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(¡Cuac!…) que canta en mí… ¡cuac!)

El gallo también ha vuelto a empezar.

La sala estalla en un prodigioso tumulto. Derrumbados en sus sillones, los dos directores no se atreven siquiera a volverse. No tienen fuerza suficiente. ¡El fantasma se ríe de ellos en sus mismas narices! Y, por fin, oyen en el oído derecho su voz, la imposible voz, la voz sin boca, la voz que dice:

– ¡Esta noche está cantando como para hacer caer la araña central!

En un mismo movimiento, ambos levantaron la cabeza hacia el techo y lanzaron un grito terrible. La araña, la inmensa masa de la araña se deslizaba, iba hacia ellos ante la llamada de aquella voz satánica. Descolgada, la araña caía de las alturas de la sala y se hundía en la platea, entre mil clamores. Aquello fue una avalancha, el sálvese quien pueda general. Mi deseo no es hacer revivir aquí una hora histórica. Los curiosos no tienen más que leer los periódicos de la época. Hubo muchos heridos y una muerta.

La araña se había estrellado en la cabeza de la desgraciada que había ido aquella noche por primera vez en su vida a la Ópera, aquella a la que Richard había designado para reemplazar en sus funciones de acomodadora a la señora Giry, la acomodadora del fantasma. Murió en el acto, y al día siguiente un periódico publicaba estos titulares: ¡Doscientos mil kilos sobre la cabeza de una portera! Esta fue toda su oración fúnebre.

IX EL CUPÉ MISTERIOSO

Aquella trágica noche resultó fatídica para todo el mundo. La Carlotta había caído enferma. En cuanto a Christine Daaé, había desaparecido después de la función. Habían transcurrido quince días sin que se la hubiera vuelto a ver en el teatro, sin que se hubiera dejado ver fuera del teatro.

No hay que confundir esta primera desaparición, que ocurrió sin escándalo, con el famoso rapto que poco después debía producirse en unas condiciones tan inexplicables y tan trágicas.

Naturalmente, Raoul fue el primero en no entender los motivos que causaban la ausencia de la diva. Le había escrito a la dirección de la señora Valérius y no había recibido respuesta. Al principio no se había extrañado demasiado al saber en qué estado de ánimo se encontraba y su resolución de romper todo tipo de relación con él, sin que, por otra parte, tampoco Raoul pudiera adivinar el motivo.

Su dolor no había hecho más que aumentar, y terminó por inquietarse al no ver a la cantante en ningún programa. Se representó Fausto sin ella. Una tarde, alrededor de las cinco, se dirigió a la dirección para conocer las causas desaparición de Christine Daaé. Encontró a los directores muy preocupados. Ni sus propios amigos los reconocían: habían perdido toda su alegría y entusiasmo. Se los veía atravesar el teatro con la cabeza gacha, el ceño fruncido y las mejillas pálidas, como si se vieran perseguidos por algún abominable pensamiento, o fueran presa de alguna mala jugada del destino que elige a su víctima y ya no la suelta.

La caída de la araña había acarreado considerables responsabilidades, pero resultaba difícil hacer que los directores se explicaran a este respecto.

La investigación había concluido, declarándolo un accidente provocado por el mal estado de los medios de suspensión; el deber de los antiguos directores, así como el de los nuevos, habría sido el de comprobar este mal estado y remediarlo antes de que causara la catástrofe.

Debo aclarar que, por aquella época, los señores directores Moncharmin y Richard se mostraron tan cambiados, tan lejanos… tan misteriosos…, tan incomprensibles que muchos abonados acabaron creyendo que algo más horrible aún que la caída de la lámpara había modificado el estado de ánimo de éstos.

En sus relaciones cotidianas se mostraban muy impacientes, excepto precisamente con la señora Giry, que había sido reintegrada a sus funciones. Es fácil adivinar la forma en que recibieron al vizconde de Chagny cuando éste fue a pedirles noticias de Christine. Se limitaron a decirle que estaba de vacaciones. Preguntó cuánto tiempo estaría ausente; se le respondió, con cierta sequedad, que sus vacaciones eran ilimitadas, ya que Christine Daaé las había solicitado por motivos de salud.

– ¡Entonces está enferma! -exclamó-. ¿Qué tiene?

– ¡No sabemos nada!

– ¿Le han enviado ustedes el médico del teatro?

– ¡No! Ella no lo reclamó, y puesto que merece nuestra máxima confianza, hemos creído en su palabra.

El asunto no pareció tan claro a Raoul, que abandonó la ópera presa de los más sombríos pensamientos. Decidió que, pasara lo que pasara, ir en busca de noticias a casa de la señora Valérius. Recordaba, sin duda, los términos enérgicos con que Christine Daaé, en su carta, le prohibía intentar cualquier cosa para verla. Pero lo que había visto en Perros, lo que había oído detrás de la puerta del camerino, la conversación que había sostenido con Christine en la colina, le hacía presentir alguna maquinación que, por poco diabólica que fuera, tampoco era humana. La imaginación exaltada de la joven, su alma tierna y crédula, la educación primitiva que había llenado sus primeros años de un cúmulo de leyendas, el continuo pensamiento en su padre muerto por encima de todo, el estado de éxtasis sublime en el que la música la sumergía en el momento en que este arte se manifestaba en ciertas condiciones excepcionales -¿no debía juzgarse así después de la escena del cementerio?-, todo aquello parecía conformar un terreno espiritual propicio a los maléficos designios de algún personaje misterioso y sin escrúpulos. ¿De quién era víctima Christine Daaé? Esta es la pregunta que Raoul se hacía a sí mismo mientras se apresuraba a ir al encuentro de la señora Valérius.

El vizconde tenía un espíritu de los más sanos. Era, sin duda, poeta y le agradaba la música, en lo que tiene de más etéreo, y era un gran entusiasta de las viejas leyendas bretonas donde danzan las korrigans; y, por encima de todo, estaba enamorado de aquella pequeña hada del Norte que era Christine Daaé. Pero todo esto no impedía que sólo creyera en lo sobrenatural en materia de religión y que la historia más fantástica del mundo no fuera capaz de hacerle olvidar que dos y dos son cuatro.

¿Qué le diría la señora Valérius? Temblaba mientras llamaba a la puerta de un pequeño piso de la calle Notre-Dame-des-Victoires.

La doncella que una noche le había precedido al salir del camerino de Christine, vino a abrirle. Le preguntó si era posible ver a la señora Valérius. La doncella le contestó que se encontraba enferma en su lecho y que no estaba en condiciones de «recibir».

– Hágale llegar mi tarjeta -dijo.

No tuvo que esperar mucho. La doncella volvió y lo introdujo en un saloncito bastante oscuro y sobriamente amueblado, donde los dos retratos, el del profesor Valérius y el del viejo Daaé, se encontraban frente a frente.

– La señora le ruega que la disculpe -dijo la doncella-. No podrá recibirle más que en su habitación, porque sus pobres piernas ya no la sostienen.

Cinco minutos después, Raoul era introducido en una habitación a oscuras, donde descubrió inmediatamente, en la penumbra de una alcoba, a la bondadosa figura de la bienhechora de Christine. Ahora los cabellos de la señora Valérius eran completamente blancos, pero sus ojos no habían envejecido. Por el contrario, su mirada nunca había sido tan clara, ni tan pura, ni tan infantil.

– ¡Señor de Chagny! -exclamó alegremente, mientras tendía ambas manos al visitante-. ¡Ah!, ¡el Cielo es quien le envía!… Vamos a poder hablar de ella.

Esta última frase sonó lúgubre en los oídos del joven. Preguntó en seguida:

– Señora…, ¿dónde está Christine?

Y la anciana señora le contestó con toda tranquilidad:

– ¡Pues está con su «genio bienhechor»?

– ¿Qué genio bienhechor? -exclamó el pobre Raoul.

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