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– Sonia, tú te has vuelto loca -dijo con energía.

Ella le miró esperando.

– Estás loca, te digo. No tengo la menor intención de casarme.

– Pero vas a tener que hacerlo.

– ¿Ah, sí? ¡Sal de aquí!

– Pavel -dijo ella, tranquila-, no digas cosas de las que luego te podrías arrepentir.

– Óyeme… no… no estamos en un ambiente burgués. ¡Qué diablo! Tú no eres una muchachita seducida… ni siquiera eras… En fin, si quieres llevar el asunto a los tribunales puedes hacerlo, pídeles su protección. ¡Que el diablo te lleve! Pero no hay ninguna ley que me obligue a casarme contigo… ¡Casarme! ¡Qué diablos! ¿Tal vez te figuras que vives en Inglaterra, o algo parecido?

– Siéntate, Pavel -dijo la camarada Sonia abotonándose el gemelo del puño-, y no interpretes torcidamente mis palabras. Mi manera de obrar no tiene nada de anticuada; la moral pública, la vergüenza y todas esas tonterías me tienen completamente sin cuidado. Se trata únicamente de nuestro deber.

– ¿De nuestro… qué?

– De nuestro deber para con un futuro ciudadano de nuestra República.

Pavel ahogó una carcajada.

– Deja eso -dijo-, aquí no estás hablando en una reunión del Centro.

– ¿Realmente? -preguntó la camarada Sonia-. ¿De modo que la lealtad de tus principios no se extiende hasta la vida privada?

De nuevo él se puso en pie.

– Vamos, Sonia, no me interpretes mal. Yo siempre soy leal, desde luego… y nuestros principios… no cabe duda de que tus sentimientos son excelentes y los aprecio… pero ¿qué importancia tiene todo ello para… para el futuro ciudadano?

– El porvenir de nuestra República está en la generación futura. La vida de nuestra juventud es un problema vital. Nuestro hijo debe tener una madre y un padre del Partido que guíen sus pasos.

– ¡Déjate de monsergas, Sonia! Hoy ya no es necesario eso. Para algo están las guarderías infantiles, la educación colectiva, en fin… ya lo sabes. Una gran familia, el espíritu de colectividad aprendido en los primeros años de la vida y…

– Las guarderías del Estado serán una gran cosa en el porvenir, pero de momento son imperfectas. Nuestro hijo debe recibir una educación que le haga un perfecto ciudadano de nuestra gran República. Nuestro hijo…

– Nuestro hijo… ¡al diablo con él! ¿Cómo puedo saber…?

– Pavel, ¿debo creer que insinúas que…?

– ¡Oh, no! Yo no insinúo nada. ¡Pero… diablo, Sonia! Estaba borracho; tú hubieras debido comprender…

– ¿De modo? que te arrepientes, Pavel?

– ¡Oh, no! No, naturalmente. Ya sabes que te quiero, Sonia… Óyeme, Sonia… de veras no puedo casarme ahora. Te aseguro que no quisiera otra cosa y que estaría orgulloso de ello. Pero, ¿ves tú?, ahora empiezo y tengo que pensar en mi porvenir. He empezado con buen pie, y… mi deber para con el Partido me obliga a estudiar, a perfeccionarme, a mejorar…

– Puedo ayudarte, Pavel, o…

– Pero, Sonia -gimió desesperado.

– Lo lamento tanto como tú -dijo ella amablemente-. Para mí fue una sorpresa más penosa que para ti mismo. Pero yo estoy dispuesta a cumplir con lo que considero mi deber.

El cayó pesadamente en la silla y dijo sordamente, sin mirarla: -Oye, Sonia, concédeme dos días, ¿quieres? Para volver a reflexionar y acostumbrarme a la idea, y…

– Desde luego -dijo Sonia, levantándose-, piénsalo… De todos modos ya es hora de que me marche. Tendré que correr. ¡Hasta luego!

– ¡Hasta la vista! -murmuró él sin mirarla, mientras su mano se agitaba incesantemente. No se levantó cuando Sonia se fue. Aquella noche, Pavel Syerov se embriagó. Al día siguiente se dirigió al Centro del Sindicato ferroviario. El presidente le dijo: -Te felicito, camarada Syerov. Sé que te casas con la camarada Sonia. No podías elegir mejor.

En la célula del Partido, fue el secretario quien le dijo: -Vamos, Pavel, ya está todo a punto para tu éxito en el mundo, ¿eh? Con una mujer como ésa…

En el círculo marxista un imponente funcionario a quien no conocía, le sonrió y le dijo, dándole palmadas en el hombro: -Venga usted a verme, camarada Syerov; siempre fui amigo de su futura esposa.

Aquella noche, Pavel telefoneó a Antonina Pavlovna, blasfemó contra Morozov, pidió una participación mayor en los beneficios, se la hizo anticipar y compró unas cuantas botellas para bebérselas luego con una mujerzuela que encontró por la calle.

Tres días más tarde, Pavel Syerov y la camarada Sonia se casaron. Se presentaron ante un funcionario en la desnuda sala de los Zags y firmaron en un gran registro. La camarada Sonia manifestó su intención de seguir usando su nombre de soltera. No debía celebrarse ceremonia religiosa ninguna, manifestó al empleado. Y aquella noche, la camarada Sonia se trasladó a la habitación de Pavel Syerov, que era mayor que la suya.

– Querido -dijo-, ¡vamos a tener que pensar en un hermoso nombre revolucionario para nuestro hijo!

Alguien llamó a la puerta de Andrei con mayor fuerza que de costumbre. Un golpe fuerte, seguido de un ruido más atenuado, como si un puño se apoyase pesadamente contra el panel. Andrei estaba sentado en el suelo con una lámpara al lado de unos grandes papeles extendidos delante de él y rodeado por numerosos libros abiertos. Estaba estudiando; los cabellos le caían hacia adelante proyectando un festón de sombra sobre su rostro. Levantó la cabeza y preguntó con impaciencia: -¿Quién es?

– Soy yo, Andrei -contestó alguien en voz baja-. Abre la puerta. Soy yo, Stepan Timoshenko.

Andrei se puso en pie y abrió la puerta. Stepan Timoshenko, que había servido en la flota del Báltico y en los guardacostas de la G. P. U., estaba en el rellano, tambaleándose un poco y apoyándose en la pared. Llevaba gorra de marinero, pero en la cinta no había ni estrella roja ni nombre de buque. Iba de paisano, con una chaqueta corta con un cuello de piel de conejo bastante apolillado y unas mangas demasiado estrechas para él, con los codos muy gastados. El cuello de pieles estaba abierto y dejaba asomar los robustos tendones bronceados por el sol. Sonreía, y la luz hacía resaltar la blancura de sus dientes y lo oscuro de sus ojos. -Buenas noches, Andrei. ¿Tienes inconveniente en que entre?

– Pasa. Estoy contento de verte.

Creía que habías olvidado a tus viejos amigos.

– No -dijo Timoshenko-, no les he olvidado.

– Entró, sin dejar de tambalearse, y cerró la puerta.- No, no les he olvidado. Pero alguno de los viejos amigos ha estado endemoniadamente contento de olvidarme a mí… No hablo por ti, Andrei… no; no hablo por ti.

– Siéntate -dijo Andrei- y quítate la chaqueta, si no tienes frío.

– ¿Quién? ¿Yo? ¡No! ¡No tengo nunca frío, yo! Y aunque lo tuviese, paciencia, porque éste es el único traje que me ha quedado. Me quitaré esta maldita chaqueta. Y desde luego me voy a sentar. Adivino que quieres que me siente porque crees que estoy borracho.

– No -dijo Andrei-, pero…

– Bien, sí; estoy borracho, pero no mucho. No tienes inconveniente en que esté un poco alegre, ¿verdad?

– ¿Dónde has estado, Stepan? No te veía hace meses.

– Oh, de paseo. Me han expulsado de la G. P. U. ¿Lo sabías?

Andrei hizo con la cabeza una lenta señal afirmativa y clavó la mirada en sus papeles.

– Sí -dijo Stepan Timoshenko estirando cómodamente los pies-, no soy digno de confianza. No. No soy digno… No soy bastante revolucionario, yo, Stepan Timoshenko, de la Flota Roja del Báltico.

– Lo siento -dijo Andrei.

– Cállate. ¿Quién te ha pedido tu simpatía? ¡Es ridículo! Eso es lo que es. ¡Ridículo, completamente ridículo…! -Contempló los amorcillos del friso de la estancia:- Y tu habitación también es ridicula. ¡Vaya un condenado sitio para vivir un comunista!

– No me importa. Podría cambiar, pero ¡es tan difícil encontrar casa en estos tiempos!

– Desde luego -dijo Timoshenko, riendo fuerte-, desde luego es difícil para Andrei Taganov. No lo sería tanto para la camarada Sonia, por ejemplo. No lo sería para todos esos individuos que usan el carnet del Partido como si fuera el cuchillo de un carnicero. A ellos no les costaría nada echar a un pobre diablo sobre el hielo del Neva.

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