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– ¡Qué sencillo! -dice Richard.

– ¡Qué sencillo! -repite, más solemne que nunca, Moncharmin.

– Los trucos más brillantes han sido siempre los más sencillos -responde Richard-. Basta con tener un cómplice…

– O una cómplice -añade en voz átona Moncharmin. Y continua con los ojos clavados en la señora Giry, como si quisiera hipnotizarla-: ¿Era el fantasma quien le hacía llegar este sobre, y era él quien le decía que lo sustituyera por el que nosotros le dábamos? ¿Era él quien le decía que introdujera este último en el bolsillo del señor Richard?

– Sí, ¡claro que era él!

– Entonces, señora, ¿puede usted darnos una prueba de sus habilidades?… Aquí está el sobre. Haga usted como si nosotros no supiéramos nada.

– Lo que ustedes manden, señores.

Mamá Giry vuelve a coger el sobre con los veinte billetes y se dirige hacia la puerta. Se dispone a salir.

Los dos directores se precipitan hacia ella.

– ¡Ah, no, no! No nos la volverá a jugar. Ya tenemos bastante. No vamos a empezar de nuevo.

– Perdón, señores, perdón -se excusa la vieja-. Me han pedido que actúe como si ustedes no supieran nada… Pues bien, si no saben nada, me marcho con el sobre.

– Entonces, ¿cómo lo meterá usted en mi bolsillo? -argumenta Richard, al que Moncharmin aún no deja de vigilar con el ojo izquierdo, mientras con el derecho no abandona a la señora Giry. Difícil postura para la mirada, pero Moncharmin está decidido a todo para descubrir la verdad.

– Lo pondré en su bolsillo en el momento en que menos lo espere, señor director. Como bien sabe, durante la sesión, vengo a dar una vueltecita entre bastidores y a menudo acompaño, como es mi derecho de madre, a mi hija hasta el foyer de la danza. Le llevo sus zapatillas en el momento de descanso, e incluso su rociador… En una palabra, voy y vengo con plena libertad… Los señores abonados van también al foyer… Usted también, señor director… Hay mucha gente… Paso por detrás de usted y pongo el sobre en el bolsillo de atrás de su traje… ¡No es ninguna brujería!

– ¡No, no es ninguna brujería! -ruge Richard haciendo girar unos ojos de Júpiter tronante-. ¡Esto no es una brujería, pero acabo de cogerla en flagrante delito de mentira, vieja bruja!

El insulto duele menos a la honorable señora que el golpe que se quiere propinar a su buena fe. Se incorpora furiosa con los tres dientes a la vista.

– ¿Por qué?

– Porque aquella noche pasé a su lado en la sala vigilando tanto el palco n° 5 como el falso sobre que había usted colocado allí. No bajé al foyer de la danza ni por un momento.

– Por eso, señor director, no fue aquella noche cuando le coloqué el sobre… Fue a la siguiente representación… Mire, era la noche en la que el señor secretario de Bellas Artes…

Al oír estas palabras, el señor Richard hace callar bruscamente a la señora Giry…

– ¡Es cierto! -dice pensativo-. Me acuerdo… ahora me, acuerdo. El subsecretario de Estado salió a pasear entre bastidores. Preguntó por mí. Bajé un momento al foyer de la danza. Me encontraba en las escaleras del foyer… El subsecretario de Estado y el jefe de su despacho estaban en el foyer mismo… De repente, me volví… Era usted que pasaba por detrás de mí, señora Giry… Tuve la impresión de que me había rozado… No había nadie más que usted detrás de mí… ¡Oh, aún la veo! ¡Aún la veo!

– ¡Pues bien, sí, eso fue, señor director! ¡Eso fue! Acababa de dejarle mi asunto en su bolsillo. Ese bolsillo es muy fácil, señor director.

Y la señora Giry añade una vez más el gesto a la palabra: se coloca detrás de Richard y, con tal presteza que el mismo Moncharmin que mira con los dos ojos bien abiertos queda impresionado, deposita el sobre en el bolsillo de uno de los faldones de la levita del director.

– ¡Hay que reconocerlo! -exclama Richard un poco pálido-. Lo ha pensado muy bien el fantasma de la ópera. El problema que se le planteaba era suprimir todo intermediario peligroso entre el que da los veinte mil francos y el que se los queda. Lo mejor que podía hacer era venir a cogerlos de mi bolsillo sin que yo me diera cuenta, porque yo ni siquiera sabía que estaban allí… Admirable, ¿no?

– ¡Oh, admirable sin duda! -repitió Moncharmin-. Sólo olvidas, Richard, que yo di diez mil francos de aquellos veinte mil, y que a mí no me pusieron nada en el bolsillo.

XVIII CONTINUACIÓN DE LA SINGULAR ACTITUD DE UN IMPERDIBLE

La última frase de Moncharmin expresaba de forma evidente las sospechas que tenía de su colaborador, de tal modo que fue preciso una explicación inmediata y tormentosa por parte de Richard, quien decidió por fin aceptar la propuesta de Moncharmin con el fin de ayudarle a descubrir al miserable que se burlaba de ellos.

Así llegamos al «entreacto del jardín» durante el cual el señor secretario Rémy, al que no se le escapaba nada, observó con tanta curiosidad la extraña conducta de sus directores. A partir de aquí, nada nos resultará más fácil que encontrar una explicación a actitudes tan excepcionalmente barrocas y sobre todo tan poco acordes con la imagen de dignidad que deben dar unos directores.

La conducta de Richard y Moncharmin venía enteramente determinada por la revelación que les había sido hecha: 1º) Richard debía repetir exactamente aquella tarde los gestos que había realizado en el momento de la desaparición de los primeros veinte mil francos; 2°) Moncharmin no debía perder de vista ni por un segundo el bolsillo de atrás de Richard, en el cual la señora Giry habría depositado los segundos veinte mil francos.

En el lugar exacto en que había saludado al secretario de Bellas Artes, se situó Richard, llevando a sus espaldas, a algunos pasos de distancia, a Moncharmin.

La señora Giry pasa, roza a Richard, se libera de los veinte mil en el bolsillo de la levita de su director y desaparece…

O mejor dicho, la hacen desaparecer. Obedeciendo a las órdenes qué Moncharmin le ha dado algunos instantes antes, antes de la reconstrucción de la escena, Mercier encierra a la buena señora en el despacho de la administración. Así le será imposible a la vieja comunicarse con su fantasma. Ella no opuso resistencia alguna, ya que mamá Giry no es más que una pobre figura desplumada, perdida, espantada, que abre unos ojos de ave despavorida bajo una cresta en desorden, que oye ya en el corredor sonoro, el ruido de los pasos del comisario con el que la han amenazado y que exhala suspiros que harían fundirse las columnas de la escalinata principal.

Mientras tanto, Richard se inclina, hace reverencias, saluda, camina hacia atrás como si ante él estuviera el subsecretario de Estado para las Bellas Artes.

Sin embargo, aunque semejantes muestras de educación no hubieran causado el menor asombro en el caso de que delante del director se encontrara el señor subsecretario de Estado, sí causaron a los espectadores de esta escena tan poco habitual un asombro muy comprensible, dado que delante del director no había nadie.

El señor Richard saludaba al vacío…, se inclinaba ante la nada…, y retrocedía -caminaba hacia atrás- delante de nada…

… Además, a algunos pasos de él, Moncharmin se dedicaba a hacer lo mismo.

E incluso, alejando al señor Rémy, suplicaba al señor embajador de la Borderie y al señor director del Crédit Central «que no tocaran al señor director».

Moncharmin, que ya tenía una idea formada, no creía en lo más mínimo en lo que Richard le había dicho anteriormente, una vez desaparecidos los veinte mil francos: «Quizá haya sido el embajador o el director del Crédit Central, o acaso el señor secretario Rémy».

Y más aún, después de la primera escena de la confesión del mismo Richard, éste no había encontrado a nadie en aquella parte del teatro después de que la señora Giry le rozara… ¿Porque, pues, si debían repetir exactamente los mismos gestos, debía encontrar a alguien hoy?

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