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– ¿Acaso es el amo de estas paredes?

– Manda a las paredes, a las puertas, a las trampillas. Entre nosotros le llamamos con un nombre que significa algo así como el maes

tro en trampillas.

– ¡Así me ha hablado Christine de él…, con el mismo misterio y acordándole el mismo temible poder! Pero todo esto me parece extraordinario… ¿Por qué estas paredes le obedecen sólo a él? Fue él quien las construyó?

– Sí, señor.

Y, como Raoul le miraba con expectación, el Persa le hizo señal de callarse, después, con un gesto le señaló el espejo… Fue como un reflejo tembloroso. Su doble imagen se turbó, como en una onda estremecida, y después todo volvió a inmovilizarse.

– Ya ve, señor, esto no gira. ¡Tomemos otro camino!

– Esta noche, no hay otro camino -declaró el Persa, con una voz extraordinariamente lúgubre-… ¡Y ahora, cuidado! ¡Y prepárese a disparar!

Él mismo apuntó su pistola hacia el centro del espejo. Raoul lo imitó. El Persa atrajo hacia sí al joven, con el brazo que le quedaba libre, y el espejo giró de repente, deslumbrándolos, entre un centellear cegador de luces; giró, igual que una de esas puertas giratorias que ahora se abren a las salas públicas…, giró llevándose a Raoul y al Persa en su movimiento irresistible y arrojándolos bruscamente de la plena luz a la más profunda oscuridad.

XXI EN LOS SÓTANOS DE LA ÓPERA

– Mantenga la mano en alto, dispuesta a disparar -repitió apresuradamente el compañero de Raoul.

Tras ellos, la pared, dando una vuelta completa sobre sí misma, había vuelto a cerrarse.

Los dos hombres permanecieron inmóviles unos segundos, conteniendo la respiración.

En aquellas tinieblas reinaba un silencio que nada turbaba.

Finalmente, el Persa se decidió a hacer un movimiento y Raoul lo oyó deslizarse de rodillas, buscando algo en la oscuridad con sus manos que tanteaban.

De repente, ante el joven, las tinieblas se aclararon prudentemente a la luz de una pequeña lámpara sorda, y Raoul retrocedió instintivamente como para escapar a la investigación de un enemigo secreto. Pero en seguida comprendió que aquella luz pertenecía al Persa, cuyos gestos seguía. El pequeño disco rojo se paseaba con meticulosidad a lo largo de las paredes, arriba, abajo y alrededor de ellos. Aquellas paredes estaban formadas, a la derecha, por un muro y, a la izquierda, por un tabique de tablas, por encima y por debajo de sótanos. Raoul se decía que Christine debió haber seguido aquel camino el día que iba en pos de la voz del Ángel de la Música. Ese debía ser el camino habitual de Erik cuando venía a sorprender la buena fe y la inocencia de Christine. Raoul, que recordaba las frases del Persa, pensó que aquel camino había sido misteriosamente construido por el fantasma mismo. Sin embargo, más tarde sabría que Erik había encontrado, como preparado para él, ese pasillo secreto de cuya existencia durante mucho tiempo había sido el único conocedor. Aquel corredor había sido construido durante la Comuna de París para permitir a los carceleros conducir a los prisioneros hasta los calabozos que habían construido en las bodegas, ya que los federados habían ocupado el edificio inmediatamente después del 18 de marzo y lo habían convertido -en la parte alta- en el punto de partida de las montgolfieras [20] encargadas de llevar a los departamentos sus proclamas incendiarias, y la parte baja en una prisión de Estado.

El Persa se había arrodillado y dejado su linterna en el suelo.

Parecía buscar algo y, de pronto, veló su luz.

Entonces Raoul oyó un ligero crujir y vio en el suelo del corredor un cuadrado luminoso muy pálido. Parecía como si una ventana acabara de abrirse en los bajos aún iluminados de la ópera. Raoul ya no veía al Persa, pero le sintió a su lado y notó su aliento.

– Sígame y haga exactamente lo mismo que yo.

Raoul fue conducido hacia el tragaluz luminoso. Vio entonces que el Persa volvía a arrodillarse y, colgándose del tragaluz con las dos manos, se dejaba deslizar hacia abajo. El Persa sujetaba la pistola con los dientes.

Cosa extraña, el vizconde tenía plena confianza en el Persa. A pesar de que ignoraba todo acerca de él y que la mayoría de sus frases sólo habían servido para aumentar la oscuridad en toda esta aventura, no dudaba en pensar, que en este decisivo momento, el Persa estaba de su lado contra Erik. Su emoción le había parecido sincera cuando le había hablado del «monstruo». El interés que había demostrado no le parecía sospechoso. Por último, si el Persa tuviera preparado algo en contra de Raoul, no le hubiera dado un arma. Además, en resumidas cuentas, ¿no se trataba, costara lo que costara, de llegar hasta Christine? Raoul no podía elegir los medios. Si hubiera vacilado, incluso sin estar convencido de las intenciones del Persa, el joven se hubiera considerado como el último de los cobardes.

A su vez, Raoul se arrodilló y se colgó con las dos manos de la trampilla.

– ¡Suéltese del todo! -oyó, y cayó en brazos del Persa, que le ordenó inmediatamente echarse al suelo, volvió a cerrar la trampilla sobre sus cabezas, sin que Raoul pudiera saber cómo, y fue a tumbarse al lado del vizconde.

Éste quiso hacerle una pregunta, pero la mano del Persa se apoyó en su boca e inmediatamente oyó una voz a la que reconoció como la del comisario de policía que hacía un momento le había interrogado.

Ambos se encontraban entonces detrás de un tabique que los ocultaba perfectamente. Cerca de allí, una estrecha escalera subía a una pequeña habitación por la cual debía de pasearse el comisario haciendo preguntas, ya que se oía el ruido de sus pasos al tiempo que el de su voz.

La luz que rodeaba los objetos era muy débil, pero, al salir de aquella espesa oscuridad que reinaba en el corredor secreto de arriba, Raoul no tenía dificultad en distinguirlos.

No pudo contener una sorda exclamación al ver de pronto tres cadáveres.

El primero estaba tendido sobre el estrecho rellano de la escalerilla que subía hacia la puerta tras la cual se oía al comisario; los otros dos se encontraban debajo de la escalera, con los brazos en cruz. Pasando los dedos a través del tabique que los ocultaba, Raoul hubiera podido tocar la mano de alguno de aquellos desgraciados.

– ¡Silencio! -susurró de nuevo el Persa.

También él había visto los cuerpos y con una sola palabra lo explicó todo:

– ¡¡Él!!

Ahora se oía la voz del comisario con mayor intensidad. Pedía explicaciones acerca del sistema de iluminación, que el regidor le daba. El comisario debía estar en el «registro», o en sus dependencias. Contrariamente a lo que podría creerse, cuando se trataba de un teatro de ópera, el «registro» no estaba destinado a ejecutar música.

Por aquella época, la electricidad se empleaba sólo para ciertos efectos escénicos muy restringidos y para los timbres. El inmenso edificio y el mismo escenario aún se iluminaban con gas, y se regulaba y modificaba siempre la iluminación del decorado con gas hidrógeno; y eso se hacía mediante un aparato especial al que la multiplicidad de sus tubos hizo que fuera bautizado como «registro de órgano».

Al lado de la concha del apuntador, había reservado un nicho para el jefe de iluminación, que desde allí daba las órdenes a sus empleados, mientras vigilaba su ejecución. En este nicho era el lugar donde Mauclair se encontraba durante todas las representaciones.

Sin embargo, Mauclair no estaba en su nicho, y tampoco sus empleados ocupaban sus puestos.

– ¡Mauclair, Mauclair!

La voz del regidor resonaba ahora en los bajos como en un tambor. Pero Mauclair no contestaba.

Ya hemos dicho que había una puerta que daba a una escalerilla que subía del segundo sótano. El comisario la empujó, pero la puerta resistió.

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[20] Los primeros aerostatos, globos de aire caliente cuyo nombre deriva de sus inventores, los hermanos Montgolfier.

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