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Rémy se ríe sarcásticamente. Mercier suspira, parece dispuesto a soltar una confidencia… Pero, al mirar a Gabriel que le hace señas para que se calle, no dice nada.

Sin embargo, Mercier, que siente aumentar el peso de su responsabilidad a medida que transcurren los minutos sin que los directores aparezcan, no aguanta más.

– ¡Bueno! Iré yo mismo a buscarlos -decide.

Gabriel, de repente muy sombrío y grave, le detiene.

– Piense en lo que hace, Mercier. ¡Si se quedan en su despacho quizá sea porque es necesario! ¡El E de la Ó. tiene más de un truco en su haber!

Pero Mercier mueve la cabeza.

– ¡Es igual! ¡Voy allá! Si me hubieran escuchado, hace ya mucho tiempo lo hubieran contado todo a la policía. Y se va.

– ¿Qué es todo? -pregunta inmediatamente Rémy-. ¿Qué le habría que haber contado a la policía? ¿Por que se calla, Gabriel!… ¡También está usted enterado del asunto! ¡Pues bien, más le vale informarme si quiere que no vaya por ahí diciendo que todos ustedes se están volviendo locos!… ¡Sí, locos, locos de remate!

Gabriel le mira con ojos estúpidos y simula no entender nada de aquella salida intempestiva del señor secretario.

– ¿Qué asunto? -murmura-. No sé a qué se refiere. Rémy se exaspera.

– Esta noche, Richard y Moncharmin, aquí mismo, en los entreactos, parecían dos alienados.

– No lo he notado -gruñe Gabriel, muy incómodo.

– ¡Será usted el único!… ¿Acaso cree que no les he visto?… ¿Y el señor Parabise, director del Crédit Central, tampoco se ha dado cuenta de nada?… ¿Cree que el señor embajador de la Borderie lleva los ojos en el bolsillo?… ¡Pero, señor maestro de canto, si todos los abonados señalaban con el dedo a nuestros directores!

– ¿Qué hacían nuestros directores? -pregunta Gabriel con aire ingenuo.

– ¿Qué hacían? ¡Pero si sabe usted mejor que nadie lo que hacían… ¡Estaba usted allí!… ¡Y les observaban, usted y Mercier!… Y eran ustedes los únicos en no reírse…

– ¡No le entiendo!

Muy frío, muy ensimismado, Gabriel extiende los brazos y los deja caer, gesto que significa evidentemente que se desentiende de la cuestión… Rémy continúa:

– Qué significa esta nueva manía?… ¿Es que ahora ya no quieren que nadie se acerque a ellos?

– ¿Cómo? ¿Que no quieren que nadie se acerque a ellos?

– ¿Por qué no quieren que nadie los toque?

– ¿En verdad ha notado usted que no quieren que nadie los toque? ¡Esto sí que es extraño!

– ¡Ah, con que lo reconoce! ¡Ya era hora! ¡Y caminan para atrás!

– ¿Para atrás? ¿Ha notado usted que nuestros directores caminan para atrás? Creía que sólo los cangrejos caminaban para atrás.

– ¡No ría usted, Gabriel! ¡No se ría!

– No me río -protesta Gabriel que está más serio que un papa.

– Por favor, Gabriel ¿podría explicarme, usted que es amigo íntimo de la dirección, por qué en el entreacto del «jardín», en el foyer, cuando yo avanzaba con la mano tendida hacia el señor Richard, oí al señor Moncharmin decirme precipitadamente en voz baja: «¡Aléjese! ¡Aléjese! ¡Y sobre todo no toque al señor director!…» ¿Es que soy un apestado?

– ¡Increíble!

– Y unos instantes más tarde, cuando el embajador de la Borderie se dirigió a su vez hacia el señor Richard, ¿no vio usted al señor Moncharmin interponerse y exclamar: «Señor embajador, se lo suplico, no toque al señor director»?

– ¡Desconcertante!… ¿Y qué hacía Richard mientras tanto?

– ¿Qué hacía? Lo ha visto perfectamente, ¡daba media vuelta, saludaba hacia adelante sin que hubiera nadie delante de él y se retiraba caminando hacia atrás.

– ¿Hacia atrás?

– Y Moncharmin, detrás de Richard, también había dado media vuelta, es decir que había efectuado un rápido semicírculo detrás de Richard, y se retiraba también caminando hacia atrás… Así llegaron hasta la escalera de la administración, caminando hacia atrás… ¡Hacia atrás!… En fin, si no están locos, ¡ya me explicará usted qué quiere decir esto!

– Quizá ensayaban un paso de ballet -indica Gabriel sin convicción.

El secretario Rémy se siente ultrajado por una broma tan ordinaria en un momento tan dramático. Frunce el ceño, se muerde los labios y se inclina hacia el oído de Gabriel.

– ¡No se haga usted el gracioso, Gabriel! Aquí ocurren cosas cuya responsabilidad podría recaer sobre usted y Mercier.

– ¿Qué cosas? -pregunta Gabriel.

– Christine Daaé no ha sido la única en desaparecer de repente esta noche.

– ¡Ah, bah!

– Nada de «¡ah, bah!». ¿Puede usted decirme por qué, cuando mamá Giry bajó hace un momento al salón, Mercier la cogió por la mano y se la llevó con él a toda prisa?

– ¡Vaya! -exclama Gabriel-, no me había dado cuenta.

– Se ha dado usted tanta cuenta que ha seguido a Mercier y a mamá Giry hasta el despacho de Mercier. A partir de entonces les han visto a usted y a Mercier, pero ya no se ha vuelto a ver a mamá Giry…

– ¿Cree usted que nos la hemos comido?

– ¡No! Pero la han encerrado bajo llave en el despacho y, cuando se pasa por delante de la puerta del despacho, ¿sabe lo que se oye? Se oyen estas palabras: «Ay, bandidos! ¡Ay, bandidos!»

En este punto de la singular conversación, llega Mercier muy acalorado.

– Bueno -dice con voz apagada-. ¡Es increíble!… Les he gritado:

»-Es muy grave. ¡Abrid!

»He oído pasos. La puerta se ha abierto y ha aparecido Moncharmin. Estaba muy pálido. Me ha preguntado:

– ¿Qué quiere?

»-Han raptado a Christine Daaé -le he contestado.»¿Saben ustedes qué me ha contestado?»

– ¡Mejor para ella!

»Y ha vuelto a cerrar la puerta, dejándome esto en la mano.» Mercier abre la mano; Rémy y Gabriel miran.

– ¡El imperdible! -exclama Rémy.

– ¡Qué extraño! ¡Qué extraño! susurra Gabriel, que no puede evitar un estremecimiento.

De repente, una voz los hace volverse a los tres.

– Perdón señores. ¿Pueden decirme dónde está Christine Daaé. A pesar de la gravedad de las circunstancias, una pregunta semejante sin duda les hubiera hecho estallar en carcajadas de no encontrarse ante un rostro tan abatido que de inmediato les inspiró pie dad. Era el vizconde Raoul de Chagny.

XVI «¡CHRISTINE, CHRISTINE!»

El primer pensamiento de Raoul, después de la fantástica desaparición de Christine Daaé, fue acusar a Erik. No dudaba del poder casi sobrenatural del Ángel de la música en todo el ámbito de la Opera, donde éste había establecido su imperio.

Y Raoul se había abalanzado como un loco al escenario, sumido en la desesperación, llamándola como ella debía llamarlo a él desde aquel oscuro abismo donde el monstruo la había llevado como una presa, aún estremecida por su exaltación divina, enteramente vestida con la blanca mortaja con el que ya se ofrecía a los ángeles del paraíso.

– ¡Christine, Christine! -repetía Raoul…, y le parecía oír los gritos de la joven a través de aquellas frágiles tablas que le separaban de ella.

Se inclinaba, escuchaba… Erraba por el mismo escenario como un demente. ¡Ah, bajar, bajar a aquellos pozos de tinieblas cuyas entradas están cerradas para él!

¡Aquel frágil obstáculo que normalmente se desliza con tanta facilidad sobre sí mismo para dejar ver el abismo hacia la que tiende todo su deseo…, estas tablas a las que sus pasos hacen crujir y que dejan oír bajo su peso el misterioso vacío de las «profundidades»!… Esta noche, las tablas son algo más que inmóviles…, adquieren un aspecto de solidez que rechaza la idea de que hayan podido moverse jamás… ¡Además, las escaleras que permiten descender por debajo del escenario han sido prohibidas a todo el mundo!…

– ¡Christine, Christine!…

Lo apartan entre carcajadas… Se burlan de él… Creen que el pobre prometido tiene trastornado el cerebro…

¿En qué furiosa carrera a través de los corredores de noche y misterio, sólo conocidos por él, Erik habrá arrastrado a aquella joven tan pura hasta llegar a su horrible morada de la habitación estilo Luis Felipe, cuya puerta se abre sobre aquel lago de Infierno…

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