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El miserable (que realmente era el mejor ventrílocuo del mundo) aturdía a la pequeña (me daba perfecta cuenta) para alejar su atención de la cámara de los suplicios… ¡Estúpida maniobra!… ¡Christine no pensaba más que en nosotros!… Repitió en varias ocasiones, en el tono más suave de que fue capaz, mirándolo con ojos de ardiente súplica:

– ¡Apague la ventanita!… ¡Erik!… ¡Apague la ventanita!…

Estaba convencida de que aquella luz, que se había encendido repentinamente en la ventanita y de la que el monstruo había hablado de forma tan amenazadora, tenía una razón de ser… Una sola cosa debía tranquilizarla momentáneamente, y era que nos había visto a los dos, detrás de la pared, en medio del magnífico incendio, de pie y en perfecto estado… Pero se habría tranquilizado más, sin duda alguna, si se hubiera apagado la luz…

El otro había empezado ya un número de ventrílocuo. Decía:

– Mira, levanto un poco mi máscara. Sólo un poco… ¿Ves mis labios? ¿O lo que tengo por labios? ¡No se mueven!… Mi boca o esa especie de boca que tengo… está cerrada. Sin embargo, oyes mi voz… Hablo con el vientre…, es muy natural… ¡A esto se llama ser un ventrílocuo! Es sabido: escucha mi voz, ¿adónde quieres que

me ponga? ¿En tu oído izquierdo… o el derecho?… ¿En la mesa?… ¿En los cofrecillos de ébano de la chimenea?… ¡Ah! ¿te sorprende?… ¡Mi voz está en los cofrecillos de la chimenea! ¿La quieres lejana… o próxima?… ¿Retumbante?… ¿Aguda?… ¿Nasal?… Mi voz se pasea por todas partes… por todas partes… Escucha, mi querida…, en el cofrecillo a la derecha de la chimenea, escucha lo que dice: ¿Habrá que girar al escorpión?… Y ahora, ¡crac!…, escucha lo que dice ahora el cofrecillo de la izquierda: ¿Habrá que girar al saltamontes? Y ahora, ¡crac!… Mírala en la garganta de la Carlotta, en el fondo de la garganta dorada, de la garganta de cristal de la Car

lotta. ¿Qué dice? Dice: «Soy yo, señor gallo. Soy yo la que canta:

Escucho a esta voz solitaria… ¡cuac!… ¡que canta en mi cuac!… Y ahora, ¡crac!, ha llegado a una silla del palco del fantasma… y ha dicho: «La señora Carlotta canta esta noche como para hacer caer la araña…» Y ahora, ¡crac!… ¡Ja!… Ja!… Ja!… ¿Dónde está la voz de Erik?… Escucha Christine, querida mía… ¡Escucha!… Está detrás de la puerta de la cámara de los suplicios… ¡Escúchame!… Soy yo el que estoy en la cámara de los suplicios… ¿Y qué digo? Digo: «¡Pobres de aquellos que tienen la dicha de tener una nariz, una verdadera nariz propiamente suya y que vienen a pasearse por la cámara de los suplicios!… ja, ja, ja!

¡Maldita voz del formidable ventrílocuo ¡Estaba en todas partes, en todas partes!… Se colaba a través de la ventanita invisible…, a través de las paredes…, corría alrededor de nosotros… ¡Erik estaba allí! ¡Nos hablaba!… Hicimos un gesto como para arrojarnos sobre él…, pero, más rápido, más inasible que la sonora voz del eco, la voz de Erik había vuelto al otro lado de la pared…

De pronto, dejamos de oír su voz y he aquí lo que ocurrió:

La voz de Christine:

– ¡Erik, Erik!… ¡Me cansa usted con su voz!… ¡Calle, Erik!… ¿No le parece que hace calor aquí?…

– ¡Sí, sí! El calor se hace insoportable… -contesta la voz de Erik.

Y de nuevo la voz, ahogada por la angustia, de Christine:

– ¿Qué es esto?… La pared está muy caliente… la pared está ardiendo…

– Voy a explicártelo, Christine, amor mío, es por culpa de «la selva de al lado»…

– ¿Qué quiere decir?… ¿La selva?

– ¿No ha visto que era una selva del Congo?

Y la risa del monstruo se elevó tanto que ya no distinguimos los clamores suplicantes de Christine… El vizconde de Chagny gritaba y golpeaba contra las paredes como un loco… Yo no podía contenerlo… Pero no se oía más que la risa del monstruo…, y el monstruo mismo no debió oír más que su risa… Después, hubo el ruido de una lucha rápida, de un cuerpo que cae al suelo y que es arrastrado… y el estrépito de una puerta cerrada con furia… y nada más, nada alrededor nuestro más que el silencio abrasador del mediodía…, ¡en el corazón de una selva africana!…

XXV ¡TONELES! ¡TONELES! ¿TIENE USTED TONELES PARA VENDER?

Sigue el relato del Persa

He dicho ya que aquella cámara en la que nos encontrábamos el señor de Chagny y yo era regularmente hexagonal y estaba forrada por completo de espejos. Desde entonces, especialmente en ciertas exposiciones, se han hecho cámaras exactamente iguales que ésta, llamadas «casas de los milagros» o «palacios de las ilusiones». Pero el primero en inventarlas fue Erik, que construyó ante mis ojos la primera sala de este tipo, en tiempos de las horas rosas de Mazenderan. Bastaba con disponer algún motivo decorativo en los rincones, una columna por ejemplo, para obtener instantáneamente un palacio de mil columnas, ya que, por efecto de los espejos, la sala real se aumentaba en hasta seis salas hexagonales, de las que cada una se multiplicaba hasta el infinito. Antaño, para divertir a «la pequeña sultana», había dispuesto de este modo un decorado que se convertía en el «templo innumerable»; pero la pequeña sultana se cansó en seguida de una ilusión tan infantil, y entonces Erik transformó su invento en cámara de los suplicios. En lugar del motivo arquitectónico colocado en los rincones, puso en primer plano un árbol de hierro. ¿Por qué aquel árbol, perfecta imitación de la realidad con sus hojas pintadas, era de hierro? Porque debía ser lo suficientemente sólido como para resistir todos los ataques del «paciente» al que se encerraba en la cámara de los suplicios. Veremos de qué manera el decorado así obtenido se transformaba por dos veces, instantáneamente, en otros dos decorados sucesivos, gracias a la rotación automática de los tambores que se encontraban en las esquinas y que habían sido divididos en tres, uniendo los ángulos de los espejos y sosteniendo cada uno un motivo decorativo que iba turnándose alternativamente. Las paredes de esta extraña sala no ofrecían ningún asidero al paciente, ya que, con excepción del motivo decorativo de una solidez a prueba de todo, estaban forradas tan sólo de espejos, y espejos lo suficientemente sólidos como para aguantar los arrebatos de rabia del miserable al que arrojaban allí, para colmo con manos y pies desnudos.

Ni un mueble. El techo era luminoso. Un ingenioso sistema de calefacción eléctrica, que ha sido imitado después, permitía aumentar la temperatura de las paredes a voluntad y dar de este modo a la sala la temperatura deseada…

Me dedico en enumerar todos los detalles precisos de un invento absolutamente natural, que creaba esta ilusión de algo sobrenatural mediante ramas pintadas, de una selva ecuatorial abrasada por el sol del mediodía, para que nadie pueda poner en duda la serenidad de mi espíritu, para que nadie pueda decir: «¡Este hombre se ha vuelto loco», o bien: «Este hombre miente, o: «Este hombre nos toma por imbéciles». [36]

Si me hubiera limitado a contar las cosas así: «Al bajar del sótano, nos encontramos con una selva ecuatorial abrasada por el sol del mediodía», habría logrado causar un efecto de estúpida sorpresa, pero no busco ningún efecto, ya que mi intención es explicar qué nos sucedió realmente al vizconde de Chagny y a mí en el curso de una terrible aventura que, por un tiempo, mantuvo en vilo a la justicia de este país.

Vuelvo ahora a los hechos en el punto en que los he dejado.

Cuando se hizo la luz en el techo y a nuestro alrededor se iluminó la selva, el estupor del vizconde superó todo lo que pueda imaginarse. La aparición de aquella selva impenetrable cuyos innumerables troncos y ramas nos enlazaban hasta el infinito, lo sumió en una consternación espantosa, Se pasó las manos por la frente como para rechazar una visión de sueño y sus ojos parpadearon como los de alguien a quien, al despertar, le cuesta recobrar el conocimiento de la realidad de las cosas. ¡Por un instante, se olvidó de escuchar!

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[36] En la época en que escribía el Persa, se comprende muy bien que tomara tantas precauciones contra la incredulidad de la gente; hoy en día, cuando todo el mundo ha podido ver ese tipo de salas, resultarían superfluas

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