Aunque no viera a nadie en el sillón, habría podido jurar que había alguien allí, y que hablaba, y le aseguro, alguien muy bien educado.
– ¿Estaba ocupado el palco a la derecha del palco n° 5 -preguntó Moncharmin.
– No. El palco n° 7, al igual que el palco n° 3 a la izquierda, no estaban aún ocupados. El espectáculo acababa de empezar.
– ¿Y qué hizo usted?
– Pues bien, le traje la banqueta. Evidentemente, no era para él para quien pedía una silla, era para su dama. Pero a ella no la he oído ni visto jamás…
¿Qué? ¿Cómo? ¡Ahora resulta que el fantasma tenía esposa! La doble mirada de los señores Moncharmin y Richard pasó de mamá Giry al inspector que, detrás de la acomodadora, agitaba los brazos con el deseo de hacer recaer sobre él la atención de sus jefes. Con aire desolado se golpeaba la frente con el índice, para dar a entender a los directores que mamá Jules estaba completamente loca, pantomima que convenció definitivamente a Richard a prescindir de un inspector que mantenía a su servicio a una alucinada. La buena mujer continuaba, dedicada por entero a su fantasma, alabando ahora su generosidad.
– Al final del espectáculo me da siempre una moneda de cuarenta sous, a veces incluso cien sous, y otras hasta diez francos, cuando ha pasado varios días sin venir. Desgraciadamente, desde que han empezado a importunarlo, no me da absolutamente nada…
– Perdón, mi querida señora… (nuevo aleteo de la pluma del sombrero color hollín ante tan persistente familiaridad), perdón… Pero ¿cómo se las arregla el fantasma para darle sus cuarenta sous? -interroga Moncharmin, que había nacido curioso.
– ¡Bah! Los deja sobre la mesita del palco. Los encuentro allí junto con el programa que siempre le traigo. Hay tardes en las que encuentro incluso flores en mi palco, una rosa que habrá caído del escote dé su dama… Estoy segura de que viene alguna vez con una señora porque un día olvidaron un abanico.
– ¡Ajá! ¿Conque el fantasma olvidó un abanico? Y, ¿qué hizo usted con él?
– Pues bien, se lo devolví a la primera oportunidad.
Aquí se dejó oír la voz del inspector:
– No ha seguido usted el reglamento, señora Giry. Le pondré una multa.
– ¡Cállese usted, imbécil! (voz de bajo de Firmin Richard).
– ¡Le llevó usted el abanico! ¿Y entonces?
– Y entonces, se lo llevaron, señor director; no volví a encontrarlo al final del espectáculo. La prueba está en que dejaron en su lugar una caja de bombones ingleses, de esos que me gustan tanto, señor director. Es una de las amabilidades del fantasma…
– Está bien, señora Giry… Puede usted retirarse.
Después de que mamá Giry hubo saludado respetuosamente, no sin cierta dignidad, que jamás la abandonaba, a los dos directores, éstos comunicaron al inspector que estaban decididos a prescindir de los servicios de esa vieja loca… Y despidieron al señor inspector.
Cuando el señor inspector se hubo retirado, tras conversar acerca de su dedicación a la empresa, los directores advirtieron al administrador que preparara la cuenta del señor inspector. Cuando se encontraron solos, los directores se transmitieron simultáneamente el mismo pensamiento, el de ir a dar una vuelta por el palco n° 5.
Y hasta allí los seguiremos.
VI EL VIOLÍN ENCANTADO
Christine Daaé, víctima de intrigas sobre las que nos referiremos más tarde, no volvió por un tiempo a tener otro triunfo como el de la famosa velada de gala. Sin embargo, a partir de ésta, había tenido la ocasión de hacerse oír en la ciudad, en casa de la duquesa de Zurich, donde cantó los más bellos fragmentos de su repertorio. Así es cómo el gran crítico, X.Y Z., que se encontraba entre los invitados notables, se expresa al respecto.
«Cuando se la oye en Hamlet, uno se pregunta si Shakespeare ha venido de los Campos Elíseos para hacerle ensayar Ofelia… También es cierto que, cuando ciñe la diadema de estrellas de la reina de la noche, Mozart, por su parte, debe abandonar las moradas eternas para venir a escucharla. Pero no, no tiene por qué molestarse, ya que la voz aguda y vibrante de la mágica intérprete de su Flauta mágica sube al Cielo, el cual escala con soltura, al igual que ha sabido, sin esfuerzo, ascender de su choza en la aldea de Skotelof al palacio de oro y mármol construido por Garnier.»
Pero, después de la velada de la duquesa de Zurich, Christine ya no vuelve a cantar en público. El hecho es que por esta época rechaza cualquier invitación, cualquier mensaje. Sin dar pretexto plausible alguno, renuncia a aparecer en una fiesta de caridad a la que anteriormente había prometido su ayuda. Actúa como si no fuera ya dueña de su destino, como si tuviera miedo de un nuevo triunfo.
Supo que el conde de Chagny, para complacer a su hermano, había realizado gestiones muy activasen su favor con el señor Richard. Ella le escribió para darle las gracias y para rogarle que no volviera a hablar de ella a sus directores. ¿Cuáles podían ser las razones de una actitud tan extraña? Unos pretendían que todo ello ocultaba un inconmensurable orgullo, otros vieron en ello una divina modestia. No se es tan modesto cuando se está en el teatro. En realidad, no sé si debería escribir simplemente esta palabra: terror. Sí, creo que Christine Daaé tenía por aquel entonces miedo de lo que acababa de ocurrirle y que estaba tan perpleja como todo el mundo a su alrededor. ¿Estupefacta? ¡Vamos! Tengo aquí una carta de Christine (colección del Persa) que se refiere a los acontecimientos de esta época. Pues bien, después de haberla releído, no escribiré nunca que Christine estaba estupefacta, ni siquiera asustada por su triunfo, sino horrorizada. Sí, sí…, horrorizada. «¡Ya no me reconozco a mí misma», dice.
¡La pobre, pura y dulce niña!
No se dejaba ver en ninguna parte, y el vizconde de Chagny intentó en vano cruzarse en su camino. Le escribió para pedirle permiso para visitarla en su casa, y ya había perdido la esperanza de recibir una respuesta, cuando una mañana ella le hizo llegar la siguiente nota:
«Señor, no he olvidado al niño que fue a buscar mi chal al mar. No puedo evitar escribirle esto, hoy que parto para Perros, llevada por un deber sagrado. Mañana es el aniversario de la muerte de' mi pobre papá, a quien usted conoció y que le apreciaba. Está enterrado allí, con su violín, en el cementerio que rodea la pequeña iglesia, al pie de la ladera donde, siendo aún muy niños, tanto jugamos; al borde de aquella carretera donde, ya un poco más crecidos, nos dijimos adiós por última vez.»
En cuanto recibió esta nota de Christine Daaé, el vizconde de Chagny se precipitó sobre una guía de ferrocarriles, se vistió a toda prisa, escribió algunas líneas que el mayordomo entregaría a su hermano y se precipitó en un coche que, por cierto, lo dejó demasiado tarde en el andén de la estación de Montparnasse para coger el tren de la mañana con el que contaba.
Raoul pasó un día angustioso y no recuperó el gusto por la vida hasta la tarde, cuando se vio instalado en su vagón. A lo largo de todo el viaje releyó la nota de Christine, aspiró su perfume; resucitó la imagen de sus años jóvenes. Pasó toda la noche en el trensumido en un sueño febril que tenía como principio y fin a Christine Daaé. Comenzaba a despuntar el día cuando se apeó en Lannion. Corrió hacia la diligencia de Perros-Guirec. Era el único viajero. Interrogó al conductor. Supo que la víspera por la noche una joven, que parecía parisina, se había hecho conducir a Perros y se había apeado en la posada del Sol Poniente. No podía tratarse más que de Christine. Había venido sola. Raoul dejó escapar un profundo suspiro. En aquella soledad iba a poder hablar con Christine en plena tranquilidad. La amaba tanto que no podía ni respirar sin ella. Este joven que había dado la vuelta al mundo era como una virgen que no hubiera dejado jamás la casa de su madre.