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– Cuando se entere -replicó Leo-, dígale que vaya a encontrarme. A "él" le daré una lección gratuita… si tantas ganas tiene de ello…

Leo volvió a casa más temprano que de costumbre. La llama azul de "Primus" silbaba en el crepúsculo que avanzaba. El delantal de Kira era una mancha blanca inclinada sobre el "Primus".

Leo echó sobre la mesa su gorra y su cartera. -Ya está -dijo-. Me han despedido. Kira se quedó inmóvil, con la cuchara en la mano. Preguntó: -¿Quieres decir… el Gossizdat?

– Sí. Reducción de personal. Se ha librado del elemento indeseable. Me han dicho que había adoptado actitudes burguesas, que no tengo mentalidad social.

– Bien… Está bien… Ya nos arreglaremos.

– Claro está que está bien. ¿Crees que me importa su condenado empleo? Una pequeña molestia de esta índole no me preocupa más que un cambio de tiempo.

– Claro. Ahora quítate el gabán y lávate las manos. Vamos a cenar.

– ¿Cenar? ¿Qué tienes? -Sopa de nabos…; a ti te gusta.

– ¿Cuándo he dicho que me gusta? No quiero. No tengo apetito. No quiero cenar. Me voy a la cama a estudiar. No me estorbes, por favor.

– Bien.

Una vez sola, Kira tomó una servilleta, levantó la tapadera de la cazuela y movió la sopa lentamente, deliberadamente, más de lo que era necesario. Luego tomó un plato. Mientras lo llevaba a la mesa vio que el plato temblaba. Se paró y murmuró en la oscuridad, hablando por primera vez en su vida consigo misma, como si hablase a una persona que hubiera encontrado: -No, Kira, no hagas esto. No… no…

Se quedó sosteniendo el plato, sin dejarlo encima de la mesa, y concentrando toda su voluntad en la mirada, como si del plato dependiese algo trascendental miró hacia él. El plato no se movió más.

Leo llevaba una hora haciendo cola. Encendió un cigarrillo. Llevaba dos horas en la cola cuando empezó a sentirse calambres en las piernas.

A las tres horas, sintió que los calambres habían llegado hasta el pecho y tuvo que apoyarse en la pared. Cuando le llegó el turno, el director miró a Leo y dijo: -No sé cómo podré utilizar su trabajo, ciudadano. Naturalmente, nuestra publicación es estrictamente artística, pero… debo recordarle que se trata de arte proletario. Un punto de vista estrictamente de clase. Usted no pertenece al Partido y su situación social no es la más adecuada; supongo que convendrá usted en ello. En mi lista tengo a diez redactores expertos y miembros del Partido…

Kira decidió que no era necesario freír el pescado con manteca. Podía usar aceite de semilla de girasol. Empleando aceite de buena calidad, no tendría mal sabor y le saldría más barato. Contó cuidadosamente el dinero sobre el mostrador de la Cooperativa y volvió a casa vigilando aquel espeso líquido amarillo en su untada botella.

El secretario dijo a Leo:

– Siento que haya tenido que aguardar tanto, ciudadano. Pero el camarada director es un hombre muy ocupado. Puede usted pasar.

El camarada director estaba repantigado en su sillón y tenía en la mano una plegadera de bronce, con la que golpeaba el borde de un candelabro de sobremesa en el que campeaba el retrato de Lunacharsky, comisario del Pueblo para la Educación y las Bellas Artes. La voz del director resonó crudamente, con un ruido como de hojas cortadas de un golpe.

– No, no hay trabajo. Ningún empleo a la vista. Hay cientos de proletarios que mueren de hambre, y vosotros, los burgueses, pidiendo empleos. Yo soy un proletario: vengo directamente del banco del taller. En otros tiempos estuve sin trabajo y sus hermanos burgueses no tuvieron compasión de mí. Le hará bien aprender qué efecto produce…

– Se equivoca usted, ciudadano. Las horas de recibo son de nueve a once, sólo los jueves… ¿Una hora y media? ¿Y cómo podría saber yo por qué estaba usted sentado aquí? Nadie le dijo que se sentara…

Cuando volvió a casa, Leo estaba silencioso.

Kira le sirvió la cena. Leo se sentó a la mesa y comió. Ella había preparado la cena con todo cuidado. El no dijo una palabra. No miró a los grandes ojos grises que le contemplaban desde el otro lado de la mesa, serenos y juveniles sobre unos labios que sonreían. No profirió una queja ni dijo una palabra de consuelo.

De vez en cuando, se pasaba un rato contemplando el vaso de cristal sobre su pie de malaquita. Era el único vaso que no se había roto, y Leo lo miraba con ojos sin expresión, sin moverse, sin parpadear, mientras sólo se movía, oscilando, el humo de su cigarrillo. Luego sonreía; el cigarrillo caía al suelo formando un negro círculo sobre el pavimento, pero Leo no se daba cuenta, ni Kira tampoco porque sus ojos grandes y asustados permanecían fijos en la sonrisa helada y sardónica de Leo.

– ¿Tiene usted práctica en este trabajo, ciudadano?

– No.

– ¿Miembro del Partido?

– No.

– Lo siento. Nada que hacer. Que pase otro.

Era un lunes, y el empleo le había sido prometido para el lunes. Leo estaba ante el pequeño y arrugado director de la oficina y sabía que tenía que sonreír de gratitud. Pero Leo no sonreía nunca cuando sabía que debía sonreír. Además, tal vez fuera inútil. El director le acogió con aire de excusa y le dijo evitando su mirada:

– Lo siento, ciudadano. Sí; le había prometido el empleo, pero, ¿sabe usted?, ha llegado de Moscú la prima del jefe, que está sin trabajo, y… circunstancias imprevistas; ciudadano. Ya se sabe, el hombre propone y Dios dispone. Vuelva otra vez, ciudadano.

Kira iba al Instituto con menos frecuencia.

Pero cuando estaba sentada en la espaciosa aula oyendo conferencias sobre el hierro, los remaches o los kilowatios, enderezaba sus hombros como si un esfuerzo hubiese tirado del hilo de sus nervios. Miraba al hombre que estaba sentado a su lado y a veces se preguntaba maravillada si aquellas palabras sobre vigas y barreras de hierro no se referían a los huesos y los músculos de un hombre, un hombre para quien habría sido creado el hierro o que quizás habría sido creado para el hierro y el cemento y las altas temperaturas: por esto hacía tanto tiempo que había olvidado dónde empezaba la vida de Andrei Taganov y dónde terminaba la de las máquinas.

Y cuando él la interrogaba solícito, le contestaba: -Andrei, mis ojeras no están más que en su imaginación. Y usted no acostumbra pensar en mis ojos.

Cuando Leo se sentó a la mesa, la sonrisa de Kira fue algo forzada.

– ¿Sabes? Esta noche no tenemos cena -explicó con dulzura- o por lo menos lo que se dice una verdadera cena. No hay más que este pan. En la cooperativa habían terminado el mijo antes de que me tocara el turno, pero me han dado el pan. Esta es tu porción. Y además he frito cebollas en aceite de semilla de girasol. Con pan están buenísimas. -¿Dónde está tu parte?

– Yo… Me la comí antes de que llegases.

– ¿Cuánto te han dado esta semana?

– Verás, figúrate que me han dado una libra entera, en lugar de media, como de costumbre. No está mal, ¿eh?

– No. Pero no tengo apetito. Me voy a la cama.

El hombrecillo de al lado reía con una risa desagradable, servil, una especie de silbido que no llegaba a la garganta, como si repitiese sin alegría "ji… ji".

– Veo que se ha fijado usted en mi pañuelo rojo, ciudadano. Ji… ji… -murmuró confidencialmente a Leo-. Voy a confiarle un secreto. En realidad, no es ningún pañuelo. ¿Ve usted? Sólo un pedazo de trapo rojo. Pero cuando entro, de momento se figuran que es un distintivo del Partido o algo así… Ji… ji… Luego se dan cuenta de que no hay tal cosa, pero el efecto psicológico… ji… ji… y si hay esperanza de obtener una plaza… Vaya usted. Le ha llegado la vez… ¡Señor Dios mío! ¡Ya es de noche! ¡cómo vuela el tiempo haciendo cola! Ji… ji…n la cooperativa de la Universidad, el estudiante que estaba delante de Leo dijo a uno de sus compañeros que llevaba como él el distintivo del Partido.

– Es curioso, ¿no?, ver cómo algunos ciudadanos descuidan las clases. Pero ya puedes tener la seguridad de que no faltarán a la cola del suministro.

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