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– Joseph Buquet haría mejor callándose -afirmó la ciruela.

– ¿Por qué tiene que callarse? -le preguntaron.

– Es lo que opina mamá -replicó Meg en voz muy baja y mirando a su alrededor como si tuviera miedo de ser escuchada por otros oídos que los que se hallaban allí presentes.

– ¿Y por qué dice eso tu madre?

– ¡Chis!!Mamá dice que al fantasma no le gusta que se le moleste!

– ¿Y por qué dice esto tu madre?

– Porque… porque… por nada.

Esta voluntaria reticencia tuvo la virtud de exasperar la curiosidad de aquellas señoritas, que se apretujaron alrededor de la pequeña Giry y le suplicaron que se explicase. Se encontraban allí, codo con codo, inclinadas en un mismo movimiento de súplica y temor.

Se comunicaban el miedo, sintiendo con ello un placer agudo que las helaba.

– ¡He jurado no decir nada! -dijo de nuevo Meg, en un suspiro.

Pero las otras la apremiaron insistentemente y tanto prometieron guardar el secreto que Meg, que ardía en deseos de contar lo que sabía, comenzó, con los ojos fijos en la puerta.

– Bueno… es por lo del palco

– ¿Qué palco?

– ¡El palco del fantasma!

– ¿El fantasma tiene un palco?

Ante la idea de que el fantasma tuviera un palco, las bailarinas no pudieron contener la alegría funesta de su asombro. Lanzaron pequeños suspiros y dijeron:

– ¡Oh, Dios mío! Cuenta, cuenta.

– ¡Más bajo! -ordenó Meg-. Es el palco del primer piso, el número 5, ya lo conocéis, el primero al lado del proscenio de la izquierda.

– ¡No es posible!

– Tal como lo digo. Mamá es la acomodadora… ¿Pero me juráis de verdad que no contaréis nada?

– Sí, claro…

– Pues bien, se trata del palco del fantasma Nadie ha entrado en él desde hace más de un mes, excepto el fantasma, claro está. Y se ha ordenado a la administración que no lo alquile nunca a nadie…

– ¿Es cierto que va el fantasma?

– Pues claro…

– ¡Entonces, alguien va a este palco!

– No… El fantasma va y allí no hay nadie.

Las pequeñas bailarinas se miraron. Si el fantasma iba al palco, debía vérsele, porque llevaba un frac negro y una calavera. Es lo que le hicieron comprender a Meg, pero ésta les replicó:

– Precisamente. ¡No se ve al fantasma! Y no tiene ni frac negro ni cabeza… Todo lo que se ha contado acerca de su calavera y de su cabeza de fuego no son más que tonterías… No hay nada que sea cierto… Sólo se le oye cuando está en el palco. Mamá no lo ha visto nunca, pero lo ha oído. ¡Mamá lo sabe muy bien, ya que es ella quien le da el programa!

La Sorelli creyó su deber intervenir:

– Pequeña Giry, te burlas de nosotras.

Entonces la pequeña Giry se echó a llorar.

– Habría hecho mejor callándome… ¡Si mamá se entera!… Puedo aseguraros que Joseph Buquet hace mal en meterse en asuntos que no le incumben… eso le acarreará alguna desgracia… mamá lo decía precisamente ayer por la tarde.

En ese momento se oyeron pasos fuertes y apresurados en el corredor y una voz sofocada que gritaba:

– ¡Cécile, Cécile! ¿Estás ahí?

– Es la voz de mamá -dijo Jammes-. ¿Que pasa?

Y abrió la puerta. Una honorable dama, vestida como un granadero de la Pomerania [7], se precipitó en el camerino y, gimiendo, se dejó caer en un sillón. Sus ojos giraban, enloquecidos, iluminando lúgubremente su rostro de ladrillo cocido.

– ¡Qué desgracia! -exclamó-. ¡Qué desgracia!

– ¿Qué? ¿Qué ocurre?

– Joseph Buquet…

– ¿Qué pasa con Joseph Buquet?

– ¡Joseph Buquet ha muerto!

El camerino se llenó de exclamaciones, de palabras de extrañeza, de confusas preguntas llenas de miedo…

– Sí…, acaban de encontrarlo ahorcado en el tercer sótano… ¡Pero lo más terrible -continuó, jadeando, la pobre y honorable dama-, lo más terrible es que los tramoyistas que han encontrado su cuerpo, pretenden que se escuchaba alrededor del cadáver una especie de ruido que recordaba al de un canto fúnebre!

– ¡Es el fantasma! -dejó escapar la pequeña Giry, pero se repuso inmediatamente llevándose los puños a la boca-: ¡No, no… no he dicho nada!

A su alrededor, todas las compañeras, aterrorizadas, repetían en voz baja:

– ¡Seguro que es el fantasma!

La Sorelli estaba pálida.

– No podré hacer mi saludo -dijo.

La madre de Jammes dio su opinión mientras vaciaba un vasito de licor que descansaba en una mesa: el fantasma estaba metido en este asunto…

Lo cierto es que nunca se supo muy bien cómo murió Joseph Buquet. La sumaria investigación no dio ningún resultado, aparte del suicidio natural. En Memorias de un director, el señor Moncharmin, que era uno de los dos directores que sucedieron a los señores Debienne y Poligny, explica así el incidente del ahorcado:

«Un enojoso incidente vino a turbar la pequeña fiesta que los señores Debienne y Poligny daban para celebrar su despedida. Me encontraba en el despacho de la dirección cuando vi entrar de repente a Mercier, el administrador. Estaba excitadísimo mientras me contaba que acababan de descubrir, ahorcado en el tercer sótano del escenario, entre un portante [8] y un decorado de El rey de Lahore, al cuerpo de un tramoyista. Yo exclamé: "¡Vamos a descolgarlo!" ¡En el tiempo que tardé en bajar corriendo la escalera y hacer descender la escala del portante, la cuerda del ahorcado había desaparecido!»

He aquí un acontecimiento que el señor Moncharmin encuentra natural. Se encuentra a un hombre colgado de una cuerda, se le va a descolgar y la cuerda se esfuma. ¡Oh! El señor Moncharmin encontró una explicación muy simple. Escuchémosla: «Era la hora de la danza y los corifeos y las "ratas" habían tomado con presteza precauciones contra el mal de ojo». Punto, eso es todo. Os imagináis a los miembros del ballet bajando la escala del portante y repartiéndose la cuerda del ahorcado en menos tiempo que se tarda en decirlo. Eso no es serio. Por el contrario, cuando pienso en el lugar exacto donde fue encontrado el cuerpo, en el tercer sótano del escenario, imagino que en alguna parte alguien tenía interés en que la cuerda desapareciera una vez hecho el trabajo, y veremos más tarde que hacia bien en suponerlo así.

La siniestra nueva se había difundido en seguida de arriba a abajo de la ópera, en la que Joseph Buquet era muy querido. Los palcos se vaciaron y las pequeñas bailarinas, agrupadas alrededor de la Sorelli como corderos asustados alrededor del pastor, tomaron el camino del foyer a través de los corredores y de las escaleras mal alumbradas, trotando a toda la velocidad que les permitían sus piernecitas rosas.

II LA NUEVA MARGARITA

En el primer rellano, la Sorelli se topó con el conde de Chagny, que subía. El conde, por lo general muy tranquilo, mostraba una gran excitación.

– Iba a buscarla -dijo el conde saludando a la joven con galantería-. ¡Ah, Sorelli! ¡Qué hermosa velada! ¡Y que triunfo el de Christine Daaé!

– ¡No es posible! -protestó Meg Giry-. ¡Si hace seis meses cantaba como un loro! Pero déjenos pasar, mi querido conde -dijo la chiquilla con una reverencia revoltosa-, vamos en busca de noticias de un pobre hombre al que han ahorcado.

En aquel momento pasaba muy excitado el administrador, que se detuvo bruscamente al oír la conversación.

– ¡Cómo! ¿Ya lo saben ustedes, señoritas? -dijo con tono bastante rudo-… Pues bien, no habléis de ello… y sobre todo que los señores Debienne y Poligny no se enteren. Les causaría demasiado trastorno en su último día.

Todo el mundo se encaminó hacia el foyer de la danza, que se encontraba ya invadido.

El conde de Chagny tenía razón: no hubo jamás gala comparable a aquélla; los privilegiados que asistieron hablan aún a sus hijos y nietos con emocionado recuerdo. Pensad que Gounod, Reyer, Saint-Saens, Massenet, Guiraud y Delibes subieron por turno al atril del director de la orquesta y dirigieron ellos mismos la ejecución de sus obras. Tuvieron, entre otros intérpretes, a Faure y la Krauss, y es en esta velada cuando se reveló al estupefacto y embriagado público de París el arte de Christine Daaé, cuyo misterioso destino quiero dar a conocer en esta obra.

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[7] Región histórica situada a orillas del mar Báltico, dividida actualmente entre Polonia y Alemania.

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[8] Decorado montado entre bastidores.

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