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Durante estas inesperadas palabras, pronunciadas en el tono de la más secreta e importante confidencia, yo miraba a Richard. En sus tiempos de estudiante, Richard era conocido por su reputación de bromista, es decir que no ignoraba ninguna de las mil y una maneras de burlarse de los demás, y los porteros del bulevar Saint-Michel podrían contar muchas anécdotas suyas. Así pues, parecía disfrutar enormemente de la ocasión que le brindaban. No se perdía ni un detalle, a pesar de que el conjunto resultara algo macabro a causa de la muerte de Buquet. Movía la cabeza con ademán de tristeza y su aspecto, a medida que hablaban los demás, se volvía compungido como el de un hombre que lamenta amargamente todo este asunto de la Ópera, ahora que se enteraba de que había un fantasma dentro. Yo no podía hacer otra cosa que copiar servilmente esa actitud desesperada; sin embargo, a pesar de todos nuestros esfuerzos, no pudimos al fin evitar una carcajada ante las mismas narices de los señores Debienne y Poligny, quienes, al vernos pasar sin transición del estado de ánimo más sombrío a la alegría más insolente, reaccionaron como si creyeran que nos habíamos vuelto locos.

Dado que la farsa se prolongaba en exceso, Richard preguntó medio en serio medio en broma:

– Pero, en resumidas cuentas, ¿qué es lo que quiere ese fantasma?

El señor Poligny se dirigió hacia su despacho y volvió con una copia del pliego de condiciones.

El pliego de condiciones comenzaba con estas palabras:

"La dirección de la ópera estará obligada a dar a las representaciones de la Academia Nacional de música el esplendor que conviene a la primera escena lírica francesa", y terminaba en el artículo 98, en los siguientes términos:

"El presente privilegio podrá ser retirado:

"1° Si el director contraviene a las disposiciones estipuladas en el pliego de condiciones."

Siguen las disposiciones.

– Aquella copia -dijo el señor Moncharmin- estaba escrita en tinta negra y enteramente conforme a la que nosotros poseíamos.

Sin embargo, vimos que el pliego de condiciones que nos sometía el señor Poligny comportaba in fine un párrafo añadido, escrito en tinta roja con una letra insólita y atormentada, como si hubiera sido trazada a golpes de cabezas de cerillas, la letra de un niño que aún no ha cesado de hacer palotes y todavía no sabe ligar las letras. Este añadido, que alargaba de forma tan extraña el artículo 98, decía textualmente:

"5° Si el director retrasa por más de quince días la mensualidad que debe al fantasma de la Ópera, mensualidad fijada hasta nueva orden en 20.000 francos, o sea, 240.000 francos al año. "

El señor de Poligny, con gesto dudoso, nos mostró esta cláusula suprema, que en verdad no esperábamos.

– ¿Eso es todo? ¿Él no quiere nada más? -preguntó Richard con la mayor sangre fría.

– Sí -replicó Poligny.

Volvió a hojear el pliego de condiciones y leyó:

"Art. 63. El gran proscenio, a la derecha de los primeros palcos, será reservado en todas las representaciones para el jefe del Estado.

"La platea n° 20, los lunes, y el palco n° 30 del primer piso, los miércoles y viernes, estarán puestos a la disposición del ministro.

"El palco número 27 del segundo piso estará reservado cada día para uso de los prefectos del Sena y de policía."

Al final de este artículo, el señor Poligny nos enseñó una linea trazada con tinta roja, que había sido añadida:

"El palco n° 5 del primer piso será puesto en todas las representaciones a disposición del fantasma de la Opera. "

Ante esta última jugada no nos quedó más remedio que levantarnos y apretar calurosamente las manos de nuestros dos predecesores, a la vez que los felicitábamos por haber ideado aquella encantadora broma que demostraba que la vieja alegría francesa seguía conservándose. Richard creyó incluso su deber añadir que ahora comprendía por qué los señores Debienne y Poligny abandonaban la dirección de la Academia Nacional de Música. No se podía trabajar con un fantasma tan exigente.

– Evidentemente -replicó sin pestañear el señor Poligny-, 240.000 francos no se encuentran debajo de la herradura de un caballo. ¿Y han considerado lo que cuesta no alquilar el palco n° 5 del primer piso, reservado para el fantasma en todas las representaciones? Sin tener en cuenta que nos hemos visto obligados a reembolsar el abono. ¡Es horrible! ¡Realmente no trabajamos para mantener fantasmas!… ¡Preferimos irnos!

– Sí -repitió el señor Debienne-, preferimos irnos. ¡Vámonos!

Y se puso en pie.

Richard dijo:

– Pero, en fin, me parece que han sido ustedes demasiado condescendientes con ese fantasma. Si tuviera un fantasma tan molesto como ése, no dudaría en hacerlo detener.

– Pero, ¿dónde? ¿Cómo? -exclamaron los dos en voz alta-. Jamás lo hemos visto.

– ¿Ni siquiera cuando va a su palco?

– Jamás lo hemos visto en su palco.

– Entonces, alquílenlo.

– ¡Alquilar el palco del fantasma de la Opera! Bien, señores, inténtenlo ustedes.

Después de lo cual salimos los cuatro del despacho de dirección. Richard y yo jamás nos habíamos "reído tanto".»

IV EL PALCO N° 5

Armand Moncharmin escribió unas memorias tan voluminosas que, en lo que se refiere particularmente al largo período de su codirección, habría para preguntarse sí en algún momento encontró tiempo para ocuparse de la ópera de otra forma que no fuera la de contar lo que en ella ocurría, El señor Moncharmin no sabía ni una nota de música, pero tuteaba al ministro de Instrucción Pública y de Bellas Artes, había hecho un poco de periodismo de calle y gozaba de una fortuna considerable. Por último, era un hombre encantador y que no carecía de inteligencia, puesto que, decidido a regir la Opera, había sabido escoger a un director útil y no había dudado en designar a Firmin Richard.

Firmin Richard era un músico distinguido y un hombre de mundo. He aquí el retrato que nos da, en el momento de su toma de posesión, la Revue des théatres:

«El señor Firmin Richard tiene aproximadamente unos cincuenta años, es de alta estatura, de constitución robusta, sin ser gordo. Posee prestancia y distinción, subido de color, el pelo abundante, un poco corto y cortado a cepillo, la barba acorde con el pelo; su fisionomía tiene algo un poco triste que templa una mirada franca y directa y una sonrisa encantadora.

»El señor Firmin Richard es un músico muy distinguido. Hábil armonista, sabio contrapuntista, la grandeza es la característica principal de su composición. Ha publicado música de cámara muy apreciada por los aficionados, música para piano, sonatas o fugas llenas de originalidad, demás de un volumen de melodías. Finalmente, La muerte de Hércules, ejecutada en los conciertos del Conservatorio, arroja un soplo épico que hace pensar en Gluck, uno de los maestros venerados por el señor Firmin Richard. De todas maneras, aunque admire a Gluck, no admira menos a Piccini. El señor Richard le agrada todo lo que encuentra. Lleno de admiración por Piccini, se inclina ante Meyerbeer, se deleita con Cimarosa y nadie aprecia mejor que él, el inimitable genio de Weber. Por último, en lo que concierne a Wagner, el señor Richard, no está lejos de pretender que es él, Richard, el primero y quizás el único en comprenderlo en Francia.»

Aquí detengo mi cita, de la que creo se desprende con suficiente claridad que, si al señor Firmin Richard amaba casi toda la música y a todos los músicos, el deber de todos los músicos era amar al señor Firmin Richard. Digamos para concluir este rápido retrato, que el señor Richard era lo que se ha dado en llamar un ser autoritario, es decir que tenía un carácter difícil.

Los primeros días de los dos directores en la Ópera transcurrieron dominados por la alegría de sentirse los amos de una empresa tan amplia y hermosa. Habían sin duda olvidado ya la curiosa y extraña historia del fantasma, cuando se produjo un incidente que les probó que, si se trataba de una farsa, la farsa aún no había terminado.

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