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Los camareros se deslizaban silenciosamente por entre la gente exageradamente corteses y serviciales, y en sus mejillas flacas y rugosas se adivinaba una expresión de respeto, de sarcasmo y de compasión a la vez por aquellos infelices que hacían tan grandes esfuerzos para parecer alegres.

Morozov estaba pensando que antes de la mañana tenía que encontrar el dinero para pagar a Syerov. Había ido solo al Café de Europa. Se sentó en tres mesas distintas, fumó cuatro habanos diferentes y destiló confidenciales murmullos en cinco orejas, pertenecientes a otros tantos individuos corpulentos que no parecían llevar ninguna prisa. A las dos horas tenía en su poder el dinero. Se secó la frente, se sentó por fin, aliviado, en una mesa en un rincón y pidió un coñac.

Stepan Timoshenko se inclinaba tanto sobre su plato que más que estar sentado parecía estar tendido sobre la mesa. Apoyaba el codo sobre la mesa, y la cabeza en la palma de la mano, con los dedos sobre la nuca; en la otra mano sostenía una copa. Cuando ésta quedó vacía, la levantó con aire de duda, como si se preguntase cómo podría componérselas para llenarla de nuevo con una sola mano: por fin resolvió el problema arrojando la copa al suelo con gran estrépito y acercando sus labios al gollete de la botella mientras echaba la cabeza hacia atrás. El gerente le miró furtivamente con aire inquieto y nervioso: se fijó en la chaqueta, con su apolillado cuello de piel de conejo, en la vieja gorra de marinero que le caía de través sobre la oreja, y en sus botas llenas de barro, que estaban pisando la cola del traje de seda de una señora sentada a la mesa vecina. Pero el gerente tenía que andar con cuidado. Stepan Timoshenko había estado otras veces en el establecimiento, y el gerente sabía que era miembro del Partido. Un camarero se deslizó disimuladamente hasta su mesa y recogió los pedazos de cristal. Otro le llevó una segunda copa, limpia y reluciente, y le preguntó cortésmente mientras la dejaba sobre la mesa:

– ¿Puedo servirle en algo, ciudadano?

– ¡Vete al infierno! -dijo Timoshenko; y empujó lejos de sí la copa que vaciló un instante al borde de la mesa y cayó luego ruidosamente-. Quiero hacer lo que me dé la gana -siguió gritando el marinero-; quiero cogerme a la botella si me parece; ¡quiero cogerme a dos botellas! -Pero, ciudadano…

– ¿Quieres verlo? -preguntó Timoshenko con mirada amenazadora.

– No, ciudadano; verdaderamente no hay necesidad. -¡Vete al infierno! -dijo en tono bajo y persuasivo el marinero-. No me gusta tu pinta, ni me gusta la pinta de ninguno de los que hay aquí. -Se levanfó tambaleándose y gritó:- No; no me gusta ninguna de todas esas pintas malditas. Pasó vacilante entre dos mesas. El gerente le dijo amablemente: -Si no se siente usted bien, ciudadano…

– ¡Fuera de aquí! -tronó Timoshenko pisando el escarpín de una señora. Estaba ya junto a la puerta cuando se detuvo de pronto y su cara se alegró con una amplia sonrisa-. ¡ Ah! -exclamó-, allí está un amigo. Un amigo querido.

Se acercó tambaleándose a Morozov, cogió una silla, y haciéndola girar peligrosamente por encima de la cabeza de un señor sentado a la mesa de al lado, la puso ante Morozov y se sentó.

– Perdone usted, ciudadano -murmuró Morozov levantándose. -Siéntate, camarada -dijo Timoshenko, y su enorme manaza bronceada cayó como un martillo sobre el hombro de Morozov, haciéndole caer de nuevo sobre su silla con un ruido sordo-; no te vas a escapar de un amigo, camarada Morozov. Porque tú y yo somos amigos, bien lo sabes, viejos amigos. ¡Psch!, quizás no te acuerdas de mí… Me llamo Stepan Timoshenko. Stepan Timoshenko… de la Flota Roja del Báltico… -añadió después de un instante de reflexión.

– ¡Oh, no! -dijo Morozov-. ¡Muy bien!

– Sí un viejo amigo y adorador tuyo. ¿Y sabes qué pasa?

– No.

– Bueno; de momento bebamos juntos como buenos amigos. ¡Tenemos que beber! ¡Camarero! -y su grito fue tan estentóreo que uno de los violinistas perdió una nota de John Gray. -Tráenos dos botellas -ordenó Timoshenko cuando el camarero se inclinó con cierta vacilación ante él-. No; mejor será que nos traigas tres.

– ¿Tres botellas de qué, ciudadano? -preguntó tímidamente el camarero.

– De cualquier cosa. No; ¡aguarda! ¿Qué es lo más caro que tenéis? ¿Qué es lo que los capitalistas más gordos tragan más a gusto?

– Champaña, ciudadano.

– ¡Anda, trae champaña, y no te entretengas! Tres botellas y dos copas.

Cuando el camarero trajo el champaña, Timoshenko llenó las copas y puso una delante de Morozov.

– Aquí está -dijo con una amistosa sonrisa-; bebamos, amigo.

– Sí, camarada -dijo el otro, asustado-. Gracias, camarada.

– A tu salud, camarada Morozov -dijo Timoshenko levantando su copa con solemnidad-. ¡A la salud del camarada Morozov, ciudadano de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas! Chocaron sus copas.

Morozov miró furtivamente a su alrededor, pero no vio a nadie que pudiera prestarle auxilio. Bebió, pero la copa temblaba contra sus labios. Luego sonriendo a Timoshenko, se levantó y dijo: -Has sido muy amable, camarada, y te lo agradezco mucho, camarada. Pero ahora, si no tienes inconveniente, debo marcharme.

– Siéntate y no te muevas -mandó Timoshenko. Llenó nuevamente la copa y se levantó, recostándola en la silla y sonriendo; pero su sonrisa había dejado de ser amistosa y sus ojos oscuros miraban a Morozov de hito en hito y con irónica expresión.

– ¡Al gran ciudadano Morozov, el hombre que derrotó a la revolución! -dijo.

Y riendo estrepitosamente vació de un trago su copa.

– Camarada -logró decir Morozov despegando con gran esfuerzo los labios-, ¿qué quieres decir?

Timoshenko rió más fuerte aún y se inclinó a través de la mesa hacia Morozov, con los brazos cruzados y la gorra sobre la nuca, como si estuviera pegada a sus negros rizos. De pronto, la risa cesó, como cortada por el hacha del verdugo, y Timoshenko, dijo, con un acento dulce y persuasivo y sonriendo de una manera que hizo estremecer a Morozov:

– No tengas miedo, camarada Morozov. No debes tenerme míedo. No soy más que una ruina miserable y pisoteada, pisoteada por ti, camarada Morozov, y mi único deseo es decirte humildemente que merezco que me pisotees, y que no me quejo de ello. ¡Qué diablo! La verdad es que siento una profunda admiración por ti, camarada Morozov. Has tomado la mayor revolución que el mundo ha visto jamás, y has sabido hacerte con ella unos remiedos para los fondillos de tu pantalón.

– Camarada -repuso Morozov con labios lívidos, pero sin que le temblase la voz-. No sé de qué estás hablando.

– ¡Oh, sí! -dijo Timoshenko burlonamente-, ya lo creo que lo sabes. Lo sabes mejor que yo; mejor que tantos millones de jóvenes de todo el mundo que nos están contemplando con ojos de adoración y con la boca abierta. Debes decírselo, camarada Morozov. Tienes muchas cosas que decirles.

– Honradamente, camarada, yo…

– Por ejemplo, tú sabes cómo has logrado medrar. Yo no. Lo único que sé es que has medrado. Nosotros hicimos la revolución. Llevábamos unas banderas muy rojas. En las banderas ponía que hicimos la revolución por el proletariado mundial. Con nosotros había muchos estúpidos que en el fondo de sus corazones doloridos estaban convencidos de que obrábamos por el bien de los desgraciados que sufren en este mundo. Pero tú y yo, camarada Morozov, sabemos un secreto. Lo sabemos, pero no lo queremos revelar. ¿Para qué? El mundo no debe oírnos. Tú y yo sabemos que la revolución se hizo para ti, camarada Morozov, y delante de ti tenemos que descubrirnos.

– Camarada, seas quien fueres, camarada -gimió Morozov-, ¿qué quieres de mí?

– Únicamente decirte que ya es tuya.

– ¿Qué?

– Le revolución -repuso alegremente Timoshenko-, ¡nada más que eso! ¿Tú sabes lo que es la revolución? Ya te lo diré. Cogimos a nuestros oficiales y les arrancamos las charreteras. Luego pusimos otras nuevas, rojas, sobre sus hombros. Pero no sobre el uniforme, no sobre la piel. Abrimos barrigas y sacamos tripas a puñaladas, y los dedos de aquellos hombres se movían todavía, abriéndose y cerrándose como los de una criatura. Les arrojamos todavía vivos a las calderas, de cabeza. ¿Has sentido jamás el olor de la carne humana que arde…? Había uno…; no debía de tener más de veinte años. Se persignó, como su madre debía de haberle enseñado. Echaba sangre por la boca. Me miró… sus ojos no tenían miedo; sólo parecían asombrados de contemplar algo que su madre no le había enseñado. Me miró. Fue la última cosa que hizo: mirarme…

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