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– Sin duda. Lo probaré.

En la oficina de la G. P. U., el funcionario miró fríamente a Andrei y le preguntó:

– ¿Intercedes… por un pariente tuyo, camarada Taganov?

– No te comprendo, camarada -contestó Andrei con calma, mirándole fijamente.

– Oh, sí; me comprendes muy bien, y creo que debes comprender que el tener por amante a la hija de un expatrono no es precisamente el mejor medio de robustecer tu posición en el Partido. No te extrañe, camarada Taganov. No creías que lo supiéramos, ¿verdad? ¿Y tú trabajas en la G. P. U.? Me sorprende.

– Mis asuntos personales…

– ¿Qué clase de asuntos, camarada?

– Si te refieres a la ciudadana Argounova…

– Me refiero exactamente a la ciudadana Argounova. Y quisiera sugerirte que usaras alguno de nuestros métodos y un poco de autoridad que te confiere tu posición para indagar acerca de la ciudadana Argounova… en interés tuyo, ya que hablamos de este asunto.

– Sé todo cuanto tengo que saber acerca de la ciudadana Argounova. No hay necesidad de implicarla en lo otro. Desde el punto de vista político, es absolutamente irreprensible.

– ¡Oh, desde el punto de vista político! ¿Y desde otros puntos de vista?

– Si hablas como superior mío, me niego a escuchar nada referente a la ciudadana Argounova excepto aquello que tenga relación con su posición política.

– Muy bien. No tengo nada más que decir. Hablaba únicamente como amigo. Anda con cuidado, camarada Taganov. No te quedan muchos amigos… en el Partido.

Andrei no pudo hacer nada en favor de Irina.

– ¡Qué diablo! -exclamó Leo metiendo la cabeza en una palangana de agua fría, porque la noche anterior había regresado muy tarde a casa-, iré a encontrar a ese indecente Syerov. El tiene un amigo muy influyente en la G. P. U., y si yo se lo digo tendrá que hacer algo.

– ¡Son unos bellacos! ¿Qué diferencia puede representar para ellos el que aquellas dos pobres criaturas se pudran juntas o no en sus infernales cárceles. De todos modos saben que no saldrán con vida.

– No se lo digas así, Leo. Pídeselo cortésmente.

– Se lo pediré cortésmente.

En la antesala del despacho de Syerov la secretaria de éste escribía a máquina con aire preocupado, mordiéndose el labio inferior. Delante de la valla de madera había diez visitantes aguardando. Leo atravesó la estancia con resolución, abrió la puerta de la valla y dijo a la secretaria:

– Deseo ver al camarada Syerov, en seguida.

– Pero, ciudadano -balbució la secretaria-, no está permitido…

– He dicho que necesito verle en seguida.

– El camarada Syerov está muy ocupado, ciudadano, y ahí están todos estos ciudadanos que aguardan para verle, de modo que no puede usted pasar antes de que le toque el turno.

– Vaya a decirle que está Leo Kovalensky. Verá usted cómo me recibe inmediatamente.

La secretaria se levantó y entró en el despacho de Syerov, sin dejar de mirar a Leo, andando hacia atrás, como si esperara verle sacar un revólver. Al volver estaba aún más asustada; dijo, tragándose la saliva con dificultad:

– Entre usted, ciudadano Kovalensky.

Cuando se hubo cerrado la puerta, Leo y Syerov se encontraron solos. Syerov se puso de pie y dijo, en un rugido sofocado: -¡Maldito estúpido! ¿Está usted loco? ¿Cómo se atreve a venir aquí?

Leo se rió, con una risa helada, que parecía la bofetada de un señor a un esclavo insolente:

– Supongo que no está hablando conmigo, ¿verdad?

– Márchese. No podemos hablar aquí.

– No hay necesidad. Soy yo quien tiene que hablar -dijo Leo sentándose cómodamente.

– ¿Se da usted cuenta de con quién está hablando? ¿O es que se ha vuelto loco? En toda mi vida no he visto insolencia semejante.

– Puede usted repetírselo a sí mismo de mi parte -dijo Leo.

– Bien -exclamó Syerov volviendo a sentarse-, ¿qué quiere?

– Usted tiene un amigo en la G. P. U. -Celebro que lo recuerde.

– Desde luego lo recuerdo. Por eso he venido. Tengo a dos amigos condenados a diez años en Siberia. Se acaban de casar. Les envían a cárceles que distan una de otra centenares de kilómetros. Deseo que haga usted lo necesario para que les envíen al mismo presidio.

– Ah, ah -dijo Syerov-, he oído hablar de este asunto. Es un hermoso ejemplo de lealtad al Partido por parte del camarada Víctor Dunaev.

– ¿No le parece un poco ridículo, eso de que usted me hable a mí de lealtad al Partido?

– Bueno; ¿y qué hará usted si le digo que no moveré ni un dedo para ayudarle?

– Sepa usted -dijo Leo- que puedo hacer muchas cosas.

– Desde luego -reconoció complaciente Syerov-, ya sé que puede. Pero también sé que no hará nada, porque, ¿ve usted?, para ahogarme a mí usted tiene que ser la piedra atada a mi cuello, y realmente no creo que su noble generosidad llegue tan lejos.

– Óigame -dijo Leo-. Puede usted dejar esos aires de autoridad. Uno y otro somos unos sinvergüenzas, y usted lo sabe, y nos odiamos, cosa que sabemos los dos, pero vamos en la misma barca y no es una barca muy sólida. ¿No le parece que valdría más ayudarnos cuanto sea posible?

– Indudablemente; estoy seguro. Y por su parte, la ayuda consiste en andar tan lejos de mí como pueda. Y si su anticuada arrogancia aristocrática no le cegase en la maldita forma en que le ciega, no se dirigiría a mí para pedirme que interceda por su prima. Equivaldría a proclamar lo que es usted para mí.

– ¡Maldito bellaco!

– ¡Psch!, tal vez lo sea. Y tal vez no le iría mal parecérseme un poco. Será mejor que no venga a pedirme favores. Será mejor que no olvide que, si bien es verdad que de momento estamos encadenados uno a otro, yo tengo más oportunidades que usted de romper la cadena.

Leo se puso en pie. Al llegar a la puerta se volvió y dijo:

– Como quiera. Sólo creía que le hubiera valido más, por si acaso, que la cadena estuviera todavía en mis manos… -Sí; y a usted le hubiera valido más no venir por aquí, por si acaso estuviera todavía en las mías… Y óigame -bajó la voz-, usted puede hacer algo por mí, y será mejor que lo haga. Diga a aquel bribón de Morozov que envíe el dinero. Aún no me pagó mi última comisión. Ya le he dicho que no quiero que me haga esperar.

Marisha dijo tímidamente, procurando no mirar a Víctor: -Oye, ¿no crees que si procurases ver a alguien y le pidieras… ¿sabes?, no más que les mandaran a la misma cárcel… no representaría ninguna diferencia para nadie y…?

Víctor la agarró por la muñeca con tanta fuerza que ella lanzó un grito de dolor.

– Mira -le dijo apretando los dientes-, procura mantenerte tan lejos de este asunto como tus piernas te lo permitan. ¡No faltaría más que eso! ¡Mi mujer intercediendo por unos contrarrevolucionarios!

– Pero no se trata más que…

– Fíjate bien: si dices una sola palabra, ¿entiendes?, una sola palabra a cualquier amigo tuyo, me divorcio al día siguiente.

Aquella noche, Vasili Ivanovitch volvió a casa más sereno que de costumbre. Se quitó el abrigo, dobló los guantes cuidadosamente, con toda meticulosidad, y los dejó en el perchero del recibimiento. No miró siquiera la comida que Marisha había dispuesto para él en el comedor.

Únicamente dijo: -Víctor, necesito hablarte.

Víctor le siguió de mala gana a su habitación.

Vasili Ivanovitch no se sentó. Permaneció de pie, con las manos a lo largo del cuerpo, mirando a su hijo.

– Víctor -dijo-, ya sabes lo que podría decirte. Pero no lo diré. No te preguntaré nada. Vivimos en unos tiempos muy extraños. Hace muchos años yo estaba seguro de mi pensamiento, sabía cuándo tenía razón y cuándo tenía que reprender. Ahora no lo sé. No sé si puedo censurar a nadie por nada. Hay tanto horror y tanto dolor en derredor nuestro que no creo que nadie sea culpable. Todos somos criaturas descuidadas que podemos sufrir mucho y entender muy poco. No puedo vituperarte por lo que hayas hecho. Ni sé tus razones ni quiero saberlas. Sólo sé que no las comprendería. Nadie comprende a los demás, en estos tiempos, y por esto nadie puede juzgar. Tú eres mi hijo, Víctor. Yo te quiero. No puedo dejar de quererte, como tú no puedes dejar de ser lo que eres. ¿Ves tú? Desde cuando era aún más joven de lo que tú eres ahora, he estado deseando tener un hijo. Nunca tuve confianza en los hombres. Por esto quería tener un hombre que fuera algo mío, para poderle mirar con orgullo como ahora te miro a ti. Cuando eras pequeño, Víctor, un día te hiciste un corte en un dedo; un corte profundo hasta el hueso. Entraste del jardín para que te lo vendaran. Tenías los labios amoratados, pero no lloraste. No proferiste ni una queja. Tu madre se quedó muy preocupada al verme reír de felicidad. Pero, ¿comprendes?, era porque estaba orgulloso de ti… ¿Sabes? ¡Estabas tan gracioso cuando tu madre te ponía tu traje de terciopelo con aquel gran cuello de puntilla! Te caía malísimamente. ¡Y tú te ponías tan furioso y estabas tan hermoso! Tenías el pelo rizado. Pero todo esto no viene al caso. Lo que quiero decir es que no puedo quererte mal. Por esto no te preguntaré nada. Sólo quiero pedirte un favor: ya sé que tú no puedes salvar a tu hermana; pero pide a tus amigos -sé que los tienes que podrían hacerlo- que logren que la envíen al mismo presidio que a Sasha. Sólo esto. No afecta a la sentencia ni te perjudica en nada. Es un último favor, a tu hermana; un favor en el lecho de muerte, Víctor, porque ya sabes que no la volverás a ver jamás. Hazlo y no volveremos a hablar del asunto. No miraré nunca hacia atrás. Nunca intentaré leer ninguna de las páginas que no deseo ver. Con esto quedarán saldadas todas las cuentas. Seguiré teniendo un hijo, y aunque es cierto que abstenerse de pensar es difícil, en estos tiempos puede lograrse; debe lograrse, y tú me ayudarás a ello. Hazme este último favor a cambio… a cambio del pasado…

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