Литмир - Электронная Библиотека

Había aprendido a ser extraordinariamente silenciosa. En las reuniones de su Komsomol leía sus informes con voz algo chillona, pero en tono indiferente: por poco que se distrajera podía vérsela mirando vagamente hacia adelante con ojos sin expresión. Se había quedado sola en las grandes habitaciones vacías del piso de los Dunaev. Víctor había hablado en secreto con algún funcionario influyente para obtener que no les enviasen ningún in-quilino a ocupar las habitaciones vacantes, que él esperaba utilizar algún día. Pero el silencio de la casa asustaba a Marisha, que prefería pasar la noche entre reuniones de su Centro y visitas a sus padres, en su antigua habitación junto a la de Kira. Cuando llegaba Marisha, su madre suspiraba y murmuraba contra las raciones de la Cooperativa, y luego se inclinaba en silencio sobre su labor. El padre decía:

– Buenas noches -sin dar ninguna otra señal de haberse dado cuenta de su presencia.

Su hermanito le decía-: ¿Ya vuelves a estar aquí?

– Y ella no decía nada; se sentaba en un rincón detrás del gran piano de cola, y se quedaba leyendo hasta muy entrada la noche; entonces observaba:- Creo que tengo que marcharme -y se volvía a su casa.

Una noche vio a Vasili Ivanovitch que iba a casa de Kira. El anciano atravesó la estancia sin levantar la vista del suelo y sin darse cuenta de Marisha.

Vasili Ivanovitch tenía'que vender lo último que le quedaba: la piel del oso blanco que había matado en Siberia tantos años antes. -¿Ves, tú, Kira? -explicó con cierta vacilación-. Me han hecho una oferta, pero pensé que, si te gustaba preferiría que fueras tú quien se quedase con ella… Siempre me gustó tanto tenerla… que pensé que sería mejor que acabase en tus manos que en las de un extraño… Me ofrecen veinte rublos. Te la dejaría por este mismo precio.

Kira se quedó con la piel. Puso cincuenta rublos en la mano de Vasili Ivanovitch y no le permitió discutir. Vasili Ivanovitch ob-serbó que los hombros de Kira temblaban y le dijo afectuosamente, cogiéndola por los codos:

– Anda, vamos, Kira, no hagas eso. ¡Tú, mi valiente soldadito! ¡Valor niña, no todo es tan asqueroso!

Marisha aguardó pacientemente a que volviese a pasar Vasili Ivanovitch; aunque no sabía por qué le aguardaba ni qué le habría dicho. Cuando por fin se abrió la puerta de Kira y Vasüi Ivanovitch volvió a atravesar la estancia para salir, Marisha se puso en pie sonriendo tímidamente, dio un paso hacia adelante y se paró ante el anciano; pero éste salió sin mirarla siquiera, y Marisha se dejó caer en su silla sonriendo todavía, mecánicamente.

La nieve llegó temprano. Al barrer las aceras la amontonaban formando una cadena de escarpadas montañas, atravesadas por delgados y oscuros hilillos de suciedad y manchadas por oscuras pellas de tierra, colillas de cigarrillo, y pedazos de periódico amarillentos y descoloridos. Pero junto a las paredes de las casas la nieve había ido formando poco a poco un capa blanca, espesa y pura como una colcha de plumas que subía hasta el dintel de las ventanas de los sótanos.

Los antepechos de las ventanas se proyectaban sobre las calles como estanterías cargadas de blanca nieve. Las colillas brillaban, bordeadas por un helado encaje de largos carámbanos. Por un cielo frío, de un azul primaveral, subían pequeñas espirales de humo rosado que se abrían como los pétalos de una flor de manzano. En los tejados, la nieve se acumulaba formando una amenazadora muralla blanca detrás de las balaustradas de hierro. Unos hombres con gruesos guantes de lana manejaban sus palas por encima de la ciudad, echando grandes montones de nieve helada, que semejaban rocas, sobre el pavimento de la calle. Las paletadas de nieve, al caer, se deshacían con un sordo rumor y levantando una ligera nube blanca; los trineos se veían obligados a virar bruscamente, y, para evitarles, los gorriones, hambrientos y con el plumaje erizado, huían asustados. En las esquinas había grandes calderas, encajadas en bastos armazones de vigas. Otros hombres armados de palas iban echando en ellas la nieve, y por un boquete de las calderas salían las blancas aceras en largas cintas parduzcas. Por la noche, las hogueras que ardían bajo esas calderas llameaban en medio de la oscuridad; eran hogueras pequeñas, de color entre púrpura y anaranjado, muy a ras del suelo. Al compás de las palas se veía moverse, saliendo de la oscuridad, a unos hombres harapientos que de vez en cuando acercaban al fuego sus manos heladas.

Kira andaba en silencio por el jardín del palacio. Huellas de pasos, medio borradas por polvo reciente, indicaban el camino hacia el pabellón; eran las huellas de los pasos de Andrei, y Kira las conocía; por otra parte, pocos eran los visitantes que atravesaban el jardín. Los troncos de los árboles estaban desnudos, negros y muertos como postes telegráficos; las ventanas del palacio estaban oscuras, pero, en el extremo del jardín, a través de las rígidas ramas desnudas brillaba en medio de la oscuridad un luminoso cuadrado amarillo, y bajo la ventana de Andrei la nieve tenía color rosa dorado.

Kira subió lentamente la majestuosa escalinata de mármol. No había luz; su pie buscaba los peldaños uno por uno, tanteando en la oscuridad el mármol helado y resbaladizo. Hacía más frío que en la calle: un frío mortal, húmedo e inmutable como el de un mausoleo. La mano de Kira iba recorriendo, vacilante, la barandilla medio desbrozada. No veía nada ante sí, y le parecía que la escalera no iba a terminar jamás.

Cuando llegó al punto en que la barandilla faltaba, se detuvo y llamó desesperadamente, con una ligera nota de risa en su voz asustada: -¡Andrei!

En lo alto, un rayo de luz rasgó la oscuridad cuando Andrei abrió la puerta:

Corrió riendo a su encuentro y dijo en son de excusa: -¡Cuánto lo siento! ¡Son estos malditos hilos eléctricos que se han roto!

La tomó en sus brazos y la llevó hasta su cuarto, mientras ella le decía, riendo:

– Me da vergüenza, Andrei; me estoy volviendo miedosa. El la dejó junto a la chimenea llameante. Le quitó el abrigo y el sombrero, y sus dedos quedaron humedecidos por la nieve que se derretía sobre su cuello de pieles. La hizo sentar al lado de la chimenea, le desabotonó los guantes, frotó entre las fuertes palmas de sus manos las heladas manos de Kira, le quitó los chanclos nuevos de fieltro y sacudió la nieve, que produjo al caer.sobre las brasas un chirrido como de fritura.

Andrei tenía un regalo para Kira. Le puso en el regazo una larga y estrecha cajita y aguardó, mirándola y sonriendo.

– ¿Qué es, Andrei? -preguntó ella.

– Una cosa que viene del extranjero.

Kira rasgó el papel y abrió la cajita: se quedó con la boca abierta, sin acertar a pronunciar una palabra. Era un camisón de noche negro, de un crespón tan transparente que a través de sus sutiles pliegues podían verse danzar las llamas de la chimenea. Kira se quedó sosteniéndolo entre sus dedos con aire de incredulidad y timidez.

– Andrei… ¿de dónde lo has sacado?

– De un contrabandista.

– ¿Pero tú compras cosas de contrabando?

– ¿Por qué no?

– ¿Compraste a un… especulador?

– ¿Por qué no? La quería. Sabía que te gustaría.

– Pero en otro tiempo… -Era otro tiempo. Ahora es distinto. Los dedos de Kira arrugaban el negro crespón.

– ¿Qué? -dijo él-. ¿Te gusta?

– Andrei -gimió ella-. Andrei, ¿en el extranjero llevan estas cosas?

– Evidente.

– ¡Ropa interior negra! ¡Qué cosa más absurda y más deliciosa!

– Ya ves tú lo que hacen en el extranjero. No temen hacer cosas absurdas y deliciosas. Basta con que algo sea delicioso para que se considere una razón para hacerlo. -Andrei, si te oyeran te expulsarían del Partido -rió ella.

– Kira, ¿te gustaría ir al extranjero?

El negro camisón cayó a sus pies. Andrei se inclinó a recogerlo, sereno y sonriente. -Lo siento, Kira; ¿te he asustado? -¿Qué has dicho, Andrei?

98
{"b":"125327","o":1}