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A partir de este momento, cantó con toda su alma. Intentó superar todo lo que había hecho hasta entonces, y lo consiguió. En el último acto, cuando comenzó a invocar a los ángeles y a ascender del suelo, arrastró en un nuevo vuelo a toda la sala estremecida y todos creyeron tener alas.

Ante aquella llamada sobrehumana, un hombre se había levantado en el centro del anfiteatro y se mantenía de pie, de cara a la artista, como si con el mismo movimiento dejara también la tierra… Era Raoul.

Ángeles puros! ¡Ángeles radiantes! ¡Ángeles puros! ¡Ángeles radiantes!

Y Christine, con los brazos tendidos, la garganta. inflamada, envuelta en la gloria de su cabellera desatada sobre sus hombros desnudos, lanzaba el clamor divino:

¡Llevad mi alma al seno de los cielos!

Fue entonces cuando una repentina oscuridad se hizo en el teatro. Todo fue tan rápido que los espectadores no tuvieron siquiera tiempo de lanzar un grito de estupor, ya que la luz volvió de nuevo a iluminar el escenario.

… ¡Pero Christine Daaé había desaparecido! ¿Qué había sido de ella?… ¿Qué milagro era aquél?… Todos se miraron sin entender y una gran emoción se apoderó de todos. El desasosiego no era menor en el escenario que en la sala. Desde los bastidores la gente se precipitaba hacia el lugar en el que, hacía un instante, Christine cantaba. El espectáculo se interrumpía en medio del mayor desorden.

¿Adónde, adónde había ido Christine? ¿Qué sortilegio la había arrebatado a millares de espectadores entusiasmados y los mismos brazos de Carolus Fonta? En realidad, podían preguntarse si, en virtud de su ruego inflamado, los ángeles no la habían llevado realmente «al seno de los cielos» en cuerpo y alma…

Raoul, siempre de pie en el anfiteatro, había lanzado un grito. El conde Philippe se había incorporado en su palco. Todos miraban el escenario. miraban al conde, miraban a Raoul, y se preguntaba si el curioso suceso no tenía nada que ver con la nota aparecida aquella misma mañana en el periódico. Pero Raoul abandonó a toda prisa su sitio, el conde desapareció de su palco y, mientras bajaba el telón, los abonados se precipitaron hacia la entrada de artistas. En medio de una indescriptible confusión y algarabía, el público esperaba un anuncio. Todos hablaban a la vez. Cada cual pretendía explicar cómo habían ocurrido las cosas. Unos decían: «Ha caído en una trampilla». Otros: «Ha sido elevada en las bambalinas. La pobre ha sido quizá sido víctima de un nuevo truco estrenado por la nueva dirección». Y otros aún: «Es una emboscada. La coincidencia de la oscuridad y la desaparición lo prueban sobradamente».

Por fin, se levantó el telón, y Carolus Fonta, avanzando hasta el estrado del director de orquesta, anunció con una voz grave y triste:

– ¡Señoras y señores, algo inaudito, que nos sume en una profunda inquietud, acaba de producirse! ¡Nuestra compañera Christine Daaé ha desaparecido ante nuestros ojos sin que podamos saber cómo!

XV SINGULAR ACTITUD DE UN IMPERDIBLE

En el escenario reina un desorden jamás visto. Artistas, tramoyistas, bailarinas, comparsas, figurantes, coristas, abonados, todos preguntan, gritan, se empujan. «¿Dónde está?» «¡La han hecho desaparecer!» «¡Es el vizconde de Chagny el que la ha raptado!» «¡No, es el conde!» «¡Ah, y la Carlotta! ¡ La Carlotta es la quien ha dado el golpe!» «¡No, es el fantasma!»

Algunos se ríen, sobre todo después de que un atento examen de las trampillas y del suelo ha alejado cualquier sospecha de accidente.

En medio de esta masa excitada, tres personajes se hablan en voz baja y con gestos desesperados. Son Gabriel, el maestro de canto; Mercier, el administrador; y el secretario Rémy. Se han retirado a un rincón del tambor que comunica el escenario con el amplio pasillo del foyer de la danza. Allí, detrás de unos enormes accesorios, comentan:

– ¡He llamado! ¡No me han contestado! Puede que no estén en su despacho. En todo caso es imposible saberlo, porque se han llevado las llaves.

Así se expresa el secretario Rémy y no cabe duda de que con estas palabras se refiere a los señores directores. Éstos han dado la orden, en el último entreacto, de no molestarlos bajo ningún pretexto. «No están para nadie».

– Sin embargo, ¡no se rapta a una cantante en el escenario todos los días! -exclama Gabriel.

– ¿Les ha gritado usted eso? -pregunta Mercier.

– Ahora mismo vuelvo -dice Rémy y desaparece corriendo. En aquel momento aparece el regidor.

– Y bien, señor Mercier, ¿viene usted? ¿Qué hacen aquí ustedes dos? Lo necesitamos, señor administrador.

– No quiero hacer nada ni saber nada antes de que llegue el comisario -declara Mercier-. He mandado buscar a Mifroid. ¡Cuando llegue, ya veremos!

– Y yo le digo que hay que bajar inmediatamente al registro [18].

– No antes de que llegue el comisario…

– Yo ya he bajado al registro.

– ¡Ah! ¿Y qué ha visto?

– ¡Pues bien, no he visto a nadie! ¿Me entiende bien? ¡A nadie!

– ¿Y qué quiere usted que haga yo allí?

– ¡Evidentemente! -contesta el regidor, que se pasa frenéticamente las manos por un mechón rebelde-. ¡Evidentemente! Pero quizá si hubiera alguien en el registro, podría explicarnos cómo se han apagado tan de pronto las luces en el escenario. Y, Mauclair no está en ninguna parte, ¿entiende?

Mauclair era el jefe de iluminación, o sea el responsable del día y la noche en el escenario de la ópera.

– Mauclair no está por ningún lado -repite Mercier excitado-. Pero bueno, ¿y sus ayudantes?

– ¡Ni Mauclair ni sus ayudantes! ¡Nadie en el cuarto de iluminación les digo! Como bien pueden imaginar -brama el regidor-, la Daaé no se habrá raptado a si misma. ¡El golpe estaba preparado, y lo que hay que descubrir…! ¿Y los directores que no aparecen?… ¡He prohibido disminuir las luces y he puesto un bombero delante del nicho del registro! ¿Acaso no he hecho bien?

– Sí, sí, ha hecho usted bien… Y ahora esperemos que llegue el comisario.

El regidor se aleja, encogiéndose de hombros, rabioso, mascullando insultos a esos imbéciles que se quedan tranquilamente acurrucados en un rincón mientras todo el teatro está «patas arriba». Tranquilos, lo que se dice tranquilos, Gabriel y Mercier no

lo estaban. Habían recibido una orden que les paralizaba. No podían molestar a los directores por ningún motivo. Rémy había infringido esa orden y no había pasado nada.

Precisamente en aquel instante vuelve de su nueva expedición.

Viene con una expresión más bien azorada.

– ¿Y bien, ha hablado con ellos? -pregunta Mercier.

– Moncharmin ha acabado por abrirme la puerta -contesta Rémy-. Los ojos se le salían de las órbitas. Creí que iba a pegarme. No he podido decir una sola palabra, ¿saben lo que me ha dicho a gritos?

»-¿Tiene usted un imperdible?»

– No.

»-¡Entonces déjeme en paz!…

»Intento explicarle que en el teatro están ocurriendo cosas extrañas… y él me contesta:

»-¿Un imperdible? ¡Deme inmediatamente un imperdible!»Un ordenanza que le había oído -gritaba como un sordollega con un imperdible, se lo da inmediatamente y Moncharmin me cierra la puerta en las narices. ¡Eso es todo!»

– ¿Y no ha podido usted decirle que Christine Daaé…?

– ¡Habría querido verlo en mi lugar!… ¡Echaba espuma por la boca… No pensaba más que en su imperdible… Creo que, si no se lo hubieran traído en el acto, le hubiera dado un ataque. ¡Realmente, todo esto no es normal y nuestros directores se están volviendo locos!…

El señor secretario Rémy no está contento. Lo hace notar.

– ¡Esto no puede seguir así! ¡No estoy acostumbrado a que me traten de esta forma!

De repente, Gabriel exclama: -Es otro golpe del E de la Ó.

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[18] Se denomina.registro» al cuarto desde donde -en la opera de París- se controlan las luces. Más adelante se explica el porqué de este nombre.

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