Литмир - Электронная Библиотека

Por las mejillas de Timoshenko resbalaban gruesas gotas. Llenó una copa que se llevó maquinalmente a los labios con mano temblorosa y bebió sin darse cuenta de lo que hacía, sin apartar la mirada de Morozov.

– He aquí lo que hicimos en 1917. Y ahora te diré para qué lo hicimos. Para que el camarada Morozov pueda levantarse tarde, y rascarse la barriga porque el colchón no estaba bastante blando y le ha lastimado el ombligo. Lo hicimos para que el camarada Morozov pueda pasearse en un gran auto de asientos bien cómodos con un jarrito de flores…, a ser posible de muérdago. Para que el camarada Morozov pueda beber coñac en establecimientos elegantes como éste y eructar mientras el camarero le dice: "Sí, señor, servidor de usted, señor"; para que el camarada Morozov, los días de fiesta, pueda hacerse ver en un estrado cubierto de paño rojo y echar discursos al proletariado. He aquí la razón de nuestros actos, camarada Morozov, y he aquí por qué nos inclinamos ante ti. No me mires de ese modo. No soy más que tu humilde servidor. He hecho cuanto he podido por ti y creo que deberías corresponder con una sonrisa, por lo menos. Realmente, deberías darme las gracias.

– Camarada -dijo Morozov-, déjame marchar.

– ¡Quieto ahí! -gritó Timoshenko-; llena tu copa y bebe. ¡Bebe, te digo! Bebe y óyeme.

Morozov no tuvo más remedio que obedecer y se oyó el tintineo de su copa al chocar con la botella.

– ¿Ves tú? -siguió diciendo el otro como si cada una de las palabras que pronunciaba le hiciera sangrar la garganta-, no me importa haberme batido; no me importa haber cometido los peores delitos para dejarme escapar luego de las manos los resultados; nada de eso me importa si hubiéramos sido derrotados por un gran guerrero con el casco de acero, un dragón humano que echase fuego por la boca; pero es que hemos sido derrotados por un piojo, por un piojo rubio, grande, gordo, asqueroso. ¿Has visto un piojo alguna vez? Los rubios son los más gordos… La culpa es nuestra. En otro tiempo, los hombres obedecían a los rayos enviados por un dios; luego fueron mandados por una espada; ahora les manda un "Primus". En otro tiempo les dominaba la fe, luego les dominó el miedo, ahora les domina el hambre. Los hombres han llevado cadenas en el cuello, en las muñecas, en los tobillos. Pero ahora están encadenados por la barriga. Lo que sucede es que por la barriga no se coge a los héroes. La culpa es nuestra.

– Pero, camarada, por el amor de Dios, ¿a qué viene todo esto?

– Queríamos construir un templo, ¡y si por lo menos hubiéramos logrado terminar una capilla! Pero no; ni siquiera hemos construido un garaje: hemos debido quedarnos con una cocina mugrienta, con unos fogones de segunda mano. Pusimos un caldero al fuego y lo llenamos de sangre y acero, bien mezclados y meneados. ¿Y qué hemos sacado de esta nueva mezcla? ¿Una nueva humanidad? ¿Unos hombres de granito? No. Sólo unos inmundos insectos que se arrastran por el suelo; unos seres sin nervio, ni forma, ni nada, que ni siquiera saben inclinarse humildemente para que les den latigazos. No; toman el látigo y se los dan ellos mismos. ¿Has estado alguna vez en alguna reunión de uno de nuestros círculos de actividades sociales? Deberías ir. Te interesaría. Aprenderías muchas cosas sobre el espíritu humano.

– Camarada -imploró Morozov-, ¿qué es lo que quieres? ¿Quieres dinero? Te lo daré. Pero…

Timoshenko se rió tan estrepitosamente que mucha gente se volvió a mirarle.

Morozov hubiera querido hacerse invisible.

– ¡Piojo! ¡Piojo estúpido, ciego y bobalicón! ¿Con quién te figuras que estás hablando? ¿Con el camarada Víctor Dunaev? ¿Con el camarada Pavel Syerov? ¿Con el camarada…?

– Camarada -gritó a su vez Morozov, de modo que ahora las cabezas se volvieron hacia él, pero sin que él se preocupase ya de ello-, no… no tienes derecho a hablar de ese modo. ¡Yo no tengo nada que ver con el camarada Syerov! Yo…

– Oye -observó Timoshenko-, ¿quién te ha dicho eso? ¿Qué te pasa, que estás tan excitado?

– Creía que… tú…

– No dije que tuvieras nada que ver con él; sólo dije que deberíais conoceros. Tú, él, Víctor Dunaev, y un millón más de miembros del Partido, con el carnet en regla y todos los timbres y membretes necesarios. Los vencedores, en una palabra; los que se arrastran. ¡Ah, amigo! Esta es la gran consigna del porvenir: arrastrarse. Oye. ¿Sabes cuántos millones de ojos nos están observando desde el otro lado de las fronteras, desde la otra orilla del Océano? Están algo lejos y no pueden vernos bien. Sólo ven una sombra que se mueve, y les parece ver un enorme animal. Están demasiado lejos para darse cuenta de que esta mole inmensa es blanda, fofa, sin fuerza. No pueden darse cuenta de que no es más que un enorme montón de escarabajos: un sinfín de escarabajos minúsculos, negros y brillantes, que se amontonan formando una muralla. Minúsculos escarabajos que corren de un lado para otro, dándose empellones y rizándose los bigotes. Pero el mundo está demasiado lejos para ver los bigotes. He aquí el error del mundo, camarada Morozov: no ve los bigotes.

– Camarada, camarada: ¿qué quieres decir con eso? -Sólo ven una nube negra y oyen los truenos. Les han dicho que detrás de la nube hay ríos de sangre; hombres que mueren, hombres que matan, hombres que luchan. ¿Y qué? Los que nos observan no temen a la sangre. La sangre es honrosa. Pero ¿y si supieran que no es en sangre que estamos sumergidos, sino en pus? ¿Quieres un consejo de amigo? Si quieres ser el dueño de esta tierra, di al mundo que tu distracción favorita es cortar cabezas y que matas los hombres a centenares. Haz que el mundo te crea un enorme monstruo que inspira temor, respeto, odio, pero a quien haya que combatir honrosamente. Pero no dejes que se sepa que tu ejército no es un ejército de héroes, ni siquiera una pandilla de bandidos; no dejes que se enteren de que es un ejército de chupatintas esmirriados y herniados, que han aprendido a tomar actitudes arrogantes. No dejes que se enteren de que lo que hay que hacer contigo no es combatirte, sino desinfectarte; que la guerra no se te debe hacer con cañones, sino con ácido fénico.

La servilleta de Morozov no era más que una bola húmeda, en su mano insegura. Una vez más se enjugó la frente y dijo, procurando dar a su voz un tono firme y persuasivo mientras intentaba levantarse poco a poco:

– Tienes toda la razón, camarada. Tus sentimientos son muy nobles y estoy totalmente de acuerdo contigo. Ahora, si me lo permites…

– Siéntate -gritó Timoshenko-, siéntate y brinda conmigo. Bebe o te mato como a un perro. Todavía me queda una pistola, ¿sabes?

– Llenó las copas, y un arroyuelo espumoso y dorado corrió por el mantel hasta el suelo-. ¡Bebe a la salud del hombre que tomó'una bandera roja y se limpió con ella! Morozov bebió. Luego sacó maquinalmente el pañuelo del bolsillo para secarse la frente y un arrugado pedazo de papel cayó al suelo. La extraordinaria rapidez con que Morozov se inclinó a cogerlo hizo que Timoshenko detuviera su mano.

– ¿Qué es eso, amigo? -preguntó.

El pie de Morozov empujó el papel bajo una mesa cercana, vacía, y Morozov intentó decir con indiferencia, mientras le brotaban las gotas de sudor por debajo de la nariz:

– ¿Eso? Oh, no es nada, camarada, nada absolutamente. ¡Un sencillo pedazo de papel usado!

– ¡Ah, no es más que eso! -dijo Timoshenko mirándole con unos ojos espantosamente serenos-; no es más que un pedazo de papel inútil… Bien; podemos dejarlo allí. Diremos al camarero que lo eche a la basura.

– Esto es- asintió precipitadamente Morozov-, a la basura. Será lo mejor, camarada, que el camarero lo eche a la basura. -Y esforzándose en sonreír, añadió:- ¿Quieres beber un poco más, camarada? La botella está vacía. Ahora me toca a mí invitarte. ¡Otra botella, camarero!

– Muy bien -dijo impasible Timoshenko-; beberé de muy buen grado.

El camarero les sirvió una nueva botella.

103
{"b":"125327","o":1}