Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Esta voz cantaba «la noche del himeneo» de Romeo y Julieta.

Raoul vio a Christine extender los brazos hacia la voz, como lo había hecho en el cementerio de Perros hacia el violín invisible

que tocaba la Resurrección de Lázaro…

Nada podría explicar la pasión con la que la voz dijo.

¡El destino te encadena a mí sin retorno!

Raoul sintió traspasado el corazón y, luchando contra el encanto que parecía arrebatarle toda voluntad y toda energía, y casi toda lucidez en el momento en que más la necesitaba, consiguió apartar la cortina que lo ocultaba y avanzó hacia Christine. Ésta, que se acercaba hacia el fondo del camerino cuyo panel estaba ocupado por un gran espejo que le devolvía su imagen, no podía verlo puesto que estaba detrás de ella y enteramente tapado por ella.

¡El destino te encadena a mí sin retorno!

Christine seguía avanzando hacia su imagen y su imagen bajaba hacia ella. Las dos Christine -el cuerpo y la imagen- terminaron por tocarse, por confundirse, y Raoul extendió los brazos para retenerlas a las dos a un tiempo.

Pero, por una especie de deslumbrante milagro que le hizo tambalear, Raoul fue repentinamente lanzado hacia atrás, mientras un viento helado le azotaba el rostro. Y no vio a dos, sino a cuatro, ocho, veinte Christine, que giraban a su alrededor con una ligereza tal que parecían burlarse de él y que huían con tanta rapidez que su mano no podía tocar a ninguna. Finalmente todo volvió a quedar inmóvil y se vio á sí mismo en el espejo. Pero Christine había desaparecido.

Se precipitó hacia el espejo. Choco contra las paredes. ¡Nadie! Sin embargo, el camerino retumbaba aún con un ritmo lejano, apasionado:

¡El destino te encadena a mí sin retorno!

Sus manos enjugaron su frente sudorosa, pellizcaron su carne despierta, tantearon la penumbra, devolvieron á la llama de la lamparilla de gas toda su fuerza. Estaba seguro de que no soñaba. Se encontraba en el centro de un juego formidable, fisico y moral, cuya clave desconocía y que quizás acabaría con él. Se sentía vagamente como un príncipe aventurero que ha franqueado la linea prohibida de un cuento de hadas y que no debe extrañarse de ser presa de los fenómenos mágicos que inconscientemente ha afrontado y desencadenado por amor.

¿Por dónde, por dónde había salido Christine? ¿Por dónde volvería?

¿Volvería?… ¡Ay! ¿No le había asegurado que todo había terminado?… ¿Y la pared no le repetía acaso: El destino te encadena a mi sin retorno? ¿A mí? ¿A quién?

Entonces, extenuado, vencido, con el cerebro confuso, se sentó en el mismo sitio que hacía un momento ocupaba Christine. Como ella, dejó caer la cabeza entre las manos. Cuándo la levantó, abundantes lágrimas corrían á lo largo de su joven rostro, verdaderas y pesadas lágrimas, como las que tienen los niños celosos, lágrimas que lloraban por un mal en absoluto fantástico, pero común á todos los amantes de la tierra. En voz alta no pudo más que preguntarse:

– ¿Quien es ese Erik?

XI HAY QUE OLVIDAR EL NOMBRE DE «LA VOZ DE HOMBRE»

A la mañana siguiente en que Christine desapareció ante sus ojos en una especie de deslumbramiento que aún le hacía dudar de sus sentidos, el vizconde de Chagny fue en busca de noticias a casa de la señora Valérius. Se encontró ante un cuadro conmovedor.

A la cabecera de la anciana, que tejía sentada en su lecho, Christine hacía encaje. Jamás un óvalo tan bello, una frente más pura, una mirada tan dulce se inclinaron sobre una labor de virgen. Las mejillas de la joven habían recuperado los frescos colores. El cerco azul de sus ojos claros había desaparecido. Raoul no reconoció ya el rostro trágico de la víspera. Si un velo de melancolía no ensombreciera sus rasgos como un último vestigio del inaudito drama en el que se debatía aquella misteriosa mujer, Raoul habría podido pensar que Christine no era su incomprensible heroína.

Se levantó al verlo acercarse y, sin emoción aparente, le tendió la mano. Pero el estupor de Raoul era tal que permaneció allí, anonadado, sin un gesto, sin una palabra.

– ¡Vaya, señor de Chagny! -exclamó la señora Valérius-. ¿No conoce ya a nuestra Christine? ¡Su «genio bienhechor» nos la ha devuelto!

– ¡Mamá! -interrumpió la joven en tono seco, al tiempo que se sonrojaba hasta los ojos-. Mamá, creía que ya no volveríamos a hablar de eso… ¡Sabe usted muy bien que no hay tal genio de la música!

– ¡Hija mía, sin embargo te ha dado clases durante tres meses!

– Mamá, le he prometido explicárselo todo un día no muy lejano, al menos eso espero… pero hasta entonces, usted me ha prometido el silencio y no hacerme jamás preguntas.

– ¡Si me aseguraras no volver a dejarme! Pero, ¿me has prometido eso, Christine?

– Mamá, todo eso no interesa para nada al señor de Chagny…

– Se equivoca, Christine -interrumpió el joven con una voz que pretendía ser firme y valiente pero que, sin embargo era tan sólo temblorosa-; todo lo que le atañe me interesa hasta un punto que no podría usted comprender. No le ocultaré que me extraña y me alegro a la vez de encontrarla junto a su madre adoptiva y que lo que pasó ayer entre nosotros, lo que pudo usted decirme, lo que pude adivinar, nada me hacía prever un retorno tan rápido. Sería el primero en alegrarme si no se obstinara en conservar acerca de todo esto un secreto que puede serle fatal… y hace demasiado tiempo que soy amigo suyo para no inquietarme, al igual que la señora Valérius, por esa funesta aventura que seguirá siendo peligrosa en tanto no la desentrañemos, y de la que terminará por ser víctima, Christine.

Al oír estas palabras, la señora Valérius se agitó en su lecho.

– ¿Qué quiere decir todo eso? -exclamó-. ¿Christine está en peligro?

– Sí, señora… -declaró valientemente Raoul, a pesar de las señas que le hacía Christine.

– ¡Dios mío! -exclamó jadeante la buena e ingenua anciana-. ¡Tienes que decírmelo todo, Christine! ¿Por qué me tranquilizas? ¿Y de qué peligro se trata, señor de Chagny?

– ¡Un impostor está abusando de su buena fe!

– ¿El Ángel de la música es un impostor?

– ¡Ella misma le ha dicho que no hay tal Ángel de la música!

– ¿Y qué hay entonces? Dígamelo, en nombre del Cielo -suplicó impotente la señora Valérius-. Me va usted a matar!

– Lo que hay, señora, a nuestro alrededor, a su alrededor, alrededor de Christine, es un misterio terrestre mucho más terrible que todos los fantasmas y todos los genios.

La señora Valérius volvió hacia Christine un rostro aterrorizado, pero ésta se había precipitado ya hacia su madre adoptiva y la apretaba entre sus brazos:

– ¡No le creas, mamá querida!… ¡No le creas! -repetía, e intentaba consolarla con sus caricias, ya que la anciana dejaba escapar suspiros que desgarraban el corazón.

– ¡Entonces, dime que ya no me abandonarás! -imploró la viuda del profesor.

Christine calló y Raoul volvió a empezar:

– Es lo que debe usted prometer, Christine… ¡Es lo único que puede tranquilizarnos, a su madre y a mí! Nos comprometemos a no hacerle más preguntas sobre el pasado, si nos promete permanecer bajo nuestra protección en el futuro…

– ¡Es un compromiso que yo no le pido y una promesa que yo no les haré -dijo la muchacha con orgullo-. Soy libre de mis actos, señor de Chagny, no tiene el menor derecho a controlarlos y le agradecería se abstuviera de hacerlo a partir de este momento. En cuanto a lo que hago desde hace quince días, no hay más que un hombre en el mundo que tendría derecho a exigir que se lo explicara: ¡mi marido! ¡Pero no tengo marido ni me casare jamás!

Mientras decía esto con fuerza, extendió la mano en dirección a Raoul, como para hacer más solemnes sus palabras, Raoul palideció, no sólo por las palabras que acababa de oír, sino porque estaba viendo en el dedo de Christine un anillo de oro.

28
{"b":"125186","o":1}