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En uno de los cines se leía además: "El camarada Lenin dijo: De todas las artes, la más importante para Rusia es la cinematografía."

Los vestíbulos estaban inundados por verdaderos ríos de luz deslumbradora. Pero los empleados observaban bostezando a los transeúntes que pasaban por delante de los cines sin detenerse ni siquiera a mirar las fotografías expuestas.

– Supongo que no querrás ver eso -dijo Andrei.

– No.

En el cuarto cine, el menor, proyectaban una película extranjera. Era una cinta antigua, desconocida, sin nombre de autor; tres fotografías pegadas a los cristales del establecimiento mostraban una señora exageradamente maquillada, vestida a la moda de diez años antes.

– Podemos quedarnos aquí -dijo Kira. La taquilla estaba cerrada.

– Lo siento, ciudadanos -les dijo un empleado-. Todo está vendido para esta sesión y para la próxima. La sala está llena.

– Bien -dijo con resignación Kira-, vamos a ver los guerreros rojos.

La sala del gran cine "Parisiana", con su blanca columnata, estaba vacía. La proyección había empezado ya, y en principio no se permitía la entrada a nadie durante ella, pero el acomodador se inclinó profundamente y les dejó pasar.

La sala estaba oscura y fría, y bajo el rumor de la orquesta parecía adivinarse que reinaba en ella un absoluto silencio, aquella especie de silencio lleno de ecos de las salas enormes y desiertas. Pocas cabezas punteaban las largas filas grises de butacas. En la pantalla, una muchedumbre de uniformes grises corría por el barro agitando sus bayonetas. Otra masa de uniformes grises estaba acampada cociendo la comida alrededor de unas hogueras. Un largo tren pasó lentamente durante unos minutos interminables, con los vagones abiertos y llenos de compactos grupos de uniformes grises y harapientos. "Un mes después", rezaba el título. Una muchedumbre de uniformes grises corría por el barro agitando sus bayonetas, y un mar de brazos se agitaban por una interminable línea de trincheras, sobre un fondo de celaje oscuro, y el título explicaba: "La batalla de Zavrashino". Una multitud de botas de charol disparaba sus fusiles contra otra muchedumbre de alpargatas, alineada contra una pared, y el título indicaba: "La batalla de Samsonovo." Una muchedumbre de uniformes grises corría por el barro agitando sus bayonetas, y el título aclaraba: "Tres semanas después." Un largo tren pasaba lentamente a la luz del ocaso. El título decía: "El proletariado imprime su fuerte bota sobre los pies traidores de los depravados aristócratas." Y se veía a una multitud de botas de charol bailando, en un alegre cabaret, con mujeres medio desnudas, entre botellas rotas. "Pero el espíritu de nuestros combatientes rojos ardía en llamas de lealtad hacia la clase proletaria", decía el título. Una muchedumbre de uniformes grises corría por el barro, agitando sus bayonetas. No había argumento, ni protagonista, ni personajes.

"La meta del arte proletario -explicaba un cartel- es el drama y el color de la vida de las masas."

En el entreacto, antes de que empezase de nuevo la película, Andrei preguntó: -¿Quieres ver el principio?

– Sí -dijo Kira-; todavía es temprano.

– Ya veo que no te gusta.

– Ya veo que tampoco te gusta a ti. Es curioso, Andrei. Hubiera podido ir a ver el nuevo ballet del Marisky, esta noche, y no fui porque era un ballet revolucionario; y ahora ahí me tienes contemplando esta epopeya.

– ¿Con quién hubieras ido?

– Con un amigo.

– ¿Con Leo Kovalensky?

– ¿No te parece que eres algo indiscreto, Andrei?

– Kira, entre todos tus amigos él es el único…

– … que no te gusta. Ya lo sé. Pero ¿no te parece que lo dices con demasiada frecuencia?

– Kira, tú no te metes en política, ¿verdad?

– No; ¿por qué?

– No has pensado nunca en sacrificar tu vida porque sí, en perder una serie de años sin ninguna razón, en el destierro o en la cárcel, ¿verdad? ¿Lo has pensado alguna vez?

– ¿Por qué lo dices?

– No vayas mucho con Leo Kovalensky.

Kira se quedó con la boca abierta y la mano suspendida en el aire durante un largo segundo. Luego preguntó haciendo un esfuerzo como en toda su vida no había debido hacer jamás para hablar: -¿Que quieres decir?

– No te conviene que se sepa que eres amiga de un hombre que anda en tratos con gentes indeseables.

– ¿Conquián?

– Varias personas. Por ejemplo, con nuestro camarada Syerov, sin ir más lejos.

– Pero ¿qué ha hecho Leo?

– Tiene una tienda de productos alimenticios, ¿no es verdad?

– Andrei, ¿estás obrando como agente de la G. P. U. conmigo o…?

– No es ningún interrogatorio, Kira. No necesito que tú me informes. Lo único que quisiera saber es hasta qué punto estás al corriente de sus asuntos, para poderte proteger.

– ¿De que… asuntos?

– No te lo puedo decir. No hubiera debido decirte ni lo que ya sabes. Pero quería estar seguro de que no dejarías que tu nombre se mezclase en…

– ¿En qué, Andrei?

– Kira, contigo o cuando se trata de ti, no soy un agente de la G. P. U.

Se apagaron las luces y la orquesta atacó La Internacional. En la pantalla una multitud de botas polvorientas marchaba por un terreno árido y desconocido. Una masa enorme, gris de oscilantes botas de gruesas suelas claveteadas, de viejo cuero corroído, deformado y arrugado por los músculos y el sudor que había habido dentro; unas botas que no andaban ni de prisa ni despacio, que no eran cascos de bruto ni parecían pies humanos, sino que iban avanzando como grises carros armados que se tambaleaban, aplastando y pisoteando todo cuanto hallaban a su paso, levantando montones de polvo; unas botas grises sin vida, sin fin, inexorables…

– Andrei, ¿estás ocupándote de algún nuevo asunto para la G. P. U.? -murmuró Kira a través de las últimas notas de La Inter nacional.

– No; se trata de un asunto personal.

En la pantalla, sombras en uniformes grises estaban sentadas alrededor de una hoguera bajo un cielo negro. Unas manos callosas manejaban vasijas de hierro; una boca sonriente descubriendo unos dientes mal puestos; un hombre tocaba la armónica, balanceándose y sonriendo lascivamente; otro se contorsionaba en una danza cosaca; sus pies se agitaban rápidamente mientras sus manos marcaban el compás. Un hombre se rascaba la barba; otro, el cuello; otro, la cabeza; otro, masticaba una corteza de pan, y las migajas caían por el cuello entreabierto de su guerrera hasta su pecho velloso y oscuro. Celebraban una victoria. Kira murmuró:

– ¿Tienes algún informe secreto?

– Sí -repuso Andrei.

En la pantalla desfilaba una manifestación por las calles de una ciudad, celebrando una victoria. Banderas y rostros pasaban lentamente, moviéndose como figuras de cera que obedecían a hilos invisibles: semblantes jóvenes enmarcados por pañuelos oscuros, semblantes viejos arrebujados en bufandas hechas a mano; rostros bajo gorras militares, rostros bajo gorras de pieles, todos iguales, impasibles y sombríos, con la mirada vacía, los labios sin forma ni expresión. Desfilaban sin alterarse, sin músculos, sin más voluntad que los adoquines que pisaban sus pies que parecían inmóviles, sin más energía que las banderas rojas semejantes a velas izadas al viento, sin más fuego que el calor sofocante de millares de epidermis, de millones de músculos relajados y débiles; sin más aliento que el olor a sobaco sudado, a nuca inclinada, a pies cansados: desfilaban, desfilaban en un incesante y monótono movimiento que no parecía vivir.

Kira levantó la cabeza con un estremecimiento que la recorrió hasta las rodillas y dijo:

– Vamonos, Andrei.

El se levantó en seguida, obediente.

Una vez en la calle, al ir a llamar a un trineo, Kira propuso: -Vayamos a pie, ¿quieres?

– ¿Qué te ocurre, Kira? -preguntó él, mientras pasaba su brazo por el de ella.

– Nada; esta película no me ha gustado -dijo ella, escuchando el crujido de la nieve bajo sus pasos.

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