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– Padre -dijo Víctor-, créeme, haría cuanto pudiera, y lo he intentado, pero…

– Víctor, no discutamos. No te pregunto si puedes hacerlo. Sé que lo puedes. No me expliques nada: dime sólo "sí" o "no", Víctor, tú y yo hemos concluido. No tendré ningún hijo. Hay un límite, Víctor, a cuanto puedo perdonar.

– Pero, papá, es absolutamente imposible…

– Te he dicho "sí" o "no", Víctor, o ya no tengo hijo. Piensa cuánto he perdido durante estos últimos años. ¿Qué me contestas?

– No puedo hacer nada.

Vasili Ivanovitch irguió lentamente los hombros, y las dos líneas que surcaban sus mejillas, desde la nariz hasta las comisuras de los labios, plegados hacia abajo, permanecieron firmes e inmóviles. Se volvió lentamente y se dirigió a la puerta.

– ¿Adonde vas? -preguntó Víctor.

– Esto -contestó su padre- ya no te importa.

En el.comedor, Marisha y Asha estaban sentadas a la mesa, delante de una cena ya fría, que ninguna de las dos había tocado.

– Asha -dijo Vasili Ivanovitch-, ponte el abrigo y el sombrero.

– ¡Padre!

– Marisha se levantó con viveza, empujando ruidosamente su silla hacia atrás y haciendo caer al suelo un tenedor. Era la primera vez que Marisha le llamaba de aquel modo.

– Marisha -dijo el anciano-, te telefonearé uno de estos días, en cuanto haya encontrado aposento. ¿Querrás enviarme entonces todas mis cosas… en fin, todo lo mío que haya aquí?

– No debe usted marcharse -dijo Marisha con voz entrecortada- sin empleo, sin dinero, y…

– Esta es la casa de tu marido -dijo Vasili Ivanovitch-. Vamonos, Asha.

– ¿Puedo llevarme la colección de sellos? -murmuró la pequeña.

– Llévatela.

Marisha se apoyó en el antepecho de la ventana, con la nariz pegada al cristal, con los hombros agitados por silenciosos sollozos, mirando al anciano y a la niña mientras se marchaban. Los hombros de Vasili Ivanovitch estaban encorvados y, a la luz del farol de la calle, Marisha pudo ver la mancha blanca de su nuca descubierta, entre el cuello del viejo abrigo y el negro gorro de pieles que cubría su cabeza. Llevaba a Asha de la mano; la criatura estiraba el brazo para llegar a la mano de su padre, y, al lado de éste, su cuerpecito parecía aún más pequeño. Se esforzaba en seguirle, obediente, hundiendo los tacones en el barro y apretando junto a su pecho el grueso álbum de sellos.

Kira vio a Irina en una celda de la G. P. U., la misma tarde de su marcha. Irina sonreía plácidamente; su sonrisa era dulce y resignada; sus ojos, en un rostro que parecía de cera, miraban a Kira amablemente, con vaguedad, como si estuvieran fijos, en quieto estupor, en un más allá que se esforzaba en comprender.

– Te mandaré guantes -decía Kira-, unos hermosos guantes de lana, bien calientes. Pero tendré que hacértelos yo misma, de modo que no te extrañe si te cuesta ponértelos.

– No -dijo Irina-, pero puedes mandarme una instantánea: estará muy linda Kira haciendo calceta.

– ¿Sabes? -dijo Kira-, todavía no me has dado el dibujo que me prometiste.

– Es verdad, no te lo di. Papá los tiene todos. Dile que te deje elegir. Dile que yo te lo he dicho. Pero el que te había prometido no está. Yo te había prometido el verdadero retrato de Leo.

– En fin, aguardaremos a que vuelvas.

– Sí -sacudió la cabeza y rió-. Es muy amable de tu parte, Kira, pero no debes burlarte de mí. Yo tengo miedo. Pero ya lo sé. ¿Te acuerdas de cuando enviaron a Siberia a aquellos estudiantes de la Universidad? ¿Sabes de alguno que haya vuelto? Hay el escorbuto y la consunción, o las dos cosas…, oh, es así; pero no me importa.

– Irina…

– ¡Bah! No nos pongamos sentimentales, aunque sea la última vez que nos veamos… Quisiera preguntarte una cosa, Kira; si no quieres, no me contestes. Sólo es una curiosidad. ¿Qué hay entre tú y Andrei Taganov?

– Soy su amante desde hace más de un año -dijo Kira-. ¿Sabes?, la tía de Leo en Berlín…

– Ya me lo figuraba. Pues bien, pequeña, no sé cuál de las dos necesita mayor valor para enfrentarse con el futuro.

– No tendré miedo más que un día… un día que no llegará jamás -dijo Kira-; y el día en que mis fuerzas cedan.

– Las mías han cedido ya -dijo Irina- y no tengo miedo. Sólo hay algo que quisiera comprender y que nadie, me parece, logrará explicarme. ¿Ves tú? Ya sé que todo ha terminado para mí. Lo sé, y, sin embargo, no logro verdaderamente creerlo, no llego a sentirlo. ¡Es tan extraño! Es tu vida. La empiezas creyendo que es algo precioso y delicado, tan hermosa que te parece un tesoro sagrado. Y ahora ha terminado y a nadie le importa nada; y no porque sea indiferente, sino porque no se sabe nada de ella. ¿Quién tiene alguna idea de lo que es este tesoro nuestro? Sin embargo, en todo ello debe haber algo que todo el mundo debería comprender. Sólo que… ¿qué es, Kira?

Los condenados políticos viajaban en un coche aparte, y junto a las ventanillas había hombres armados de bayonetas. Irina y Sasha estaban sentados uno frente a otro en los bancos de madera; habían estado juntos durante una parte del camino y ahora iban a llegar al punto en que Irina debía transbordar. Las ventanillas del coche eran oscuras y relucientes, como si detrás del cristal se hubieran pegado pedazos de hule; sólo los copos de nieve que de vez en cuando se aplastaban contra ellos indicaban que más allá había tierra y viento, y un cielo negro. Del techo pendía una lámpara que temblaba como si cada sacudida de las ruedas empujase la amarillenta llama hacia afuera y luego ésta oscilase y se volvida para atrás, vacilante, a cogerse de nuevo al cabo de vela de donde procedía. Un muchacho con un viejo gorro verde de estudiante, solo junto a una ventanilla, cantaba a media voz como en una lamentación fúnebre, entre dientes; y su voz se oía como una amarga sonrisa, a pesar de que su rostro no se movía:

Oh, manzaníta. - ¿Hacia dónde vas rodando?

Sasha tenía la mano de Irina entre las suyas. Ella sonreía, con la barbilla metida en una vieja bufanda de lana. Sus manos estaban frías. De sus labios salía un blanco vapor, mientras decía:

– No debemos pensar en esos diez años. Parecen tan largos, ¿verdad? Pero en realidad no lo son. ¿Sabes? ¿Quién fue aquel filósofo que dijo que el tiempo no era más que una ilusión, o algo parecido? ¿Quién fue? En fin, no importa. El tiempo pasa de prisa si uno no piensa en él. Seremos jóvenes cuando… saldremos. Prometámonos, pues, que no pensaremos en otra cosa. ¿Prometido?

– Sí -murmuró él mirándole las manos-. Irina, si yo no…

– Esta es una cosa que ya me habías prometido no volver a decir jamás, ni aun a ti mismo. ¿No comprendes, querido, que es más fácil para mí eso que el haberme quedado en casa sabiendo que tú te ibas solo allá abajo? De este modo siento que hay algo común entre nosotros, que compartiremos alguna cosa. ¿No es cierto?

El escondió la cara entre las manos de Irina, sin decir una palabra.

– Óyeme -dijo ella inclinándose sobre sus rubios cabellos-. Sé que no siempre será fácil mantenerse serenos. Alguna vez se piensa: ¿vale la pena ser valiente sólo por el orgullo de serlo? Establezcamos una cosa: seremos valientes uno para el otro. Cuando te sientas más triste, sonríe y piensa que lo haces por mí. Yo haré igual. Esto nos mantendrá unidos. Y, ¿sabes?, es muy importante conservar la serenidad. Resistiremos más.

– ¿Para qué? De todos modos no resistiremos bastante.

– ¡No digas tonterías, Sasha!

– Irina movió la cabeza y se echó hacia atrás un rizo que le caía sobre la cara y dijo, mirándole a los ojos, como si creyese en las palabras que salían de sus labios:- ¡Dos personas sanas y fuertes como nosotros! Además, todo lo que dicen del hambre y de la consunción, estoy segura de que es exagerado. Nunca es tan fiero el león como lo pintan. Las ruedas chirriaron, como si el tren fuera a detenerse.

– ¡Dios mío! -gimió Sasha-, ¿ya es la estación? El coche dio un salto hacia adelante. Debajo de los pies de los dos jóvenes, volvió a oírse como antes el estrépito de las ruedas sobre los rieles, como un martillo que cayese cada vez a mayor velocidad.

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