentado leer y no lo he logrado… ¿Te pondrás este mismo traje cuando vuelvas? ¿Es idea tuya este adorno de charol? Me gusta. Te he echado terriblemente de menos, Kira, ¿sabes? Incluso mientras estoy trabajando…

Los ojos de Kira eran dulces, suplicantes, un poco asustados. -No tienes que pensar en mí mientras trabajas, Andrei.

El dijo lentamente, sin sonreír:

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