Contempló a la muchacha que estaba sentada, con la espalda apoyada en la pared. Sólo vio un ojo gris, sereno y firme, y más arriba un rizo de cabellos; vio también la muñeca de una mano escondida en un bolsillo negro, y unas medias negras, cortas, que cubrían unas piernas que se apretaban fuertemente una contra la otra. En la oscuridad adivinó la línea de unos largos labios delgados, el negro moldeado de un esbelto cuerpo que temblaba ligeramente. Sus dedos se cerraron en torno a la media negra. La muchacha no se movió. El se acercó todavía más a la oscura boca y murmuró:
– Deja ya de mirarme como si fuera algo raro. Quiero beber. Quiero una mujer como tú. Quiero hundirme, hundirme, hasta donde puedas llevarme.
– Tienes mucho miedo de que no puedan arrastrarte hacia abajo.
La mano del hombre abandonó la media. Mirándola más de cerca, le preguntó:
– ¿Desde cuándo haces este oficio? -Oh… no hace mucho… -Lo imaginaba.
– Lo siento: he intentado hacerlo lo mejor que he sabido. -¿Qué es lo que intentabas? -Parecer experta.
– ¡Tonta! ¿Por qué? Te prefiero como eres, con esos ojos curiosos que ven demasiado… ¿Qué es lo que te arrastró a esta situación?
– Un hombre.
– ¿Valía la pena?
– Sí.
– ¡Qué apetito!
– ¿De qué?
– De la vida.
Si no se tiene este apetito, ¿para qué sentarse a la mesa?
Ella se rió, y su risa resonó en los huecos ventanales que había encima de sus cabezas, fría y vacía como los ventanales mismos.
– Quizás el recoger sólo algunas ruinas, como haces tú, puede resultar todavía divertido. Quítate el sombrero. Kira se descubrió. Contra la piedra gris, sus cabellos ensortijados, iluminados por la luz que se filtraba a través del follaje, brillaron con un tono cálido como de seda.
El le acarició los cabellos y le preguntó, echándole la cabeza hacia atrás hasta hacerle daño: -¿Amaste a aquel hombre?
– ¿A qué hombre?
– Al que te arrastró a esta vida.
– Yo… -de improviso, Kira se confundió, sorprendida por un pensamiento inesperado
– . No, no le amaba.
– Está bien.
– Y tú… -empezó a decir ella, pero se dio cuenta de que no podía terminar la pregunta.
– Dicen que no siento nada por nadie, excepto por mí mismo -repuso él-, y aun por mí mismo apenas me preocupo.
– ¿Quién lo ha dicho?
– Una persona que no me quiere. Conozco a mucha gente que no me quiere. -Esto está bien.
– Pero nunca conocí a nadie que encontrase que esto está bien.
– Sí; conociste a alguien.
– ¿A quién?
– A ti mismo.
El se inclinó hacia ella, y sus ojos escrutaban la oscuridad; luego se alejó de nuevo y se encogió de hombros.
– Te equivocas. No soy lo que tú supones. Siempre he querido ser uno de esos empleados soviéticos que venden jabón y sonríen a todos los clientes. Ella dijo:
– ¡Eres tan profundamente desgraciado!
Sus caras estaban juntas, tanto que ella sentía sobre sus labios el aliento de él.
– ¿Quién te ha pedido tu simpatía? ¿Acaso crees que lograrás hacerte querer por ti misma? No te hagas ilusiones. Nada me importa lo que pienso de ti, y menos todavía lo que tú piensas de mí. Soy como cualquier otro de los hombres que se han acostado o se acostarán contigo. Kira dijo:
_ Esto significa que te gustaría ser como los demás, pero me parece que estarías contento de saber que nunca me he acostado con nadie.
El la contemplaba en silencio. Bruscamente le preguntó:
_ ¿Eres una… profesional?
– No.
El le preguntó, algo sobresaltado: -¿Qué eres, entonces? -Siéntate. -Contesta.
– Soy una muchacha decente que estudia en el Instituto de Tecnología, y mis padres me echarían de casa si supieran que he hablado con un desconocido por la calle.
El volvió a mirarla; Kira estaba sentada en un peldaño a sus pies y a su vez le contemplaba el rostro con atención. En aquellos ojos, él no vio ni miedo ni ternura, sino una calma insolente. Le preguntó:
– ¿Por qué has hecho esto?
– Quería conocerte.
– ¿Por qué?
– Me gustaba tu cara.
– ¡Tonta! Si yo hubiese sido otro hubiera podido… portarme de otro modo.
– Sí; pero yo ya sabía que no eras otro.
– Pero ¿sabes que estas cosas no se hacen?
– No me importa.
El sonrió y de súbito le preguntó: -¿Quieres que te confiese una cosa?
– Sí.
– Esta es la primera vez que he intentado… comprar una mujer.
– ¿Y por qué esta noche?
– La mujer era lo de menos. Había estado andando horas enteras, y en esta ciudad no hay una casa en que yo pueda entrar.
– ¿Porqué?
No preguntes. No había podido decidirme a acercarme a una de… aquellas mujeres. Pero tú… tú me gustaste con tu rara sonrisa. ¿Qué hacías por las calles a estas horas?
– He reñido con alguien; no llevaba dinero para el tranvía; volvía a casa sola… y me perdí.
– Entonces, gracias por tu extraordinaria noche. Será un raro recuerdo que me llevaré de esta última noche mía en la ciudad.
– ¿Tu… última noche?
– Sí. Me marcho al amanecer.
– Y ¿cuándo volverás?
– Creo que nunca.
Ella se levantó. Se paró ante él y le preguntó:
– ¿Quién eres?
– Aunque me fiase de ti no podría decírtelo.
– No puedo dejarte marchar para siempre.
– Bien; me gustaría volver a verte. No voy lejos. Tal vez vuelva a la ciudad.
– Te daré mis señas.
– No; tú no vives sola y yo no puedo entrar en ninguna casa.
– ¿Puedo venir yo a la tuya?
– No tengo.
– Entonces…
– Vamos a quedar en volvernos a ver aquí. Dentro de un mes. Entonces, si todavía vivo, y si puedo entrar en Petrogrado, te aguardaré aquí.
– Vendré.
– El 10 de noviembre; pero de día, a las tres de la tarde, en estos escalones.
– Sí.
– Bien. Todo esto es absurdo como nuestro encuentro, y ahora debes volver a tu casa; no debes estar fuera a estas horas.
– Y tú, ¿dónde irás?
– Andaré hasta el amanecer. Sólo faltan pocas horas. Vamos.
Kira no discutió más. El la tomó del brazo, y ella le siguió. Se detuvieron ante las lanzas curvas de la verja derruida. La calle estaba desierta. En una esquina, lejos, un cochero levantó la cabeza al rumor de sus pasos. El le llamó. Cuatro caballos avanzaron rasgando el silencio de la noche.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó ella.
– Leo. ¿Y tú?
– Kira.
El coche se acercó. El dio al cochero un billete de Banco.
– Dile dónde quieres ir.
_ Adiós -murmuró Kira-, ¡hasta dentro de un mes!
– Si vivo -repuso él- y si no lo he olvidado. Kira se encaramó en el asiento y se arrodilló de modo que pudiera mirar por la ventanilla posterior. Mientras el coche se alejaba lentamente, la muchacha, con la cabellera al viento, contemplaba al hombre que seguía con la mirada el vehículo. Cuando éste dobló la esquina, Kira permaneció arrodillada, pero inclinó la cabeza. Su mano reposaba sobre el asiento, abandonada con la palma hacia abajo, y ella sentía el latido de su corazón en la punta de los dedos.