Ella permanecía inmóvil, sin atreverse a acercársele, temiendo estropear uno de los pocos momentos en que él se le aparecía como lo que realmente era, como aquello para que había nacido. Fue él quien se le acercó; sus manos se cerraron sobre el cuello de Kira, y le echaron la cabeza hacia atrás para acercar sus labios a los de él. En sus movimientos había una ternura un poco despectiva, una orden, y un deseo, no era un amante, sino un dueño, y ella sentía la impresión de que en sus dedos llevaba un látigo. Los brazos de Kira se cerraron en torno a Leo, su boca bebió las gotas que relucían sobre su piel. Ahora Kira sabía la respuesta, la razón de todos sus días, de todo cuanto tenía que soportar y olvidar de aquellos días; la única razón que ella necesitaba.
Irina iba de vez en cuando a ver a Kira, las pocas noches en que podía escapar al trabajo del Círculo. Reía sonoramente y esparcía ceniza y colillas por toda la habitación mientras le refería las más recientes y más peligrosas anécdotas políticas, o dibujaba sobre el blanco mantel caricaturas de todos sus amigos, o empezaba de pronto a contarle los chistes más verdes que había oído a Víctor y que ella no comprendía, pero que la hacían mirar a Leo con un aire de impertinente inocencia. Pero cuando Leo tenía trabajo en su almacén, Kira e Irina permanecían sentadas junto al fuego y no siempre Irina se reía. A veces permanecía largo rato en silencio, y cuando levantaba la cabeza para mirar a Kira, sus ojos eran implorantes y extraviados. Entonces murmuraba, contemplando el fuego con obstinación:
– Tengo miedo, Kira… No sé por qué… a veces el terror se apodera de mí… ¡tengo mucho miedo! ¿Qué será de todos nosotros? Esto es lo que me asusta. No la pregunta en sí misma, sino el que sea una pregunta que no se puede hacer a nadie. Pruébalo y fíjate en la persona a quien se lo hayas preguntado; miras a los ojos y comprenderás que reflejan el mismo miedo que sientes y que de esto no hay que hablar y que, aunque lo hicieras, no podrían decirte más de lo que tú misma les dirías. Lo sabes tan bien como yo. Todos nos esforzamos enérgicamente en no pensar en nada, en no ver más allá de mañana, de la hora que sigue a ésta en que vivimos. ¿Sabes qué creo? Pues creo que lo hacen adrede. Ellos no quieren que pensemos. Por esto tenemos que estar trabajando como trabajamos. Y como después de haber trabajado todo el día todavía nos queda un poco de tiempo, hemos de ocuparnos de nuestras actividades sociales. ¿Ya sabes que la semana pasada me expulsaron del Círculo? Me preguntaron por los nuevos pozos de petróleo de Bakú, y no supe qué contestar. ¿Por qué tengo que saber nada de los nuevos pozos de petróleo de Bakú, si tengo que ganarme mi ración de mijo dibujando carteles horribles? ¿Por qué tengo que aprenderme de memoria los periódicos como si fueran poemas? Claro está que necesito el petróleo para encender el "Primus". Pero ¿acaso es necesario que para que me den petróleo para cocer el mijo tenga que saber el nombre de cada uno de los cochinos obreros de cada cochino pozo de petróleo de Rusia? ¿Dos horas diarias de leer noticias sobre las construcciones estatales para cocinar después quince minutos en el "Primus"? Y no hay nada a hacer. Si se intenta algo, es peor. Fíjate en Sasha, por ejemplo… ¡Oh, Kira! ¡Tengo un miedo…! Sasha… Sasha… en fin, contigo no hay necesidad de mentir. Ya sabes lo que hace. Pertenece a una sociedad secreta que cree poder derribar al Gobierno. Liberar al pueblo. Este es su deber para con el pueblo -dice Sasha-. Pero tú y yo sabemos que cada uno de los que constituyen este pueblo estaría encantado de denunciarles a la G. P. U. a cambio de una libra suplementaria de aceite de linaza.
Y además recibiría por ella el agradecimiento proletario. Celebran reuniones secretas, imprimen folletos y los distribuyen por las fábricas. Sasha dice que no podemos esperar la ayuda extranjera, que debemos ser nosotros mismos quienes luchemos por nuestra liberación…
¡Oh!, ¿qué puedo hacer, Kira? Quisiera frenarle, pero no tengo derecho a hacerlo. Y ya sé que le prenderán. ¿Te acuerdas de los estudiantes que entraron a Siberia el año pasado? Eran centenares, miles de ellos. No se ha sabido nada más. Sasha es huérfano, y no tiene en el mundo a nadie más que a mí. Intentaría persuadirle, pero no me escucharía, y además tendría razón, y yo le quiero. Le quiero. Un día u otro terminará en Siberia, y ¿para qué, Kira, para qué?
Sasha Chernov dio la vuelta a la esquina; se apresuraba a volver a casa. Era una noche oscura de octubre, y la manecita que agarró el cinturón de su gabán pareció haber surgido de pronto de la oscuridad. Luego distinguió un chal echado sobre una cabecita, un par de ojos que le miraban, enormes, fijos, aterrados.
– No vayas a tu casa, ciudadano Chernov -dijo la niña apoyando en sus piernas todo su cuerpecito tembloroso, para no dejarle andar.
Sasha reconoció a la hija de su vecina, sonrió y le acarició la cabeza, pero instintivamente, se refugió en la sombra de la pared.
– ¿Qué sucede, Katia?
– Dice mamá -la niña tragó saliva-, dice mamá que te advierta que no vayas a casa. Hay unos hombres raros… Han echado todos tus libros por el suelo.
– Da las gracias a tu madre de mi parte, niña -susurró Sasha. Se volvió rápidamente y desapareció al otro lado de la esquina. Apenas había tenido tiempo de darse cuenta de que frente a la puerta de su casa estaba parado un coche negro. Apretó el paso en otra dirección. Bajo una densa nevisca, corrió hasta otra casa. En el domicilio de su amigo no había luz; pero Sasha vio a la mujer del portero que hablaba en voz baja, animadamente con un vecino. Sasha se alejó antes de llegar a la puerta. Sopló sobre sus manos heladas y sin guantes. Se dirigió a otra casa. Por la ventana se veía luz, pero sobre el antepecho había un tiesto de forma especial, que era la señal convenida para indicar el peligro.
Tomó un tranvía. Era ya tarde, y el coche estaba casi vacío. La iluminación era demasiado brillante. A la primera parada subió un hombre en uniforme militar. Sasha bajó.
Se apoyó en una pilastra oscura y se enjugó el sudor de la frente, un sudor frío, más que la nieve que caía, y que, no obstante, le quemaba.
Caminaba apresuradamente por una calle oscura cuando vio a un hombre con un ajado sombrero que andaba lentamente por la otra acera. Sasha dio la vuelta a una esquina, anduvo un trecho, se volvió, anduvo otro poco y de nuevo volvió la cabeza. Miró aún, con cautela, detrás de sí, por encima del hombro. El hombre del sombrero ajado estaba parado ante el escaparate de una farmacia, tres casas más allá.
Sasha aceleró el paso. Una nieve grisácea flotaba contra las luces amarillas que iluminaban los canceles. La calle estaba desierta. No se oía otro ruido que el de sus pasos al pisar rumorosamente el barro, y a Sasha le pareció que estaba andando por entre fuegos de artificio. Pero a través del ruido de sus pasos, a través del rumor lejano de las ruedas, a través de las sordas palpitaciones de su corazón, oyó también el ligero roce de unos pies que caminaban detrás de él.
Se paró de golpe y miró hacia atrás. El hombre del sombrero ajado estaba inclinado, atándose un zapato. Sasha levantó los ojos. Estaba ante una casa que conocía bien. De un salto atravesó el umbral y se coló en el vestíbulo oscuro, donde aguardó inmóvil, conteniéndose el aliento. Vigiló el oscuro cuadro de cristal de la puerta. Vio pasar al hombre del sombrero ajado, oyó alejarse sus pasos, le oyó acortar la marcha, detenerse, alejarse, volverse atrás, vacilar. Los pasos resonaron ora más fuertes, ora más débiles, arriba y abajo, muy cerca de Sasha.
El joven subió silenciosamente la escalera y llamó sin hacer apenas ruido a una puerta. Irina abrió.
El se puso un dedo sobre los labios y preguntó:
– ¿Está Víctor?
– No -contestó ella con un murmullo.
– ¿Y su esposa? -Está durmiendo.