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Rogamos acepten nuestro agradecimiento, señores, etcétera.

– ¡Bueno, estos tipos ya empiezan a fastidiarme! -declaró violentamente Firmin Richard, rompiendo la carta de los señores Debienne y Poligny.

Aquella noche, el palco n° 5 fue vendido.

A la mañana siguiente, al llegar a su despacho, los señores Richard y Moncharmin encontraban un informe del inspector sobre lo ocurrido la noche anterior en el palco n° 5 del primer piso. He aquí el pasaje esencial del informe, que es breve:

«Me he visto en la necesidad -escribe el inspector-, de recurrir esta noche -el inspector había escrito su declaración la víspera por la noche- a un guardia municipal para hacer evacuar por dos veces, al principio y a la mitad del segundo acto, el palco nº 5. Los ocupantes, que habían llegado al comienzo del segundo acto, provocaban un verdadero escándalo con sus risas y comentarios ridículos. A su alrededor se oían reclamaciones y en la sala la gente empezaba a protestar, cuando la acomodadora vino en mi busca. Entré en el palco y expresé las correspondientes advertencias. Aquellas personas no parecían estar en su sano juicio y me dieron excusas estúpidas. Les advertí que, sí se repetía el escándalo, me vería obligado a hacer evacuar el palco. Aún no había terminado de salir, cuando volví a oír sus risas y las protestas de la sala. Regresé en compañía de un guardia municipal, que les hizo salir. Reclamaron, siempre entre risas, y declararon que no se irían si no se les devolvía el dinero. Finalmente se calmaron y los dejé volver al palco; al momento, las risas volvieron a empezar, y esta vez los expulsé definitivamente.»

– ¡Que traigan al inspector! -gritó Richard a su secretario, que ya había leído el informe y lo había subrayado con un lápiz azul.

El secretario, señor Rémy -veinticuatro años, bigote fino, elegante, distinguido, muy buena presencia-, que llevaba una levita entallada, obligatoria de trabajo en aquella época, era un hombre inteligente pero tímido ante su jefe, ganaba 2.400 francos de sueldo anual, pagados por el director. Su trabajo consistía en revisar los periódicos, contestar las cartas, distribuir los palcos y pases de favor, concertar las citas, conversar con los que hacen antesala, visitar a las artistas enfermas, buscar las suplentes, coordinar a los jefes de personal, ante todo, era el cerrojo del despacho del director, aunque no recibiera por ello ningún tipo de compensación y pudiera ser despedido de la noche a la mañana, ya que, su puesto no está reconocido por la administración-, el secretario, pues, que ya había mandado a buscar al inspector, dio la orden de hacerlo pasar.

El inspector entró un poco inquieto.

– Explíquenos qué ha pasado -dijo Richard con brusquedad.

El inspector farfulló inmediatamente e hizo alusión al informe.

– Pero bueno, esas personas, ¿de qué se reían? -preguntó Moncharmin.

– Señor director, parecían haber cenado bien y más predispuestos a reír que a escuchar buena música. Nada más llegar y entrar en el palco llamaron a la acomodadora, que les preguntó qué ocurría. Entonces le dijeron:

»-Mire usted en el palco, ¿no hay nadie, no es cierto?…»

– No -respondió la acomodadora.

»-Pues bien -afirmaron-, cuando entramos oímos una voz

que decía que había alguien.»

El señor Moncharmin no pudo dejar de mirar a Richard sin sonreírse, pero éste no sonreía en lo más mínimo. Había ya recibido tantas veces este tipo de bromas que no le fue difícil reconocer en el relato que, de la manera más ingenua del mundo, le hacía el inspector, todas las características de una de esas bromas crueles que divierten al principio a aquellos a quienes van dirigidas, pero que luego terminan por enfurecerlos.

El señor inspector, para ganarse la simpatía de Moncharmin, que sonreía, había creído que su obligación era sonreír también. Desgraciada sonrisa. La mirada de Richard fulminó al empleado, quien adoptó de inmediato una expresión compungida.

– Pero, bueno, cuando llegó esa gente -preguntó rugiendo el terrible Richard-, ¿no había nadie en el palco?

– Nadie, señor director, ¡nadie! Ni en el palco de la derecha, ni en el de la izquierda. Se lo juro. Pongo las manos en el fuego. Esto demuestra que se trata de una broma.

– ¿Y qué dijo la acomodadora?

– ¡Oh! Para la acomodadora todo es muy sencillo, dice que es el fantasma de la ópera. ¡Vaya!

Y el inspector rió burlón. Pero se dio cuenta de que había vuelto a equivocarse, puesto que apenas acababa de pronunciar estas palabras, la expresión de Richard pasó de sombría a furiosa.

– ¡Que busquen a la acomodadora! -ordenó-. ¡Inmediatamente! ¡Y que me la traigan! ¡Y que despidan a toda esa gente!

El inspector quiso protestar, pero Richard le cerró la boca con un temible: «¡Cállese!» Después, cuando los labios del desgraciado inspector parecieron cerrarse para siempre, el director le ordenó que volviera a abrirlos.

– ¿Qué es eso del «fantasma de la Ópera»? -se decidió a preguntar con un gruñido.

Pero el inspector, era ahora incapaz de pronunciar una palabra. Dio a entender mediante una mímica desesperada que no sabía nada, o más bien que no quería saber nada.

– ¿Ha visto usted al fantasma de la Opera?

Con un enérgico movimiento de cabeza, el inspector negó. haberlo visto jamás.

– ¡Peor para usted! -declaró fríamente Richard.

El inspector abrió unos ojos enormes, unos ojos que se salían de las órbitas, para preguntar por qué el director había pronunciado aquel siniestro «¡Peor para usted!»

– ¡Porque voy a ajustarles las cuentas a todos aquellos que no le hayan visto! -explicó el director-. Dado que está en todas partes, no es admisible que no se le vea en ninguna. ¡Me gusta que la gente cumpla con su obligación!

V CONTINUACIÓN DE «EL PALCO N° 5»

Dicho esto, el señor Richard dejó de ocuparse del inspector y trató diversos asuntos con su administrador, que acababa de entrar. El inspector pensó que ya podía irse y, con sumo cuidado, de espaldas, se acercaba ya a la puerta cuando el señor Richard, al darse cuenta de la maniobra, paralizó al desgraciado mediante un estruendo: «¡No se mueva!»

Gracias a las diligencias de Rémy, habían ido a buscar a la acomodadora, que era portera en la calle de Provence, a dos pasos de la Ópera. No tardó en entrar.

– ¿Cómo se llama usted?

– Mamá Giry Me conoce bien, señor director. Soy la madre de la pequeña Giry, es decir, la pequeña Meg.

Lo dijo con un tono rudo y solemne que por un momento impresionó al señor Richard. Miró a mamá Giry (chal suelto, zapatos gastados, viejo vestido de tafetán, sombrero color hollín). Era evidente, por la actitud del director, que éste no conocía en absoluto o no recordaba haber conocido a mamá Giry, «ni siquiera a la pequeña Meg». Pero el orgullo de mamá Giry era tal que esta célebre acomodadora (mucho me temo que su nombre dio lugar a la palabra «giries», bien conocida en la jerga de entre bastidores. Por ejemplo: si una artista reprocha a una compañera sus chismes, sus cotilleos. Le dirá: «Eso es propio de giries») imaginaba ser conocida por todo el mundo.

– ¡No la conozco! -terminó por decir el director-, pero señora Giry, esto no impide que quiera saber qué sucedió ayer noche para que usted y el inspector se vieran obligados a recurrir a un guardia municipal…

– Precisamente quería yo verlo, señor director, y hablarle para que no le ocurran a usted las mismas desgracias que a los señores Debienne y Poligny… Tampoco ellos, al principio, querían escucharme…

– No le pregunto nada de todo eso. ¡Le pregunto qué ocurrió anoche!

Mamá Giry enrojeció de indignación. Jamás le habían hablado en semejante tono. Se levantó como para marcharse, recogiendo ya los pliegues de su falda y agitando con dignidad las plumas de su sombrero color hollín; pero, cambiando de parecer, volvió a sentarse y dijo con voz altiva:

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