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horas rosas de Mazenderan. Además, cuando el visitante que había entrado en la cámara de los suplicios ya no podía aguantar más, le estaba permitido siempre acabar con un lazo del Pendjab, que dejaban a su disposición al pie del árbol de hierro.

Así, cuál no sería mi sorpresa, poco después de entrar en la morada del monstruo, al caer en la cuenta de que la habitación a la que acabábamos de saltar el vizconde de Chagny y yo era precisamente la reconstrucción exacta de la cámara de los suplicios

de las horas rosas de Mazenderan.

Encontré a nuestros pies el lazo del Pendjab que había temido tanto durante toda la noche. Estaba convencido de que aquel lazo había servido ya para Joseph Buquet. El jefe de tramoyistas debía haber sorprendido a Erik, igual que, yo, en el momento en que ponía en juego la piedra del tercer sótano. Luego, por curiosidad, había intentado pasar a su vez antes de que la piedra volviera a cerrarse, y había ido a caer a la cámara de los suplicios, de la que no había vuelto a salir más que ahorcado. Me imaginaba muy bien a Erik arrastrando el cuerpo, del que quería librarse, hasta el decorado de El rey de Lahore y colgándolo allí para dar ejemplo o para aumentar el terror supersticioso que debía ayudarle a vigilar los accesos de la caverna.

Pero, tras reflexionar, Erik había vuelto a buscar el lazo del Pendjab, que está hecho curiosamente de tripas de gato y que hubiera podido excitar la curiosidad de un juez de instrucción. Así se explicaba la desaparición de la cuerda del ahorcado.

Y he aquí que descubría el lazo a nuestros pies en la cámara de los suplicios… No soy nada pusilánime, pero un sudor frío me inundó el rostro.

La linterna, cuyo pequeño disco rojo paseaba por las paredes de la famosísima cámara, temblaba en mi mano.

El señor de Chagny se dio cuenta y me dijo:

– ¿Qué pasa, señor?

Le hice una violenta señal de que se callara, ya que aún abrigaba la suprema esperanza de que nos encontráramos en la cámara de los suplicios sin que el monstruo lo supiera.

pero ni aquella esperanza era la salvación, ya que aún podía imaginar muy bien que, por el lado del sótano, la cámara de los suplicios protegía la mansión del Lago, quizás incluso automáticamente.

Sí, los suplicios iban a comenzar quizás automáticamente.

¿Quién hubiera sido capaz de decir qué gestos nuestros los desencadenarían?

Recomendé a mi compañero la inmovilidad más absoluta. Un silencio aplastante se cernía sobre nosotros.

Y mi linterna roja seguía dando la vuelta a la cámara de los suplicios… la reconocía, sí… la reconocía…

XXIII EN LA CÁMARA DE LOS SUPLICIOS

Sigue el relato del Persa

Nos encontrábamos en medio de una pequeña sala de forma perfectamente hexagonal…, cuyas seis caras estaban forradas interiormente de espejos…, de arriba a abajo… En los ángulos se distinguía muy bien las juntas de los espejos, los pequeños sectores destinados a girar sobre sus goznes…, sí, sí, los reconocí…, y reconocí el árbol de hierro en un rincón, al final de uno de estos pequeños sectores…, el árbol de hierro con su rama de hierro…, para los ahorcados.

Había cogido el brazo de mi compañero. El vizconde de Chagny temblaba, dispuesto a gritar a su prometida para decirle que había venido en su ayuda… Yo temía que no pudiera contenerse.

De repente, oímos un ruido a nuestra izquierda.

Al principio, fue como una puerta que se abriera y se cerrara en la habitación de al lado, después hubo un gemido sordo. Retuve con más fuerza aún el brazo del señor de Chagny. Luego oímos claramente estas palabras:

– ¡Tómalo o déjalo! ¡La misa de bodas o la misa de difuntos!

Reconocí la voz del monstruo.

Volvió a oírse un gemido.

Después, un largo silencio.

Estaba persuadido entonces de que el monstruo ignoraba nuestra presencia en su morada, ya que de lo contrario se las habría arreglado para que no le oyéramos. Le hubiera bastado con cerrar herméticamente la ventanita invisible por la que los que gustan de los suplicios miran dentro de la cámara.

Además, estaba seguro de que, si él estuviera enterado de nuestra presencia, los suplicios ya habrían empezado.

Teníamos pues una buena ventaja sobre Erik: nos encontrábamos a su lado y él no sabía nada.

Lo importante era no hacérselo saber y lo que más temía era la impulsividad del vizconde de Chagny, que quería lanzarse a través de las paredes para alcanzar a Christine Daaé, cuyos gemidos creíamos oír por momentos.

– ¡La misa de difuntos no es muy alegre! -continuó diciendo Erik-, mientras que la misa de bodas, esa sí, es magnífica. Hay que tomar una decisión y saber lo que se quiere. A mí me es imposible seguir viviendo así, en el fondo de la tierra, en un agujero, como un topo. Don Juan Triunfante está terminado, ahora quiero vivir como todo el mundo. Quiero tener una mujer como todo el mundo, ir a pasear el domingo. He inventado una máscara con la que parezco la persona más normal del mundo. No llamará la atención de nadie. Serás la más feliz de las mujeres. Y cantaremos solo para nosotros, hasta morir. ¡Lloras! ¡Tienes miedo de mí! Sin embargo, en el fondo no soy malo. ¡Ámame y lo verás! ¡Sólo me ha faltado que me amaran para ser bueno! Si tú me amaras sería manso como un cordero y harías de mí lo que quisieras.

El gemido que acompañaba a esta especie de letanía de amor fue en aumento. Jamás he oído algo más desesperado, y el señor de Chagny y yo reconocimos que Erik era el que emitía aquella espantosa lamentación. En cuanto a Christine, quizá detrás de la pared que teníamos delante nuestro, debía estar muda de horror, sin fuerzas para gritar, con el monstruo a sus pies.

Este lamento era sonoro, atronador y estentóreo como la queja del océano. Por tres veces Erik arrojó aquel lamento de la roca de su garganta.

– ¡Tú no me amas! ¡Tú no me amas! ¡Tú no me amas! -Después, se calmó-: ¿Por qué lloras? Sabes muy bien que me haces daño.

Se hizo el silencio.

Cada silencio suponía para nosotros una esperanza. Nos decíamos: «Quizás detrás de la pared, él se ha ido y dejado a Christine Daaé sola».

Sólo pensábamos en indicar a Christine Daaé nuestra presencia sin que el monstruo se diera cuenta.

Ahora, la única forma de salir de la cámara de los suplicios era que Christine nos abriera la puerta; de no ser así, no podríamos socorrerla, ya que ignorábamos incluso dónde se encontraba la puerta.

De repente, el silencio de al lado fue turbado por el ruido de un timbre eléctrico.

Al otro lado de la pared se oyó un salto y la voz de trueno de Erik:

– ¡Llaman! Que entre -una lúgubre carcajada sarcástica-. ¿Quién viene a molestarnos? Espérame aquí un momento…, voy a decirle a la sirena que abra.

Unos pasos se alejaron, una puerta se cerró. No tuve tiempo de pensar en el nuevo horror que se preparaba; olvidé que quizás el monstruo salía para cometer un nuevo crimen. No pensé más que en una cosa: ¡Christine se encontraba sola al otro lado de la pared! El vizconde de Chagny ya la llamaba. -¡Christine, Christine!

Si oíamos lo que decían en la habitación de al lado, no había motivo para creer que mi compañero no fuera oído a su vez. Sin embargo, el vizconde tuvo que repetir varias veces su llamada.,Por fin, una voz débil llegó hasta nosotros. -¿Estaré soñando?

– ¡Christine, Christine! ¡Soy yo, Raoul! -Silencio-. Contéstame Christine… ¡Si está sola, contésteme, por lo que usted más quiera!

Entonces, la voz de Christine murmuro el nombre de Raoul.

– ¡Sí, sí, soy yo! ¡No es un sueño!… Christine, tenga con

fianza… Estamos aquí para salvarla… ¡Ni una imprudencia…! Cuando oiga al monstruo, avísenos.

– ¡Raoul, Raoul!

Se hizo repetir varias que no soñaba y que Raoul de Chagny había podido llegar hasta ella, conducido por un fiel compañero que conocía el secreto de la mansión de Erik.

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