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El mayordomo del conde dijo:

– Es cierto, señor, que hay sangre en el balcón.

Un criado trajo una lámpara a cuya luz pudieron examinar todo. El rastro de sangre seguía la rampa del balón y llegaba hasta un canalón, a lo largo del cual subía.

– Amigo mío -dijo el conde-, has disparado a un gato.

– Lo malo -exclamó Raoul con una nueva carcajada burlona que sonó dolorosamente en los oídos del conde- es que es muy posible. Con Erik nunca se sabe. ¿Es Erik? ¿Es un gato? ¿Es el fantasma? ¿Es de carne y hueso o sólo una sombra? ¡No, no! ¡Con Erik nunca se sabe!

Raoul se aferraba a aquellas frases extrañas que respondían tan íntima y lógicamente a las preocupaciones de su espíritu y que se identificaban a las confidencias, a la vez reales y con apariencia sobrenatural, de Christine Daaé.Y sus frases no contribuyeron poco en persuadir a muchos de que el cerebro del joven no funcionaba bien. El mismo conde lo creyó y, más tarde, el juez de instrucción, ante el informe del comisario de policía, no tuvo la menor duda en llegar a la misma conclusión.

– ¿Quién es Erik? -preguntó el conde apretando la mano de su hermano.

– ¡Es mi rival! ¡Y si no está muerto, lo mismo me da!

Con un gesto, despidió a los criados.

La puerta de la habitación volvió a cerrarse dejando solos a los dos Chagny. Pero los criados no se alejaron tan rápidamente como para no permitir que el mayordomo del conde oyera cómo Raoul pronunciaba fuerte y claramente:

– ¡Esta noche raptaré a Christine Daaé!

Esta frase fue repetida más tarde ante el juez de instrucción Faure. Pero nunca se supo exactamente qué se dijeron los dos hermanos durante esa entrevista.

Los criados contaron que aquella noche no era la primera vez que discutían.

Si, a través de unas paredes se oían gritos, y siempre se mencionaba a una artista llamada Christine Daaé.

A la hora del almuerzo -el almuerzo matutino, que el conde tomaba en su gabinete de trabajo-, Philippe ordenó que fueran a decir a su hermano que deseaba verlo. Raoul llegó, sombrío y mudo. La escena fue muy breve.

El conde.

– ¡Lee esto!

Philippe entrega a su hermano un periódico: L'Épóque. Con el dedo, señala la siguiente crónica.

El vizconde lee con desdén:

«Una gran noticia en el barrio: la señorita Christine Daaé, artista lírica, y el señor vizconde Raoul de Chagny se han comprometido. Si se da crédito a los rumores de entre bastidores, el conde Philippe se habría negado, afirmando que, por primera vez, los Chagny no cumplirían su promesa. Dado que el amor, en la ópera más aún que en otras partes, es todopoderoso, nos preguntamos de qué medios puede valerse el conde Philippe para impedir que su hermano el vizconde lleve al altar a la nueva Margarita. Se dice que los dos hermanos se adoran, pero el conde se engaña extrañamente si espera que el amor fraternal ceda al amor a secas.»

El conde (triste). -Ya lo ves, Raoul, nos pones en ridículo… Esa chica te ha sorbido el seso con sus cuentos de fantasmas.

(El vizconde había pues explicado a su hermano el relato de Christine Daaé.)

El vizconde.

– ¡Adiós, hermano!

El conde.

– ¿Estás decidido? ¿Te marchas esta noche? (El vizconde no contesta.)… ¿Con ella?… ¿Serás capaz de semejante tontería? (Silencio del vizconde.) ¡Yo sabré impedírtelo!

El vizconde. -¡Adiós, hermano!

(Se marcha.)

Esta escena fue explicada al juez de instrucción por mismo hermano, que no debía volver a ver a Raoul más que aquella noche, en la ópera, algunos minutos antes de la desaparición de Christine.

En efecto, Raoul dedicó todo aquel día a los preparativos del rapto.

Los caballos, el carruaje, el cochero, las provisiones, las maletas, el dinero necesario, el itinerario -era preciso no tomar el tren para poder despistar al fantasma-, todo esto le ocupó hasta las nueve de la noche.

A las nueve, una especie de berlina, con las cortinas echadas y las puertas herméticamente cerradas, ocupó un sitio en la fila junto a la Rotonda. Iba tirada por dos vigorosos caballos y conducida por un cochero cuyo rostro era difícil distinguir, tan envuelto estaba entre los pliegues de una bufanda. Delante de esta berlina había tres coches. Más tarde, la instrucción estableció que se trataba de los de la Carlotta, llegada repentinamente a París, de la Sorelli y, delante de todos, el del conde de Chagny. De la berlina no bajó nadie. El cochero permaneció en su asiento. Los otros tres cocheros habían permanecido igualmente en el suyo.

Una sombra, envuelta en una gran capa negra con un sombrero de fieltro, también negro, pasó por la acera, entre la Rotonda y los vehículos. Parecía mirar atentamente la berlina. Se acercó a los caballos, después al cochero, antes de alejarse sin haber pronunciado una sola palabra. La instrucción creyó más tarde que aquella sombra era la del vizconde Raoul de Chagny. En lo que a mí se refiere, no lo creo así, teniendo en cuenta que el vizconde de Chagny llevaba un sombrero de copa, igual que las otras noches, y que además el sombrero fue encontrado más tarde. Más bien creo que aquella sombra era la del fantasma, que estaba al corriente de todo como ahora mismo veremos.

Por casualidad, se representaba Fausto. La concurrencia era de las más brillantes. El público de la ópera estaba maravillosamente representado. Por aquella época, los abonados no cedían, no alquilaban ni subalquilaban ni se compartían los palcos con financistas, comerciantes o extranjeros. Hoy en día podemos ver en el palco del marqués de cual, ya que sigue conservando su título, pues el marqués es por contrato su titular, pero en ese palco, decíamos, descansa Cómodamente un vendedor de tocino y su familia, y está en su derecho ya que paga el palco del marqués. Antaño, estas costumbres eran Prácticamente desconocidas. Los palcos de la ópera eran salones en Ios que se reunían los hombres de mundo quienes, a veces, les gustaba la música.

Toda esa concurrencia se conocía, sin que por ello se frecuentara Necesariamente. Pero llevaban los nombres en la cara y la fisionomía del conde de Chagny era conocida por todos.

La noticia aparecida por la mañana en L'Époque debía haber surtido su pequeño efecto, ya que todas las miradas se dirigían hacia el palo en el que el conde Philippe, con aspecto de absoluta indiferencia y aire despreocupado, se encontraba completamente solo. El elemen- to femenino de aquella esplendorosa asamblea parecía especialmente Intrigado y la ausencia del vizconde daba pie a cientos de cuchicheos detrás de los abanicos. Christine Daaé fue acogida con bastante frialdad. Aquel público distinguido no le perdonaba que mirara tan alto.

La diva notó la mala disposición de una parte de la sala y se sintió turbada.

Los asiduos, que pretendían estar al corriente de los amores del vizconde, no pudieron evitar sonreír en ciertos pasajes del papel de Margarita. Por eso se volvieron ostensiblemente hacia el palco de Philippe de Chagny cuando Christine cantó la frase: «Querría saber quién era aquel joven, si es un gran señor y cómo se llama».

Con el mentón apoyado en la mano, el conde no parecía preocuparse de aquellas manifestaciones. Fijaba los ojos en el escenario. Pero, ¿lo miraba? Parecía muy ausente…

Christine iba mostrándose cada vez más insegura. Temblaba. Se encaminaba hacia él desastre… Carolus Fonta se preguntó si se encontraba mal, si podría mantenerse en escena hasta el final del acto que era el del jardín. En la sala, la gente recordaba la desgracia ocurrida a la Carlotta el final de este acto, y el «cuac» histórico que por el momento había suspendido su carrera en París.

Precisamente entonces, la Carlotta hizo su entrada en un palco lateral, entrada sensacional. La pobre Christine levantó los ojos hacia aquel nuevo motivo de turbación. Reconoció a su rival. Le pareció verla sonreír irónicamente. Esto la salvó. Lo olvidó todo para triunfar una vez más.

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