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Kira estaba entre sus brazos. Retiró vivamente su cabeza hacia atrás, y el violento beso que iba destinado a sus labios desfloró apenas su mejilla.

Con un movimiento rápido, Kira se liberó y rechazó a Víctor hacia el poyo. Suspiró profundamente y se cerró el cuello del abrigo. -Buenas noches, Víctor, me voy a casa… sola. Confuso, él se levantó. -Lo siento, Kira. Te acompaño.

– He dicho que voy sola.

– ¡Sabes de sobra que no puede ser! Es peligroso. Una muchacha como tú no puede andar sola por las calles a estas horas. -No tengo miedo a nada.

Kira se marchó, y Víctor fue tras ella. Salieron del Jardín de Verano. En la calle desierta, un miliciano, apoyado al parapeto, contemplaba absorto los reflejos de la luz en el agua.

_ Si no me dejas inmediatamente -dijo Kira- le diré al miliciano que eres un extraño que me está importunando.

_ Yo le diré que mientes.

_ No lo podrías probar hasta mañana por la mañana. Mientras tanto pasarías la noche en la cárcel. -Bien. Puedo probar. Kira se acercó al miliciano.

_ Perdón, camarada -empezó… y viendo que Víctor se volvía y se alejaba rápidamente-, ¿puedes decirme hacia dónde está la Moika?

Ahora Kira andaba sola por las oscuras calles de Petrogrado. Estas parecían un escenario abandonado. En las ventanas, ni una luz. Por encima de los tejados, sobre el fondo de las nubes que vagaban, se elevaba la torre de una iglesia; parecía que vacilase, amenazadora, en medio de un cielo inmóvil, pronta a derrumbarse.

En los cerrados zaguanes humeaban las linternas; a través de sus enrejadas ventanillas, los vigilantes nocturnos seguían con los ojos a la muchacha solitaria. Milicianos soñolientos y de torvo aspecto le lanzaban oblicuas miradas. Un cochero, que se había despertado al ruido de sus pasos, le ofreció sus servicios. Un marinero intentó seguirla, pero la expresión de su cara le hizo renunciar a ello. Silenciosamente, al acercarse ella, un gato saltó de una ventana al suelo.

Era mucho más tarde de las doce cuando Kira se encontró de improviso en una calle viva en medio de la ciudad muerta. Amarillas aberturas veladas por cortinas, aberturas luminosas rompían la fría línea severa de los muros, proyectando sus reflejos sobre la acera, a la que se abrían puertas de cristales. Muy lejos, oscuros tejados parecían encontrarse en el cielo oscuro sobre el estrecho espacio libre que dejaban entre ellas las moles de piedra. Kira se detuvo. Se oía un fonógrafo; desde una ventana iluminada se difundía la música en el silencio. Era la Canción de la copa rota. Era el canto de una esperanza sin nombre que la asustaba porque sentía su embriagadora promesa que ella no sabía definir: casi ni habría podido decir si era realmente una promesa lo que le brindaba aquella canción; sólo sabía que le producía una emoción, un sufrimiento que se extendía por todo su cuerpo.

Una explosión de rápidas notas triunfales; las cuerdas del violín no podían detenerlas; parecían puntapiés de desafío contra copas de cristal. Y, en lo alto, en los espacios por donde corrían las nubes hechas jirones, el cielo negro quedaba espolvoreado de los luminosos añicos del cristal roto.

La música cesó. En el aire se oyó el eco de una risotada. Un brazo desnudo bajó la cortina de aquella ventana.

Entonces Kira se dio cuenta de que no estaba sola. Vio mujeres de labios pintados de escarlata y caras que los polvos habían dejado más blancas que la nieve, pañuelos rojos, faldas cortas y piernas que salían de altos borceguíes anudados demasiado estrechos. Vio cómo un hombre tomaba del brazo a una mujer y luego ambos desaparecían por una puerta de cristales. Comprendió dónde se hallaba. Apresuradamente, nerviosa, quiso huir de allí. En la esquina más próxima se detuvo. El hombre era alto. Llevaba el cuello levantado, la gorra caída sobre los ojos. Su boca, severa, serena y despectiva, parecía la de un capitán de otros tiempos en el momento de mandar a sus hombres a la muerte, y sus ojos parecían contemplar la ejecución de esa orden.

Kira se acercó a un farol, miró de hito en hito al hombre y le sonrió. Lo hizo sin pensar; no se dio cuenta de lo ilógico de su esperanza de que él la conociera como ella le conocía. El se detuvo y la miró. -Buenas noches -dijo. Y Kira, que creía en los milagros, contestó: -Buenas noches.

El se acercó y la miró sonriendo, con los ojos medio cerrados. Pero cuando sonreía, las comisuras de sus labios no se levantaban, sino que se bajaron y el labio superior se plegó en un rictus sardónico.

– ¿Sola? -preguntó.

– Terriblemente; ¡y hace tanto tiempo! -contestó sencillamente ella.

– Ven conmigo, pues. -Vamos.

La tomó del brazo y ella le siguió. El dijo: Tenemos que ir de prisa; no puedo detenerme por estas calles tan llenas de gente. -Yo tampoco.

Te advierto que no debes preguntarme nada.

No tengo nada que preguntar.

Kíra contemplaba los increíbles trazos de su rostro, tocaba tímidamente, incrédulamente, los largos dedos de la mano que oprimía su brazo.

– ¿Por qué me miras así? -preguntó él. Pero ella no contestó. El dijo:

_ Temo que esta noche no voy a estar de buen humor.

– ¿Puedo ayudarle? -Por eso estás ahí. Súbitamente, el hombre se detuvo.

– ¿Cuánto quieres? -preguntó-. No llevo mucho dinero. Kira le miró y entonces comprendió por qué le había hablado. Se quedó mirándole en silencio a los ojos. Cuando habló, su voz había perdido su tono de respeto: era serena y fría. Dijo: -No será mucho. -¿Adonde vamos?

– Detrás de la esquina he visto un jardincillo. Vamos allí primero.

– ¿No hay ningún miliciano por ahí? -No.

Se sentaron en la escalinata de una gran casa abandonada. Los árboles les resguardaban de la luz de la calle y en sus caras y las paredes se veían manchas iluminadas por los trémulos rayos de los faroles. Sobre sus cabezas, hileras de vacías ventanas se abrían en la piedra vacía. Sobre la puerta del palacio, donde había campeado el escudo de los dueños, la piedra había sido martilleada. La verja del jardín estaba rota y las altas lanzas de hierro estaban inclinadas hacia el suelo, como si se bajasen en un grave saludo. -Quítate la gorra -dijo Kira. -¿Por qué? -Quiero verte.

– ¿Te han enviado en busca de alguien? -No: ¿quién tenía que enviarme?

El, sin contestar, se descubrió la cabeza. La muchacha contemplaba su belleza no con admiración, sino con una incrédula reverencia tímida. Sólo le dijo:

– ¿Siempre vas de paseo con los hombros del gabán desgarrados?

– Esto es todo cuanto me queda. Y tú, ¿contemplas siempre a la gente como si tus ojos fueran a salir de sus órbitas? -Alguna vez.

– Yo que tú, no lo haría. Cuanto menos veas a la gente, tanto mejor para ti. A menos que tengas los nervios muy fuertes y el estómago muy resistente. -Los tengo.

– ¿Y las piernas también?

Alargó el brazo y las puntas de sus dedos levantaron la falda de la muchacha, no muy por encima de las rodillas, ligeramente, con desprecio. Las manos de ella se agarraron a los escalones de piedra. No se bajó la falda, sino que se contuvo y permaneció sentada, inmóvil, helada, sin respirar.

El la miró: sus ojos se dirigían hacia arriba o hacia abajo, pero las comisuras de sus labios sólo se movían hacia abajo. Ella, obediente, sin mirarle, susurró: -Tengo las piernas fuertes. -Bien, pues: si tienes las piernas fuertes, corre… -¿Lejos de ti?

– No; lejos de todos. Pero no pienses más en ello. Bájate la falda. ¿No tienes frío? -No.

Pero se bajó la falda.

– No te fijes en lo que digo -prosiguió él-. ¿Tienes algo de beber en tu casa? -Sí… claro…

– Te advierto que esta noche voy a beber como una esponja. -¿Por qué esta noche? -Es mi costumbre. -No es verdad. -¿Cómo lo sabes? -Sé que no es verdad. -¿Qué más sabes de mí?

_ Que estás muy cansado.

_ Es cierto. He andado toda la noche.

– ¿Por qué?

– Te he dicho que no me preguntes nada.

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