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El día del rapto de Christine Daaé no llegué al teatro hasta bastante avanzada la velada, temblando ante la idea de oír malas noticias. Había pasado un día horrible, ya que no había cesado, tras leer en un periódico de la mañana la noticia de la boda de Christine y del vizconde de Chagny, de preguntarme si, a pesar de todo, no haría mejor denunciando al monstruo. Pero recobré el juicio y me persuadí de que con esta actitud sólo podía contribuir a precipitar la posible catástrofe.

Cuando mi carruaje me dejó ante la ópera, miré el monumento como si en verdad estuviera extrañado de encontrarlo todavía en pie.

Pero, como todo buen oriental, soy un poco fatalista y entré, esperándomelo todo.

El rapto de Christine Daaé en el acto de la prisión, que sorprendió a todo el mundo, me cogió ya advertido. Estaba seguro de que Erik la había escamoteado, como rey de los prestidigitadores que en verdad era. Y creí que esta vez había llegado el fin para Christine y quizá para todo el mundo.

Hasta tal punto que por un momento me pregunté si no iba a aconsejar a todos los que seguían en el teatro que se pusieran a salvo. Pero de nuevo me contuve, pues estaba seguro de que me tomarían por un loco. Por último, no olvidaba que, si por ejemplo gritaba: «¡Fuego!» para hacer salir a aquella gente, podía provocar una catástrofe -asfixias en la huida, pisoteos, luchas salvajes- peor aún que la misma catástrofe.

De todas formas, me decidí a intervenir personalmente sin pérdida de tiempo. Por lo demás, el momento me parecía propicio. Tenía muchas probabilidades de que Erik no se ocupara más que de su prisionera. Había que aprovechar para penetrar en su morada por el tercer sótano y pensé unir para aquella empresa al pobre vizconde desesperado, quien, en el acto aceptó mi propuesta con una confianza que me conmovió profundamente. Había enviado a mi criado a buscar mis pistolas. Darius nos alcanzó con la caja en el camerino de Christine Daaé. Di una pistola al vizconde y le aconsejé que estuviera siempre dispuesto a disparar, como yo, ya que, a pesar de todo, Erik podía esperarnos detrás de la pared. Debíamos pasar por el camino de los comuneros y por la trampilla.

El joven vizconde me había preguntado, al ver las pistolas, si íbamos a batirnos en duelo. Y yo le dije: ¡y qué duelo! Pero desde luego no tuve tiempo de explicarle nada. El joven vizconde es valiente, pero ignoraba casi todo sobre su adversario. ¡Mucho mejor!

¿Qué es un duelo con el más temible de los espadachines comparado con un combate con el más genial de los prestidigitadores? Yo mismo me hacía difícilmente a la idea de que iba a luchar con un hombre que sólo es visible cuando lo desea y que además ve todo a su alrededor cuando todo sigue oscuro… Con un hombre cuya rara ciencia, sutilidad, imaginación y destreza le permiten disponer de todas las fuerzas naturales combinadas para crear en nuestros ojos u oídos la ilusión que nos pierde… Y todo esto en los sotanos de la ópera, es decir en el mismo país de la fantasmagoría. ¿Acaso puede imaginarse esto sin estremecerse?;Acaso podemos hacernos una idea de lo que le hubiera ocurrido a un habitante de la Opera si hubiera encerrado en ella -en sus cinco sótanos y veinticinco pisos- a un Robert-Houdin feroz y sarcástico, que tan pronto se ríe como odia, tan pronto vacía los bolsillos congo asesina?… Piensen en esto: «Combatir contra un maestro en tranipillas?» ¡Dios mío! Ha construido tantas en nuestro país, en todos los palacios, trampillas pivotantes que son las mejores del mundo. ¡Combatir al maestro en trampillas en el reino de las trampillas!

Si mi esperanza consistía en que aún no había dejado a Christine Daaé en aquella mansión del Lago, a la que había debido llevar desvanecida una vez más, mi terror en cambio estribaba en que se encontrara ya en alguna parte de nuestro alrededor preparando el lazo del Pendjab.

Nadie sabe lanzar mejor que él el lazo del Pendjab: es el príncipe de los estranguladores al igual que es el rey de los prestidigitadores. Cuando hubo acabado de hacer reír a la pequeña sultana, en tiempos de las lloras rosas de Mazenderan, ella misma le pidió que él se divirtiera haciéndola temblar. Y no encontró nada mejor que el juego del lazo del Pendjab. Erik, que había vivido un tiempo en la India, había vuelto con una increíble destreza para estrangular. Se hacía encerrar en un patio al que conducían a un guerrero -habitualmente un condenado a muerte-, arriado con una larga pica y una ancha espada. Erik no tenía más que su lazo y, siempre en el momento en que el guerrero creía abatir a Erik de un golpe poderoso, se oía silbar el lazo. Con un movimiento de muñeca, Erik apretaba el delgado lazo en el cuello de su enemigo y lo arrastraba inmediatamente ante la pequeña sultana y sus criadas, que miraban desde una ventana y aplaudían. La pequeña sultana aprendió también a lanzar el lazo del Pendjab, y mató así a varias de sus criadas, e incluso a algunas de sus amigas que habían venido a visitarla. Pero prefiero abandonar el tema horrible de las horas rosas de Mazenderan. Si he hablado es, porque tuve, al llegar con el vizconde de Chagny a los sótanos de la ópera, que poner en guardia a mi compañero contra esta posibilidad, siempre amenazante a nuestro alrededor, de estrangulamiento. En verdad, una vez en los sótanos, mis pistolas ya no podían servirnos de nada, ya que estaba convencido de que, a partir del momento en que no se había opuesto desde el principio a nuestra entrada en el camino de los comuneros, Erik no merodeaba por allí. Pero siempre podía estrangularnos. No tuve tiempo de explicar todo esto al vizconde, y no sé si, disponiendo de ese tiempo, lo habría empleado en contarle que había en alguna parte, en la sombra, un lazo de Pendjab dispuesto a silbar. Era absolutamente inútil complicar la situación y me limitaba a aconsejar al señor de Chagny que mantuviera siempre la mano a la altura del ojo, en posición de disparar. En esta postura resulta imposible, incluso para el estrangulador más hábil, lanzar con éxito el lazo de Pendjab. Al mismo tiempo que el cuello, coge el brazo o la mano, y así el lazo, al que puede desatarse fácilmente, se vuelve inofensivo.

Después de esquivar al comisario de policía y a algunos cerradores de puertas, a los bomberos, encontrar por primera vez al matador de ratas y pasar desapercibidos ante el hombre del sombrero de fieltro, el vizconde y yo conseguimos llegar sin obstáculos al tercer sótano, entre el bastidor y el decorado de El rey de Lahore. Puse en acción el resorte de la piedra y saltamos a la morada que Erik se había construido en la doble envoltura de las paredes de los cimien

tos de la ópera (y con la mayor sencillez del mundo, porque Erik fue uno de los primeros maestros de obras de Philippe Garnier, el arquitecto de la Opera, y continuó trabajando misteriosamente solo, cuando los trabajos habían sido suspendidos oficialmente durante la guerra, el sitio de París y la Comuna).

Conocía lo suficiente a Erik para tener la presunción de llegar a descubrir todos los trucos que habría podido pergreñar durante todo este tiempo. Tampoco estaba nada tranquilo al saltar dentro de su casa. Sabía lo que había hecho de cierto palacio de Mazenderan. Convirtió el edificio más noble del mundo en la casa del diablo, donde no podía pronunciarse una palabra sin que fuera espiada o devuelta por el eco. ¡Cuántos dramas familiares, cuántas tragedias sangrientas arrastraba tras de sí el monstruo con sus trampillas! Esto sin tener en cuenta que, en los palacios que él había «trucado», no podía saberse exactamente dónde se encontraba uno. Tenía invenciones sorprendentes. Sin duda, la más curiosa, la más horrible y la más peligrosa de todas era la cámara de los suplicios, con excepción de casos excepcionales en los que la pequeña sultana se divertía haciendo sufrir a algún plebeyo, no dejaban entrar más que a los condenados a muerte. A mi modo de ver era la invención más atroz de las

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