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Vasili Ivanovitch contuvo el aliento; en el pasillo, detrás de los soldados, Asha gritó:

– Ahora comprendo por qué no querías que abriera… Marisha le dio un pisotón. Un dibujo que había sobre la mesa se cayó revoloteando hasta el suelo.

– ¿Cuál de ustedes es la ciudadana Irina Dunaevna? -preguntó el hombre de la chaqueta de cuero.

– Soy yo -contestó Irina.

– Óigame -dijo Sasha adelantándose-, ella no tiene ninguna culpa en todo eso… Ella… yo la amencé y…

– ¿Con que la amenazó? -preguntó con voz inexpresiva el hombre de la chaqueta de cuero. Un soldado registró rápidamente a Sasha.

– No lleva ningún arma -afirmó.

– Muy bien -dijo el hombre de la chaqueta de cuero-. Llévenlo. Y a la ciudadana Dunaevna también. Y al viejo. Ahora registraremos el piso.

– Camaradas -Vasili Ivanovitch se acercó, y prosiguió con voz firme pero temblándole las manos-: Camaradas, mi hija no puede ser culpable de…

– Hablará usted más tarde -dijo el hombre, y, volviéndose a Víctor preguntó-: ¿Es usted miembro del Partido?

– Sí.

– Muy bien. Ustedes dos pueden quedarse. Tomen sus abrigos, ciudadanos.

Las botas de los soldados dejaron sobre el pavimento huellas de nieve derretida. Una lámpara, con la bombilla torcida, alumbraba mezquinamente el pasillo y la cara pálida hasta parecer verdosa, de Marisha, que miraba fijamente a su marido, con ojos muy abiertos y bordeados de oscuras ojeras.

El soldado que estaba de guardia en el rellano abrió la puerta para dejar pasar al Upravdom. Este se había echado precipitadamente la chaqueta sobre los hombros, dejando ver una camisa sucia y sin abrochar. Se retorcía las manos hasta hacerlas crujir, y gimoteaba:

– ¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío…! Camarada comisario, no sabía nada de todo eso. Se lo juro, camarada comisario… El soldado cerró de un portazo, dejando fuera a un grupo de vecinos curiosos.

Irina besó a Asha y a Marisha. Víctor se le acercó con cara preocupada y frío.

– Lo siento, Irina… -dijo-. Veré qué puedo hacer… Los ojos de su hermana le hicieron callar: le miraban fijamente, y de pronto le pareció ver los de su madre, en el retrato de antaño. Irina se volvió, y sin decir una palabra, siguió a los soldados. Salió la primera, y Sasha y Vasili fueron tras ella.

A los tres días, Vasili Ivanovitch fue puesto en libertad. Sasha Shernov fue condenado a diez años de presidio en Siberia por actividades contrarrevolucionarias.

Irina Dunaevna fue condenada a diez años de presidio en Siberia por haber prestado auxilio a un contrarrevolucionario. Vasili Ivanovitch intentó hablar con los magistrados. Obtuvo algunas cartas de presentación para algún secretario; pasó horas y horas de angustiosa espera en antesalas sin calefacción; cuando tenía que hablar por teléfono se esforzaba en vano en evitar que le temblase la voz. Pero no había nada a hacer, y él lo sabía. Cuando volvió a casa no dijo ni una palabra a Víctor; no le miró; no le pidió nada. Víctor, por su parte, tampoco se ofreció a ayudarle.

La única que saludó a Vasili Ivanovitch, a su regreso a su casa, fue Marisha. Le dijo tímidamente:

– Venga, Vasili Ivanovitch, coma usted algo. He hecho una sopa de fideos adrede para usted -y se ruborizó de gratitud y de confusión cuando él le dio las gracias con una triste sonrisa, silenciosa y distraída.

Vasili Ivanovitch vio a Irina en una celda de la G. P. U. Luego se encerró en su cuarto, llorando de felicidad porque por lo menos había logrado poder satisfacer la última petición de su hija. Irina había solicitado permiso para contraer matrimonio con Sasha antes de salir para Siberia.

La ceremonia se celebró en una sala vacía de la G. P. U. A la puerta había centinelas armados. Vasili Ivanovitch y Kira actuaron de testigos. Los labios de Sasha temblaban. Irina permanecía serena. Desde el momento de su detención había conservado imperturbablemente la calma. Había enflaquecido ligeramente; su cutis parecía transparente, sus ojos demasiado grandes; pero sus dedos, al apoyarse en el brazo de Sasha, eran firmes y seguros. Después de la ceremonia levantó la cabeza para que él la besara, con una sonrisa tierna y compasiva como la de una madre por un hijo atormentado por la angustia.

El funcionario a quien Vasili Ivanovitch se dirigió le dijo: -Bien; ya ha obtenido usted lo que deseaba. Aunque no veo qué beneficio sacarán de esta ridicula farsa. ¿Ignora usted que sus cárceles se hallan a trescientos cincuenta kilómetros una de otra?

– Efectivamente -dijo Vasili Ivanovitch cayendo pesadamente sobre una silla-, lo ignoraba.

Pero Irina lo había sospechado. Con todo, esperaba que, una vez casados, quizá hubiera sido posible lograr que les destinasen a un mismo presidio. No fue así.

Esta fue la última cruzada de Vasili Ivanovitch. No cabía apelación contra una sentencia de la G. P. U., pero cabía la posibilidad de que se transfiriese a uno de los dos a la cárcel del otro. Si pudiese encontrar a alguien con bastante influencia…

Vasili Ivanovitch se levantó al amanecer. Marisha le obligó a tomarse una taza de café mientras salía a acompañarle al rellano, poniéndole la taza en las manos, tiritando de frío en su largo camisón. La noche sorprendió a Vasili Ivanovitch en la antesala de un casino, esforzándose en abrirse paso entre el gentío, con su viejo sombrero en la mano, intentando retener por un momento la atención de un imponente personaje al que había estado aguardando horas y horas y diciéndole humildemente…

– Sólo dos palabras, camarada comisario… se lo ruego… Pero un criado de uniforme le puso violentamente en la calle, y el pobre Vasili Ivanovitch perdió su sombrero.

Pidió audiencia a un personaje y obtuvo una cita. Entró en un solemne despacho, con un raído abrigo remendado y cepillado con esmero, los zapatos muy lustrosos, el cabello cuidadosamente peinado. Sus hombros, que en otros tiempos habían llevado un pesado fusil durante las largas y oscuras noches siberianas, estaban desesperadamente encorvados mientras, de pie ante una mesa, decía a un comisario de ceñudo aspecto:

– He aquí todo cuanto pido, camarada comisario; no solicito nada más que esto. No es mucho, ¿verdad? Únicamente que les envíen a un mismo lugar. Sé que han actuado contra la revolución y que tenían ustedes el derecho de castigarles. No me quejo por el castigo, camarada comisario. Son diez años, ¿sabe usted?, pero es una pena justa. Pero lo que le ruego es que les envíe a un mismo penal. ¿Qué diferencia representa para el Estado? Son jóvenes y se quieren. Son diez años, pero usted ya sabe, como lo sé yo, que no volverán jamás, con lo que es la Siberia, el frío, el hambre…

– ¿Qué quiere usted decir? -le interrumpió una voz brusca.

– Camarada comisario… no quería decir nada…'No, nada absolutamente… Pero supongamos que cayesen enfermos. Irina no es muy fuerte. No están condenados a muerte, ¿verdad? Y mientras vivan, ¿no puede dejárseles juntos? ¡Para ellos esto significa tanto y para los demás, tan poco! Yo ya soy viejo, camarada comisario, y conozco la Siberia. Me consolaría mucho el saber que no está sola allá abajo; que con ella está un hombre… su marido. No sé si me dirijo correctamente a usted, camarada comisario, pero tiene usted que perdonarme. ¿Sabe usted?, nunca en mi vida he pedido ningún favor a nadie. Tal vez cree usted que le tengo odio, en el fondo de mi corazón. No es así. Concédame esto, sólo esto: envíelos, a una misma cárcel y le bendeciré a usted por todos los días de mi vida.

La respuesta fue negativa. Kira habló con Andrei y le refirió lo acaecido.

– Ya he oído hablar de ello -dijo Andrei-. ¿Sabes quién denunció a Irina?

– No -dijo Kira, y volviendo la cabeza añadió-: No lo sé, pero lo sospecho. No me lo digas, prefiero seguir ignorándolo.

– No te lo diré, pues.

– No te pido ayuda. Sé que no puedo pretender que intercedas por un contrarrevolucionario; pero ¿no podrías pedir que les enviasen a una misma cárcel? Por tu parte no sería ninguna traición, y verdaderamente la cosa no implica una diferencia tan grande, ¿no te parece?

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