– Óyeme -dijo el joven arrodillándose de pronto a su lado y rodeándole el talle con sus brazos, mientras en sus ojos brillaba una mirada ávida, inquieta, que ella no había visto jamás-. Es una idea que tengo desde hace algún tiempo; al principio creía que era una locura, pero no pienso en otra cosa: si tú quisieras, Kira… podríamos… ¿comprendes? Al extranjero… para siempre…
– Pero, Andrei…
– Es factible. Todavía puedo lograr que me envíen fuera con alguna misión secreta de la G. P. U. Podría lograr un pasaporte para ti en concepto de secretaria mía. Una vez pasada la frontera no pensaríamos más en la misión, ni en nuestros pasaportes rojos, ni en nuestros nombres, y huiríamos tan lejos que no podrían encontrarnos jamás.
– ¿Ya sabes lo que estás diciendo, Andrei?
– Sí. Lo único que no sé es qué haría una vez en el extranjero. Todavía no lo sé. No me he atrevido a pensarlo, cuando estaba solo. Pero cuando tú estás conmigo puedo pensar, puedo hablarte de ello. Siento la necesidad de huir antes de comprender demasiado claro lo que adivino a nuestro alrededor, antes de romper definitivamente con todo. Sería como volver a empezar la vida desde el principio, como si detrás de nosotros no hubiera más que el vacío. Te tengo a ti; lo demás no me importa. Acabaré por entender todo eso que gracias a ti estoy empezando a vislumbrar.
– Pero Andrei- balbució ella-, tú que eres lo mejor que tu Partido puede mostrar al mundo…
– No te detengas; dilo. Di que soy un traidor. Quizá tengas razón. O quizás hasta ahora no he empezado a dejar de serlo. Quizá durante todos estos años he estado traicionando algo más grande que todo cuanto el Partido puede ofrecer al mundo. No lo sé ni me importa. Me siento como después de una ducha fría. Porque, ¿ves tú?, en medio de esta infinita confusión que llaman la vida, lo único de que estoy seguro es de ti. Y mirándola a los ojos añadió dulcemente:
– ¿Qué te pasa, Kira? No he dicho nada que pueda asustarte, ¿verdad?
– No, Andrei -murmuró ella sin mirarle.
– Además, hay lo que te dije una vez, ¿recuerdas? Una vez que te hablé del más alto objeto de mi veneración…
– Sí, Andrei.
– Kira, ¿quieres casarte conmigo?
Las manos de Kira cayeron inertes, y la mirada que dirigió en silencio a Andrei fue triste y suplicante.
– Kira, querida, ¿no te das cuenta de lo que estamos haciendo? ¿Por qué tienes que esconderte y mentir? ¿Por qué tenemos que vivir con la continua congoja de estar contando las horas, los días, las semanas que separan nuestras entrevistas? ¿Por qué no he de tener el derecho de buscarte en los momentos en que creo volverme loco, si no te veo? ¿Por qué he de callar, por qué no puedo decir a todo el mundo, a los hombres como Leo Kovalens-ky, que eres mía, que eres mi mujer?
Kira no parecía ya estar asustada. El nombre que él había pronunciado le había devuelto todo su frío valor combativo. -No puedo, Andrei.
– ¿Por qué?
– ¿Serías capaz de hacer cualquier cosa por mí, si yo lo deseara?
– Sí, Kira; todo. -No me preguntes por qué.
– Está bien.
– Yo no puedo ir al extranjero, pero si tú quieres ir solo…
– No hablemos más de ello, Kira. No te preguntaré nada. ¿Pero verdaderamente crees que yo sería capaz de irme solo?
– Ea, no hablemos más. Intentaremos tener aquí un rinconcito de Europa. De momento voy a probarme tu regalo. Vuélvete y no mires.
Andrei obedeció. Cuando se volvió de nuevo, Kira estaba junto a la chimenea, con los brazos cruzados sobre la nuca, y detrás de la sombra de su cuerpo se veía vacilar la llama a través del sutil velo negro.
Andrei la abrazó doblegándole el cuerpo hacia atrás, de tal modo que sus cabellos parecían rojos a la luz del fuego. -No me quejo, Kira. Soy feliz, feliz de no tenerte más que a ti -murmuró.
– ¡No digas eso, Andrei! -rogó ella-. No lo digas, te lo suplico.
No volvió a decirlo. Pero sus brazos, su carne, todos sus músculos, que ella sentía junto a los suyos, gritaban silenciosamente: -No tengo más que a ti… no tengo nada… nada… sólo te tengo a ti.
Cuando Kira volvió a su casa era ya muy tarde. El cuarto estaba vacío y oscuro. Se sentó, fatigada, encima de la cama, aguardando a Leo. Y se durmió agotada, acurrucada en su arrugado traje encarnado, con la cabellera suelta, un brazo extendido con la palma vuelta hacia arriba y los dedos fatigosamente cerrados. La despertó el teléfono. Se levantó de un salto. Era de día, pero la lámpara seguía ardiendo todavía en la mesita de noche. Leo no había vuelto.
Vacilando, se dirigió al teléfono, con los ojos todavía cerrados, como si un enorme peso abrumara sus párpados. -¿Quién es? -murmuró apoyándose a la pared.
– ¿Es usted Kira Alexandrovna? -preguntó una untuosa voz masculina que arrastraba meticulosamente las vocales, pero en la que se adivinaba una nota de ansiedad bajo la inflexión cortés.
– Sí -dijo Kira-, ¿con quién hablo?
– ¡Aquí Karp Morozov, Kira Alexandrovna, alma de mi alma… si tuviera usted la bondad de venir a llevarse a ese… a llevarse a su casa a Lev Sergeievitch. Verdaderamente no conviene que se dé un espectáculo en mi casa. Parece que ha habido una fiesta, y…
– Voy en seguida -dijo Kira, colgando el aparato. Se vistió en un instante. Pero no acertaba a abrocharse el abrigo: los dedos le temblaban tanto que no lograba hacer entrar los botones en los ojales.
Cuando llegó, Morozov en persona le abrió la puerta. Estaba en mangas de camisa, y su chaleco, demasiado estrecho, marcaba profundos pliegues sobre su grueso abdomen. Se inclinó profundamente, a la moda campesina.
– Ah, Kira Alexandrovna, alma mía, ¿cómo está usted? Siento mucho haber tenido que molestarla por esta tontería. Pero… entre, por favor.
El amplio recibimiento de blancos paneles olía a lilas y a naftalina. Al otro lado de una puerta Kira oyó reír a Leo con risa alegre, argentina, serena.
Sin aguardar la invitación de Morozov, Kira entró directamente en el comedor. La mesa estaba puesta para tres. Antonina Pavlov-na, con el meñique levantado, sostenía en la mano una taza de té. Llevaba un quimono oriental; sobre su nariz se acumulaban los polvos, entre la nariz y la barbilla se había esparcido el rojo de sus labios, y sus ojos, sin maquillar, parecían hinchados, cansados y pequeñísimos. Leo estaba sentado a la mesa en mangas de camisa y pantalón negro; llevaba el cuello desabrochado, la corbata sin anudar, los cabellos en desorden. Reía sonoramente mientras intentaba hacer sostener en equilibrio un huevo sobre la punta de un cuchillo.
Levantó la cabeza y miró con sorpresa a Kira. Su cara era fresca y joven, radiante como una mañana de primavera. Una cara que nada parecía alterar. -¿Qué haces aquí, Kira?
– Kira Alexandrovna, por casualidad… -empezó a decir tímidamente Morozov, pero ella le interrumpió bruscamente:
– El me ha telefoneado.
– ¿Cómo…? ¿Usted…? -Leo se volvió a Morozov con una mueca de enojo, y luego dijo moviendo la cabeza y volviendo a reír:- ¡Está bueno eso! ¿Os figuráis que tengo un ama que me vigila?
– Lev Sergeievitch, alma de mi alma, no quise…
– ¡Basta! -gritó Leo-. Bien, Kira -añadió-, puesto que has venido, siéntate y desayuna. ¡Mira a ver si tienes todavía un par de huevos, Tonia!
– Vamonos a casa, Leo -dijo Kira con calma. El la miró y se encogió de hombros.
– Si te empeñas en ello… -dijo, levantándose poco a poco. Morozov tomó la taza de té que no había terminado de beber. Vertió el té en el plato y sosteniendo éste con la punta de los dedos sorbió el líquido a borbotones. Luego dijo, mirando alternativamente a Leo y a Kira:
– Yo… ¿sabe usted?, he aquí lo que ha sucedido: he telefoneado a Kira Alexandrovna porque temía que… que no se sintiera usted bien, Lev Sergeievitch, y que…
– … estuviera borracho -concluyó Leo.
– Oh, no es eso, pero…
– Ayer lo estaba, pero esta mañana ya no. Y no tenía usted ninguna maldita razón para…