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P. -¡Ajá! ¿Oyó un ruido procedente del osario?

R. -Sí. Me pareció que las calaveras reían con sarcasmo y no pude evitar un escalofrío.

P. -¿Acaso no pensó que, detrás del osario, podía esconderse precisamente el músico celeste, que acababa de embelesarle?

R. -Pensé tanto en eso que no pude pensar en otra cosa, señor comisario, hasta el punto que olvidé seguir a la señorita Daaé, que se había levantado y se acercaba tranquilamente a la puerta del cementerio. Ella, por su parte, estaba tan absorta que no me sorprende que no me viera. Permanecí sin moverme, con los ojos fijos en el osario, decidido a llegar hasta el final de esta increíble aventura y aclararlo todo hasta el último detalle.

P -¿Y qué ocurrió entonces para que lo encontraran, por la mañana, medio muerto, en los escalones del altar mayor?

R. -¡Oh! Ocurrió todo muy rápido… Una calavera rodó hasta mis pies…, luego otra…, y otra… Era como si yo fuera el centro de aquel fúnebre juego de bolos. Pensé que un falso movimiento había destruido la armonía del montón de huesos tras el cual se ocultaba nuestro músico. Esta hipótesis me pareció del todo razonable, cuando vi a una sombra deslizarse de repente por la pared resplandeciente de la sacristía. Me lancé tras ella. La sombra, empujando la puerta, había entrado ya en la iglesia. Yo llevaba alas, la sombra una capa. Fui lo bastante rápido como para coger una punta de la capa de la sombra. En aquel momento, la sombra y yo estábamos justo ante el altar mayor y los rayos de la luna, a través de la gran vidriera del ábside, caían a pico delante de nosotros. Como yo no la soltaba, la sombra se volvió hacia mí y la capa con la que se envolvía se entreabrió. Vi, señor juez, como le veo a usted, una espantosa calavera que clavaba en mí una mirada en la que ardían los fuegos del infierno. Creí vérmelas con el propio Satán y, ante esa aparición de ultratumba, mi corazón, pese a todo su valor, desfalleció, y ya no recuerdo nada hasta el momento en que me desperté en mi pequeña habitación de la posada del Sol Poniente.

VII UNA VISITA AL PALCO N° 5

Abandonamos a los señores Firmin Richard y Armand Moncharmin en el momento en que se decidían a visitar el palco n° 5 del primer piso.

Dejaron atrás la larga escalera que va desde el vestíbulo de la administración hasta el escenario y sus dependencias. Atravesaron el escenario, entraron en el teatro por la puerta de los abonados, después en la sala por el primer pasillo a la izquierda. Se deslizaron a través de las primeras filas de las butacas de la orquesta y contemplaron el palco n° 5 del primer piso. Se veía mal porque estaba sumido en una semioscuridad y porque enormes fundas colgaban del terciopelo rojo de los pasamanos.

En aquel momento estaban prácticamente solos en el inmenso agujero tenebroso y un profundo silencio los rodeaba. Era la hora tranquila en la que los tramoyistas van a tomar una copa.

El equipo había abandonado por un tiempo el escenario, dejando un decorado a medio instalar. Algunos rayos de luz (una luz pálida, siniestra, que parecía robada a un astro moribundo) se insinuaba a través de una abertura hasta una vieja torre que alzaba sus almenas de cartón sobre el escenario. Las cosas, en aquella noche ficticia, o mejor dicho en aquel día engañoso, adoptaban formas extrañas. Encima de los sillones de la orquesta, la tela que los recubría parecía un mar enfurecido cuyas olas glaucas hubieran sido inmovilizadas instantáneamente por orden secreta del gigante de las tormentas que, como todos sabemos, se llama Adamástor [12]. Los señores Moncharmin y Richard eran los náufragos en esta agitación inmóvil de un mar de tela pintada. Avanzaban hacia los palcos de la izquierda a grandes brazadas, como marineros que han abandonado su barco e intentan ganar la orilla. Las ocho grandes columnas de cartón pulido se alzaban en la sombra como otros tantos prodigiosos pilares destinados a sostener el acantilado amenazador, crujiente y ventrudo, cuyos soportes estaban representados por las lineas circulares, paralelas y oscilantes de los palcos de los pisos primeros, segundos y terceros. En lo alto, en lo más alto del acantilado, perdidas en el cielo de cobre, obra de Lenepveu, unas figuras hacían muecas, reían sarcásticamente, se burlaban de la inquietud de los señores Moncharmin y Richard. Eran, sin embargo, figuras que suelen ser muy serias. Se llamaban Isis, Amfitrite, Hebe, Flora, Pandora, Psique,Tetis, Pomona, Dafne, Clitia, Galatea, Aretusa. Sí, la propia Aretusa y Pandora, a la que todo el mundo conoce a causa de su caja, miraban a los dos nuevos directores de la Ópera que habían conseguido aferrarse a una ruina y que, desde allí, contemplaban en silencio el primer palco n° 5. He dicho ya que estaban inquietos. Al menos, me lo imagino. El mismo señor Moncharmin confiesa que se encontraba impresionado. Dice textualmente: «Aquel "columpio" (¡vaya estilo!) del fantasma de la ópera, al que nos habían hecho subir tan amablemente desde que sucedimos a los señores Poligny y Debienne, había terminado sin duda alguna por turbar mis facultades imaginativas, y me parece que también las visuales, porque (¿acaso era el escenario ideal en el que nos movíamos en medio de un increíble silencio lo que nos impresionó hasta aquel punto?… ¡Fuimos acaso juguetes de una especie de alucinación hecha posible por la semioscuridad de la sala y la que inundaba el palco n° 5?), porque que vi, y también Richard vio, al mismo tiempo, una silueta en el palco n° 5. Richard no dijo nada; tampoco yo. Pero nos cogimos de la mano con un mismo gesto. Después, esperamos así vanos minutos, sin movernos, con los ojos siempre fijos en el mismo punto; pero la silueta había desaparecido. Entonces salimos y, en el corredor, intercambiamos nuestras impresiones y hablamos de la silueta. Lo peor fue que mi imagen de la silueta no se parecía en lo más mínimo a la de Richard. Yo había visto algo parecido a una calavera inclinada sobre la barandilla del palco, mientras que Richard observó a una silueta de mujer vieja que recordaba a la de mamá Giry. De tal modo comprendimos que habíamos sido víctimas de una ilusión y, sin dudar más, corrimos sin tardanza y riendo como locos, al primer palco n° 5, en el que entramos y en el que ya no encontramos silueta alguna.»

Ahora estamos en el palco n° 5.

Es, un palco como todos los demás palcos del primer piso. En realidad, nada diferencia a este palco de los vecinos.

Moncharmin y Richard, burlándose ostensiblemente y riéndose el uno del otro, movían los muebles del palco, levantaban las fundas y los sillones, y examinaban en particular aquél en el que la voz tenía costumbre de sentarse. Pero comprobaron que se trataba de un simple sillón que no tenía nada de mágico. En resumen, el palco era uno de los palcos más normales, con su tapicería roja, sus sillones, su alfombra y su pasamanos de terciopelo rojo. Después de haber examinado, de la forma más seria del mundo, la alfombra y de no haber encontrado allí ni en ninguna otra parte nada especial, bajaron a la platea, al palco debajo del palco n° 5. En el palco de platea n° 5, que está justo en el rincón de la primera salida a la izquierda de las butacas de la orquesta, no encontraron tampoco algo que mereciese ser señalado.

– Toda esa gente se burla de nosotros -terminó exclamando Firmin Richard-. El sábado se representa Fausto, ¡y nosotros dos asistiremos a la representación en el palco n° 5!

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[12] Gigante que, en Os Lusiadas, del poeta portugués Luís Vaz de Camoens (1524-1580), guarda el cabo de las Tormentas o de Buena Esperanza.

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