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»-¡Erik! -exclamé-, enséñeme el rostro sin terror. Le juro que es usted el más desgraciado y sublime de los hombres y, si a partir de ahora Christine Daaé tiembla al mirarle, ¡es porque piensa en la grandeza de su genio!

»Entonces Erik se volvió. Había creído en mí y yo también, por desgracia… ¡y yo, ay, ay…, yo tenía fe en mí!… Elevó hacia el Destino sus manos descarnadas y se arrodilló ante mí con palabras de amor…

»… Con palabras de amor en su boca de muerte…, la música se había callado…

»Besaba el borde de mi falda, y no vio que yo cerraba los ojos.

»¿Qué más puedo decirle, Raoul? Ahora, ya conoce el drama… Durante quince días se repitió…, quince días durante los cuales le mentí. Mi mentira fue tan horrible como el monstruo al que iba dirigida; y a ese precio fue como pude conseguir la libertad. Quemé su máscara. Desempeñé tan bien mi papel que, cuando no cantaba, se atrevía a mendigar alguna de mis miradas, como un perro tímido que da vueltas alrededor de su amo. Se convirtió así como en un esclavo fiel y me rodeaba de mil cuidados. Poco a poco llegué a inspirarle tanta confianza que se atrevió a llevarme a las orillas del Lago Averno y a pasearme en barca por sus aguas de plomo; en los últimos días de mi cautiverio, por la noche, me hacía atravesar las verjas que encierran los subterráneos de la calle Scribe. Allí nos esperaba un carruaje que nos llevaba hasta la soledad del Bois.

»La noche en la que nos encontramos estuvo a punto de resultarme trágica, ya que siente hacia usted unos celos horribles; a los que no he podido combatir más que afirmando su próxima partida… Por fin, después de quince días de aquel abominable cautiverio, en el que me sentí unas veces transportada de piedad, otras de entusiasmo, de angustia y de horror, me creyó cuando le dije: ¡Volveré!»

– Y ha vuelto, Christine -gimió Raoul.

– Es cierto, Raoul, y debo decir que no fueron las espantosas amenazas con las que acompañó mi libertad las que me ayudaron a mantener mi palabra, sino el sollozo desesperado que lanzó en el umbral de su tumba.

»Sí, ese sollozo -repitió Christine moviendo dolorosamente la cabeza- me encadenó al desventurado monstruo más de lo que yo misma suponía en el momento de decirnos adiós. ¡Pobre Erik, pobre Erik!»

– Christine -dijo Raoul poniéndose de pie-, dice usted que me ama, pero pocas horas han transcurrido desde que ha recuperado recobrado su libertad que ya vuelve al lado de Erik… ¡Recuerde el baile de disfraces!

– Las cosas habían sido acordadas así… recuerde también que aquellas horas las pasé con usted, Raoul…, con peligro para los ambos…

– Durante aquellas horas dudé de que me amase.

– ¿Aún lo duda, Raoul?… Sepa entonces que cada uno de mis viajes al lado de Erik ha aumentado mi horror hacia él, ya que cada uno de estos viajes, en lugar de calmarlo como yo esperaba, le vuelven aún más loco de amor… ¡y tengo miedo ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!

– Tiene miedo… Pero, ¿me ama?… Si Erik no fuera como es, ¿me amaría, Christine?

– ¡Desventurado! ¿Por qué tentar al destino? ¿Para qué preguntarme cosas que he ocultado en el fondo de mi conciencia como un pecado?

Se levantó a su vez, rodeó la cabeza del joven con sus bellos brazos y le dijo:

– ¡Oh, mi prometido de un día! Si no le amase no le ofrecería mis labios, por primera y última vez.

Él los tomó, pero la oscuridad que les rodeaba se desgarró de tal manera que huyeron como si se acercara una tormenta, y sus ojos, en los que habitaba el temor de Erik, les reveló, antes de desaparecer en el fondo de los tejados, allá arriba, por encima de ellos, ¡un inmenso pájaro nocturno que les miraba con sus ojos de brasa, y que parecía aferrado a las cuerdas de la lira de Apolo!

XIV UN GOLPE GENIAL DEL MAESTRO EN TRAMPILLAS

Raoul y Christine corrieron, corrieron. Ahora huían del tejado donde se encontraban los ojos de brasa, que sólo se ven en lo más profundo de la noche; y no se detuvieron hasta llegar al octavo piso.

Aquella noche no había función y los pasillos de la ópera estaban desiertos.

De pronto, una extraña silueta surgió ante los jóvenes, cortándoles el paso.

– ¡No! Por aquí no!

Y la silueta les indicó otro pasillo por el cual podían llegar entre los bastidores.

Raoul quería detenerse, pedir explicaciones.

– ¡Vamos, vamos, aprisa! -ordenó aquella sombra vaga oculta en una especie de capa y cubierta con un bonete puntiagudo. Pero ya Christine arrastraba a Raoul y le obligaba a seguir

corriendo:

– ¿Pero quién es? ¿Quién es ése? -preguntaba el joven.

– ¡Es el Persa!… – contestaba Christine:

– ¿Qué hace aquí?

– Nadie sabe nada de él… ¡Está siempre en la ópera!

– Lo que usted me obliga a hacer, Christine, es una cobardía -dijo Raoul, que estaba muy alterado-. Me hace huir. Es la primera vez en mi vida.

– ¡Bah! -contestó Christine que empezaba a calmarse-. Creo que hemos huido de la sombra de nuestra imaginación.

– Si de verdad hemos visto a Erik, debería haberlo clavado a la lira de Apolo, como se clava a la lechuza en las tapias de nuestras granjas bretonas, y ya no hubiéramos tenido que ocupamos de él.

– Mi buen Raoul, primero habría tenido que subir a la lira de Apolo, y no es cosa fácil.

– Sin embargo, los ojos de brasa estaban allí.

– ¡Bueno! Ya está usted como yo, dispuesto a verlo en todas partes, pero si se reflexiona, uno se dice: lo que he tomado por ojos de brasa no eran más que los clavos de oro de dos estrellas que contemplaban la ciudad a través de las cuerdas de la lira.

Y Christine bajó un piso más, seguida por Raoul.

– Ya que está decidida del todo a partir, Christine -dijo el joven-, vuelvo a insistir que valdría más huir ahora mismo. ¿Por qué esperar a mañana? ¡Quizá nos haya oído esta noche!…

– ¡Imposible, imposible! Trabaja, repito, en su Don Juan Triunfante, y no se ocupa de nosotros.

– Está usted tan poco convencida que no deja de mirar hacia atrás.

– Vamos a mi camerino.

– Vámonos mejor fuera de la ópera.

– Jamás hasta el momento de huir! Nos expondríamos a alguna desgracia si no cumplo mi palabra. Le prometí no vernos más que aquí.

– Es un consuelo para mí que le permita esto. ¿Sabe -dijo Raoul con amargura- que has sido usted pero que muy audaz permitiéndome el juego del noviazgo?

– Pero, querido, él está al corriente. Me dijo: «Confío en ti, Christine. El señor de Chagny está enamorado de ti y debe irse. Antes de que se vaya, ¡que sea tan desventurado como yo!…

– ¿Y qué significa eso, por favor?

– Soy yo la que debería preguntárselo, Raoul. ¿Se es desgraciado cuando se ama?

– Sí, Christine. Cuando se ama y no se sabe si se es amado. -¿Dices eso por Erik?

– Por mí y por Erik -dijo el joven meneando al cabeza con aire pensativo y desolado.

Llegaron al camerino de Christine.

– ¿Por qué se cree más segura en este camerino que en el teatro? -preguntó Raoul-. Si le oye usted a través de los muros, también él puede oírnos.

– ¡No! Me ha dado su palabra de no ponerse tras las paredes de mi camerino, y yo creo en la palabra de Erik. Mi camerino y mi habitación, en la mansión del lago, son míos, exclusivamente míos, y sagrados para él.

– ¿Cómo pudo abandonar usted este camerino para ir a parar a un corredor oscuro, Christine? ¿Quiere que intentemos repetir sus pasos?

– Es peligroso, amigo mío, porque el espejo podría llevarme otra vez y, en lugar de huir, me vería obligada a ir hasta el final del pasadizo secreto que conduce a las orillas del lago y desde allí llamar a Erik.

– ¿La oiría?

– Por donde quiera que llame a Erik, Erik me oirá… Él fue quien me lo dijo. Es un genio muy especial. No hay que creer, Raoul, que se trata simplemente de un hombre que le divierte vivir bajo tierra. Hace cosas que ningún otro hombre podría hacer. Sabe cosas que el mundo viviente ignora.

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