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– Quizás es sólo el pensar en ti lo que me ayuda en mi trabajo.

– ¿Qué te pasa, Andrei?

– ¿Por qué no quieres que piense en ti? ¿Te acuerdas la última vez que viniste? Me diste un libro que estabas leyendo; el héroe se llamaba Andrei, y tú me dijiste que te había hecho pensar en mí. Me lo he estado repitiendo desde aquel momento, Kira, y he comprado el libro. Ya sé que no es mucho, Kira, pero… tú no acostumbras decir cosas de éstas.

Ella se echó hacia atrás, con las manos cruzadas en la nuca, irónica, provocativa.

– ¡Oh, pienso en ti tan raras veces, que ya había olvidado tu nombre! ¡Por eso sólo me acuerdo si lo leo en algún libro! ¡Mira! Incluso he llegado a olvidar tu cicatriz aquí, junto al ojo. Y sus dedos acariciaban levemente la línea de la herida que bajaba de la frente y temperaba su rudeza. Kira reía como si no hubiera comprendido la súplica de Andrei, a pesar de que se había dado perfecta cuenta de lo que éste deseaba.

– Kira, ¿te costaría mucho instalar el teléfono en tu casa?

– Es que… en casa… en el piso no hay electricidad. Es completamente imposible.

– Muchas veces he pensado que deberías tenerlo… podría llamarte… A menudo es tan doloroso estar aguardando… estar aguardándote…

– ¿No vengo a verte con tanta frecuencia como tú quisieras, Andrei?

– No se trata de eso. A veces, ¿sabes?, quisiera verte de pronto… aunque aquel mismo día hayas estado aquí. A veces no hace más que un minuto que te has marchado. Y me da pena tener la sensación de que ya no existes, de que no tengo manera de llamarte, de encontrarte, de que no tengo ni el derecho de acercarme a la casa en que habitas, como si te hubieras marchado de la ciudad.

Alguna vez, mirando al gentío que pasa por las calles, me asusta el pensar que te he perdido, quién sabe dónde, en medio de la muchedumbre, y que no hay medio de alcanzarte, que no puedo llamarte a gritos por encima de sus cabezas.

– No olvides que me prometiste no ir nunca a mi casa, Andrei -repuso Kira, implacable.

_ Pero, si se pudiese instalar el teléfono, ¿tampoco me permiti

rías telefonear?

_ No. Mis padres podrían adivinar, y… no, Andrei; debemos ser prudentes, muy prudentes, y ahora más que nunca.

– ¿Por qué ahora especialmente?

_ ¡Oh! ¡No más que de costumbre! Por otra parte, tampoco veo que sea tan dura esta condición, si de ella depende la tranquilidad de mi vida.

– ¡No querida!

– Vendré a menudo. Antes te cansarás tú de mí que yo de estar contigo.

– ¿Por qué dices eso, Kira?

– Porque no cabe duda de que un día u otro te cansarás de mí.

– Tú no crees eso, Kira. Ella se apresuró a decir:

– Naturalmente que no… ya sabes que te quiero. Pero no debes tener la sensación… de que estás atado a mí… la sensación de que tu vida…

– Kira, ¿por qué no me dejas que te diga que mi vida…?

– Por eso mismo: porque no quiero que digas nada.

E inclinándose hacia él, le dio un beso que le hizo daño. Al otro lado de la ventana, en el Centro, alguien tocaba lentamente La Internacional con una sola mano, en un sonoro piano de concierto.

Los labios de Andrei buscaron con avidez el pecho, las manos, los hombros de Kira. Logró desprenderse de ella, sin embargo, con un esfuerzo, y con un esfuerzo le dijo alegremente, con fingida desenvoltura, como para escapar a su hechizo:

– Tengo una cosa para ti, Kira. Era para esta noche, pero… Y tomando una cajita de un cajón del escritorio, se la dio. Ella protestó débilmente:

– No debieras hacerlo, Andrei. Después de todo lo que ya has hecho por mí…

– No he hecho nada por ti. Eres demasiado altruista. He pensado siempre en tu familia. Para lograr que te hicieras este traje, he tenido casi que reñir contigo…

– Y las medias, y el encendedor… ¡Oh, Andrei, te lo agradezco tanto…!

– No tengas miedo: puedes abrir este paquete. Era un frasquito aplastado, lleno de auténtico perfume francés. Ella contuvo su aliento. Intentó protestar, pero no tuvo fuerzas para ello, al ver la sonrisa de él, y también se rió, feliz.

– ¡Oh, Andrei!

La mano de éste se movía ligeramente en el aire, sin tocarla, siguiendo el contorno de su cuello, de su pecho, con cuidado, con la misma atención que si estuviera modelando una estatua.

– ¿Qué haces, Andrei?

– Procuro recordarte.

– ¿Cómo?

– Quiero recordar tu cuerpo. Tal como estás en este momento. A veces, cuando estoy solo, intento dibujarte así, en el aire, para hacerme la ilusión de que estás verdaderamente junto a mí. Quisiera llevarte conmigo, en el movimiento de mis manos, conmigo para siempre.

Ella se le acercó aún más. Sus ojos le miraban con mayor seguridad, su sonrisa era dulce, leve.

Le tendió el frasquito diciendo:

– Ábrelo. Quiero que seas tú quien me dé la primera gota.

Le atrajo hacia ella, sobre la cama, mientras él preguntaba:

– ¿Dónde quieres que te lo ponga?

Y las puntas de sus dedos, humedecidos por la maravillosa fragancia que venía de otro mundo, tocaban tímidamente sus cabellos.

Ella dijo, retadora:

– ¿Y luego?

Las puntas de sus dedos acariciaron levemente sus labios.

– ¿Y luego?

Su mano recorrió su cuello, deteniéndose un instante sobre el adorno de charol.

Kira fijó sus ojos en los de él y, desabrochándose el vestido, siguió preguntando:

– ¿Y luego?

El murmuraba, mientras la besaba en el pecho:

– ¡Kira, Kira! ¡Te deseaba tanto esta noche! Ella se echó hacia atrás, mirándole implacable, sin que asomase a su rostro el más leve signo de compasión: -Ya me tienes aquí.

– Pero…

– ¿Por qué no?

– Si tú no…

– Sí; por esto he venido.

Y como él intentara levantarse, sus brazos le retuvieron a su lado…

Junto a la puerta se detuvo de pronto, abrochándose el abrigo sobre el arrugado traje encarnado, y murmuró, en un tono de súplica y de misterio lleno de infinita ternura:

– No me echarás mucho de menos hasta la próxima vez, ¿no es verdad? ¿Te he hecho feliz, Andrei?

Subió corriendo la escalera de su casa, aquella casa que había sido la del almirante Kovalensky. Abrió la puerta con impaciencia, mientras miraba la hora en su reloj de pulsera. En la habitación que había sido salón, Marisha Lavrova estaba recitando de memoria, mientras, inclinada sobre su "Primus", iba removiendo con una mano una marmita de sopa y en la otra sostenía un libro:

– "Las relaciones entre las distintas clases sociales deben estudiarse desde el punto de vista de la distribución de los medios económicos de producción en todos los momentos de la historia…"

Kira se paró delante de ella:

– ¿Cómo va la teoría marxista, Marisha? -la interrumpió en alta voz mientras se quitaba el sombrero y sacudía sus cabellos

– . ¿Tienes un cigarrillo? Los he terminado ahora mismo, mientras venía a casa.

Marisha señaló con un gesto la cómoda:

– En el cajón -contestó-. ¿Quieres encender uno para mí? ¿Cómo te va la vida?

– Bien. Hace un tiempo espléndido. Un verdadero verano. ¿Tienes quehacer?

– ¡No poco! Mañana tengo que dar una conferencia en el Centro sobre el materialismo histórico. Kira encendió dos cigarrillos y puso uno en la boca de Marisha.

– Gracias -le dijo ésta, sin dejar de remover su sopa-. Materialismo histórico y fideos. Esto es para un invitado -y sonrió maliciosamente-. Creo que le conoces. Se llama Víctor Dunaev.

– ¡Que tengáis mucha suerte, tú y Víctor!

– Gracias. ¿Y tú? ¿Has tenido noticias de tu amigo?

– Sí; una carta y un telegrama -replicó Kira de mala gana.

– ¿Cómo está? ¿Cuándo regresa?

Por un momento, Marisha creyó ver que el rostro de Kira se endurecía, con una reverente expresión de calma; creyó volver a ver el rostro austero, enérgico, de la Kira de ocho meses antes. Kira contestó.

– Esta noche.

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