Alargó la mano, vaciló, y luego, con la punta de los dedos, tocó una media, acariciándola tímidamente como si fuese la piel de un animal de valor inestimable.
– De contrabando -susurró Vava-; una señora cliente de papá… su marido se dedica a los negocios. Lo han traído de Riga… y el brazalete… es la última moda en el extranjero. ¡Imagínate! ¡Joyas falsas! ¿No es algo maravilloso?
Kira tenía reverentemente el brazalete en la palma de la mano, sin osar ponérselo.
Vava preguntó de pronta, tímidamente, sin sonreír:
– Dime, Kira, ¿qué es de Víctor? -Está bien.
– Yo… hace muchísimo tiempo que no le he visto.
Sí, ya lo sé. ¡Está tan ocupado! He renunciado a nuestras citas. ¡Oh, es tan activo…! Estoy contenta con estas medias. Me las pondré cuando… cuando él venga. Esta mañana he tenido que tirar el último par que me quedaba.
– ¿Las has tirado?
– ¡Claro! Me parece que todavía están en la basura. Están viejísimas. Hay una con no sé cuántas carreras.
– Vava… ¿podrías dármelas? -¡Cómo! ¿Las rotas? ¡Pero si ya no se pueden llevar! -Es… para una broma.
Kira volvió a su casa estrujando en su bolsillo un apretado ovillo. Llevaba la mano en el bolsillo sin atreverse a sacarla. Leo, al regresar, por la noche, abrió la puerta con una mano y con la otra tiró la cartera en medio de la habitación. La cartera se abrió, y los libros se esparcieron por todo el pavimento. Luego entró él.
No se quitó el gabán, sino que se fue directamente hacia la bourgeoise y alargó sus manos, frotándoselas vigorosamente, con rabia. Luego se quitó el gabán y lo arrojó encima de una silla, al otro lado de la habitación: el gabán no llegó a la silla y cayó al suelo hecho un montón.
Leo no lo recogió. Preguntó: -¿Tienes algo que comer?
Kira se quedó silenciosa ante él, inmóvil en el esplendor de su traje nuevo y de sus medias de seda cuidadosamente remendadas. Sólo dijo, suavemente: -Sí; siéntate.
Leo se sentó. La había mirado varias veces, sin darse cuenta de nada. Naturalmente, el traje era el mismo de color azul turquí; pero Kira se había esmerado mucho en adornarlo con franjas y botones de hule negro, que parecían de charol. Cuando sirvió el mijo y Leo hundió su cuchara en las gachas amarillas y humeantes, Kira se paró junto a la mesa y, levantándose un poco la falda, expuso sus piernas a la luz, observando contenta la brillante seda. Tímidamente dijo: -Mira, Leo.
El miró, y preguntó secamente: -¿Dónde las has encontrado? -Yo… me las ha dado Vava. Estaban… rotas. -Yo no llevaría lo que los otros tiran.
No dijo ni una palabra del traje nuevo. Ella, por su parte, tampoco se lo hizo observar. Comieron en silencio.
Marisha abortó.
Se oían sus gemidos al otro lado de la puerta. Se arrastraba pesadamente por la habitación, insultando a gritos a la comadrona que no conocía su oficio.
– Ciudadana Lavrova, ¿quiere hacerme el favor de fregar el cuarto de baño?
– Déjeme en paz; no me encuentro bien. Si es usted tan condenadamente burguesa que quiere el cuarto de baño limpio, limpíeselo usted misma.
Marisha dio un portazo, pero al rato volvió a abrir la puerta con cautela.
– Ciudadana Argounova, no le dirá usted nada a su primo de esto que me pasa, ¿verdad? El no está enterado de mi… fracaso. El es… un caballero.
Leo volvió a casa al amanecer. Había trabajado toda la noche en un puente en construcción, en el fondo de un río casi helado. Kira le estaba aguardando. Había conservado la bourgeoise encendida.
Entró con el gabán manchado de aceite y barro, con aceite y sudor en el rostro, y aceite y sangre en las manos. Vacilaba un poco y se paró un momento en el umbral. Sobre la frente llevaba un mechón de pelo pegado por el sudor. Entró en el cuarto de baño, y volvió a salir preguntando: -¿Tengo ropa limpia, Kira?
Estaba desnudo. Sus manos estaban hinchadas, su cabeza se inclinaba sobre su hombro, sus párpados eran azulados. Su cuerpo era blanco como el mármol, y tan firme y erguido que parecía el de un dios. Kira pensó que hubiera podido subir, al amanecer, a una montaña; a sus pies hubiera crujido la hierba fresca y el rocío habría cubierto sus músculos en señal de homenaje.
La bourgeoise humeaba. Una acre niebla se extendía bajo la lámpara eléctrica: debajo de los pies, la alfombra gris olía a petróleo; de la juntura de los tubos de la estufa caían sobre la alfombra, con un ruido apagado, gotas de hollín.
Kira estaba frente a Leo. No podía hablar. Le tomó una mano y se la llevó a los labios. El vaciló un poco, echó la cabeza atrás y tosió…
Leo tardaba. Le había retenido una clase en la Universidad. Kira le estaba aguardando, y el "Primus" silbaba débilmente, manteniendo caliente la comida.
Sonó el teléfono. Kira oyó una voz infantil, temblorosa, asustada, en la que las lágrimas se mezclaban a las palabras.
– ¿Eres tú, Kira? Aquí Asha. Kira, por favor, ven en seguida tengo miedo. Es algo grave. Creo que mamá… No, en casa no hay nadie; sólo está papá… y no quiere llamar… no quiere hablar… y yo tengo miedo… No hay nada que comer en casa… Por favor, Kira, tengo tanto miedo… Ven, por favor… Por favor, Kira… Con todo el dinero que le quedaba, Kira compró una botella de leche y dos libras de pan en una tienda particular, mientras corría a casa de su tía. Asha le abrió la puerta. Se cogió al vestido de Kira sollozando desesperadamente, de una manera convulsa, sacudiendo nerviosamente los hombros, apretando su cara contra el borde de la falda de su prima.
– ¿Qué sucede, Asha? ¿Dónde está Irina? ¿Y Víctor? -Víctor no está en casa. Irina salió a llamar al médico. Yo he pedido auxilio a un vecino y me ha mandado al infierno. Tengo miedo…
Vasili Ivanovitch estaba sentado al lado de la cama de su mujer. Sus manos pendían inertes entre sus rodillas, y todo su cuerpo permanecía inmóvil. Los cabellos de María Petrovna estaban sueltos sobre la almohada. Su respiración era sibilante, y el cobertor subía y bajaba de una manera desigual. Sobre él se veía una gran mancha oscura.
Kira se detuvo aterrada, con la botella de leche en una mano y el pan en la otra. Vasili Ivanovitch levantó lentamente la cabeza para mirarla.
– Kira -dijo en tono indiferente-. Leche… ¿Tienes inconveniente en calentarla? Puede reanimarla un poco…
Kira encendió el "Primus". Calentó la leche; acercó una taza a los labios temblorosos y azulados de la enferma. María Petrovna se tragó dos sorbos, pero luego rehusó la taza.
– Hemorragia -dijo Vasili Ivanovitch-. Irina fue a por el doctor. No tiene teléfono. Ningún otro médico quiere venir. No tengo dinero. El hospital no envía a nadie porque no pertenecemos al Sindicato…
Sobre la mesita ardía una vela. A través de un amarillento resplandor, que mejor merecía el nombre de niebla, se abrían como negras heridas tres altos ventanales sin cortinas. Un vaso blanco, vuelto del revés, estaba sobre la mesita dejando caer sobre un negro charco sus últimas gotas. En el techo, sobre la vela, temblequeaba un pálido círculo de luz, y una luz pálida se reflejaba temblorosa sobre las temblorosas manos de María Petrovna. La enferma gimió débilmente:
– Estoy bien… Estoy bien… Lo sé, que estoy bien… Vasili quiere asustarme. Nadie puede decir que no estoy bien… Quiero vivir… Viviré… ¿Quién dice que no?
– Claro está que vivirás, tía Marussia; estás muy bien. Pero te conviene estar quieta. Cálmate.
– Kira, ¿dónde está mi lima de las uñas…? Búscamela. Irina ha vuelto a perderla. Siempre le estoy diciendo que no la toque. ¿Dónde está mi lima?
Kira abrió un cajón para buscarla. La detuvo un extraño ruido. Parecía el rodar de guijarros sobre un terreno duro, el borboteo del agua en un tubo obturado, el alarido de un animal herido. María Petrovna tosía. Una línea oscura surcaba su blanca barbilla.
– Hielo, Kira-gritó Vasili Ivanovitch-, ¿tenemos hielo? Kira corrió por el oscuro pasillo hasta la cocina. Una gruesa capa de hielo cubría el antepecho de la ventana. Rompió un poco con la hoja aguda y mohosa de un viejo cuchillo, y al hacerlo se hirió en una mano. Volvió, estrechando entre sus dedos el hielo que goteaba.