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– No tiene usted marido y sin embargo lleva una alianza.

Intentó cogerle la mano, pero Christine la había retirado rápidamente.

– ¡Es un regalo! -exclamó sonrojándose más aún y esforzándose en vano por ocultar su turbación.

– ¡Christine! Ya que no tiene un marido, este anillo sólo puede ser del que espera serlo. ¿Por qué engañarnos aún más? ¿Por qué seguir torturándome? ¡Ese anillo es una promesa! ¡Y esa promesa ha sido aceptada!

– ¡Es lo que yo le he dicho! -dijo la anciana.

– ¿Y qué le ha contestado, señora?

– ¡Lo que me vino en gana! -gritó Christine exasperada-. ¿No encuentra señor, que este interrogatorio ha durado ya demasiado. En cuanto a mí…

Raoul, muy emocionado, temía obligarla a pronunciar palabras que significaran una ruptura definitiva. La interrumpió:

– Perdón por haberle hablado así, señorita… ¡Sabe usted bien cuál es el noble sentimiento que hace que me inmiscuya en este momento en asuntos que, sin duda, no me incumben. Pero déjeme decirle lo que he visto…, y he visto más de lo que cree, Christine, o lo que creí ver, ya que, en realidad, lo mínimo que puede hacerse en esta aventura es dudar de los propios ojos…

– ¿Qué ha visto, señor, o que ha creído ver?

– Vi su éxtasis ante el sonido de la voz, Christine, de la voz que surgía de la pared, o del camerino, o del apartamento de al lado… ¡sí, su éxtasis!… ¡Y es esto lo que me llena de pánico por usted!… ¡Está aprisionada en el más peligroso de los hechizos!… Sin embargo, parece haberse dado cuenta de la impostura, ya que hoy dice que no hay un Ángel de la música… Entonces, Christine, ¿por qué lo siguió una vez más? ¿Por qué se levantó con el rostro resplandeciente como si realmente estuviera oyendo a los ángeles?… ¡Esa voz es muy peligrosa, Christine, puesto que yo mismo, mientras la oía, me encontraba tan embelesado que usted desapareció de mi vista sin que pudiera decir por dónde!… ¡Christine, Christine! ¡En el nombre del cielo, en el de su padre que está en el cielo y que tanto quiso usted, y que me quiso, Christine, ¿va a decirnos, a su bienhechora y a mí, de quién es esa voz? ¡Aún en contra de su voluntad la salvaremos!… ¡Vamos! ¡Díganos el hombre de ese hombre, Christine…, de ese hombre que ha tenido la audacia de poner un anillo de oro en su dedo!

– Señor de Chagny -declaró fríamente la joven-, ¡no lo sabrá jamás!

En este punto se oyó la agria voz de la señora Valérius que, de repente, tomaba el partido de Christine, al ver la hostilidad con la que su pupila acababa de dirigirse al vizconde.

– ¡Y si ella lo ama, señor vizconde, eso no es asunto suyo!

– ¡Ay, señora! -volvió a decir humildemente Raoul, que no pudo contener las lágrimas-. ¡Ay! Creo que, efectivamente,

Christine lo ama… Todo me lo demuestra, pero no sólo esto me desespera, ¡sino el que no estoy en absoluto seguro de que aquél al que quiere Christine sea digno de su amor!

– ¡La única que debe juzgarlo soy yo, señor! -dijo Christine mirando fijamente a Raoul con una expresión de soberana irritación.

– Cuando se emplean, para seducir a una joven, medios tan románticos… -dijo Raoul que sentía que sus fuerzas le abandonaban…

– ¿Es preciso, no es cierto, que el hombre sea un miserable, o que la joven sea una tonta?

– ¡Christine!

– ¿Raoul, por qué condena de este modo a un hombre al que no ha visto jamás, al que nadie conoce y del que usted mismo no sabe nada?

– Sí, Christine… Sí… Al menos sé ese nombre que usted pretende seguir ocultándome… ¡Su Ángel de la música, Christine, se llama Erik!…

Inmediatamente Christine se traicionó a sí misma. Esta vez se puso pálida como un mantel de altar. Balbuceó:

– ¿Quién se lo ha dicho?

– ¡Usted misma!

– ¿Cómo?

– La otra noche, la noche del baile de máscaras. ¿Acaso no dijo, al llegar a su camerino: «¡Pobre Erik!» Pues bien, Christine, se encontraba allí, en alguna parte, un pobre Raoul que la oyó.

– ¡Es la segunda vez que escucha usted detrás de las puertas, señor de Chagny!

– No estaba detrás de la puerta… ¡Estaba en el camerino!…

¡En su tocador, señorita!

– ¡Desgraciado! -gimió la joven, que mostró todos los síntomas de un indecible horror-… ¡Desgraciado! ¿Quiere que lo maten?

– ¡Quizá!

Raoul pronunció este «quizá» con tanto amor y desesperación que Christine no pudo contener un sollozo.

Entonces le tomó ambas manos y lo miró con toda la pura ternura de la que era capaz, y, el joven, ante aquella mirada, sintió que su dolor ya se había esfumado.

– Raoul dijo-, es preciso que olvide la voz de hombre, que no recuerde siquiera su nombre… y que jamás intente averiguar el misterio de la voz de hombre.

– ¿Tan terrible es ese misterio?

– ¡No hay otro más terrible en la tierra!

Se hizo un silencio que separó a los jóvenes. Raoul estaba destrozado.

– Júreme que no hará nada por «saber» -insistió ella-. Júreme que no volverá a entrar en mi camerino si yo no lo llamo.

– ¿Me promete llamarme alguna vez, Christine?

– Se lo prometo.

– ¿Cuándo?

– Mañana.

– ¡Entonces, se lo juro!

Fueron sus últimas palabras ese día.

Él le besó las manos y se fue maldiciendo a Erik e intentando armarse de paciencia.

XII ARRIBA DE LAS TRAMPILLAS

Al día siguiente, volvió a verla en la ópera. Seguía llevando en el dedo el anillo de oro. Ella fue dulce y buena. Le informó acerca de los proyectos que tenía, de su futuro, de su carrera.

Él le comunicó que la salida de la expedición polar se había adelantado y que, dentro de tres semanas, de un mes a lo sumo, abandonaría Francia.

Ella le animó, casi con alegría, a pensar en el viaje con entusiasmo, como en una etapa más de su gloria futura. Y, al contestar le él que la gloria sin amor no ofrecía a sus ojos el menor encanto, ella lo trató como a un niño cuyas tristezas deben ser pasajeras. Él le dijo:

– ¿Cómo puede hablar con tanta ligereza de cosas tan graves, Christine? ¡Puede que no volvamos a vernos jamás!… ¡Puedo morir durante esa expedición!.

– Y yo también -se limitó a decir ella…

Ya no sonreía, ya no bromeaba. Parecía pensar en algo nuevo

que le venía por primera vez a la mente. Su mirada brillaba.

– ¿En qué piensa, Christine?

– Pienso en que ya no volveremos a vernos…

– ¿Y eso es lo que la pone tan radiante?

– ¡Y que dentro de un mes tendremos que decirnos adiós…para siempre!

– A menos que, Christine, nos casáramos y nos esperáramos para siempre.

Ella le tapó la boca con la mano:

– ¡Calle, Raoul!… ¡No se trata de eso, ya lo sabe de sobra!… ¡Y jamás nos casaremos! ¿De acuerdo?

Parecía no poder resistir una dicha desbordante que la había asaltado de repente. Empezó a dar palmadas con alegría infantil… Raoul la miraba inquieto, sin comprender.

– Pero, pero… -dijo ella de nuevo, tendiendo las manos al joven, o mejor dicho, dándoselas, como si súbitamente hubiera decidido hacerle un regalo-. Pero, aunque no podamos casarnos, sí podemos…, podemos prometernos… ¡No lo sabrá nadie más que nosotros, Raoul!… ¡Han habido casamientos secretos!… ¡Raoul, podemos prometernos por un mes!… ¡Dentro de un mes, usted se irá y yo podré ser feliz con el recuerdo de este mes durante toda la vida!

Estaba entusiasmada con su idea… Y volvió a ponerse seria.

– Esta -dijo- es una felicidad que no hará daño a nadie.

Raoul había comprendido. Se aferró a aquella inspiración. Quiso que inmediatamente se hiciera realidad. Se inclinó ante Christine con humildad sin par y dijo:

– ¡Señorita, tengo el honor de pedir su mano!

– ¡Pero si ya tiene las dos, mi querido prometido…! ¡Oh, Raoul, qué felices vamos a ser!… Vamos a jugar al futuro maridito y a la futura mujercita…!

Raoul se decía: ¡Imprudente! De aquí a un mes habré tenido tiempo de hacérselo olvidar o de penetrar y destruir «el misterio de la voz de hombre», y dentro de un mes Christine consentirá en ser mi mujer. ¡Mientras tanto, juguemos!

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