Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

En verdad, en verdad no era preciso observar con detención la exaltada fisonomía de mamá Giry para comprender lo que se había podido obtener de aquella cabecita con aquellas dos palabras: «fantasma y emperatriz».

¿Pero quién manejaba los hilos de aquel extravagante maniquí?… ¿Quién?

– No lo ha visto alguna vez, habla con usted, y aun así, ¿cree en todo lo que le dice? -preguntó Moncharmin.

– Sí. En primer lugar, porque le debo el que mi pequeña Meg se haya convertido en corifeo. Le había dicho al fantasma:

»-Para que sea emperatriz en 1885, no debe perder el tiempo, debe convertirse de inmediato en corifeo.

»-Desde luego -me contestó.

»Y le bastó con decirle unas palabras al señor Poligny para que así fuese…»

¡Entonces, el señor Poligny lo ha visto!

– No más que yo, ¡pero lo ha oído! El fantasma le dijo una; palabra al oído, ya sabe usted, la noche en que salió tan pálido del t palco n° 5.

Moncharmin deja escapar un suspiro.

– ¡Qué historia! -gime.

¡Ah! -responde mamá Giry-. Siempre he creído que habían secretos entre el fantasma y el señor Poligny. Todo lo que el fantasma pedía al señor Poligny, éste se lo acordaba… Poligny no rehusaba nada al fantasma.

– Oyes bien, Richard. Poligny no rehusaba nada al fantasma.

– Sí, sí. Oigo perfectamente -declaró Richard-. El señor Poligny es amigo del fantasma y, como la señora Giry es amiga de Poligny, ¡estamos listos! -añadió en tono muy duro-. Pero Poligny no me preocupa… La única persona por cuya suerte me interesa, no lo disimulo, es la de la señora Giry… Señora Giry, ¿sabe usted lo que hay en este sobre?

– ¡Por Dios, no! -dijo ésta.

– Pues bien, ¡mire usted!

La señora Giry desliza en el sobre una miraba turbada, pero que de nuevo recobra su brillo.

– ¡Billetes de mil francos! -exclama.

– Sí, señora Giry. Billetes de mil… ¡Y lo sabía usted muy bien!

– ¿Yo?, señor director, ¡le juro que…

– No jure, señora Giry. Y ahora voy a decirle la otra cosa por la que le he hecho venir… Señora Giry, voy a hacer que la detengan.

Las dos plumas negras del sombrero color hollín, que tomaban habitualmente la forma de dos puntos de interrogación, se transformaron en puntos de exclamación. En cuanto al sombrero, osciló amenazante sobre su moño en desorden. La sorpresa, la indignación, la protesta y el espanto volvieron a reflejarse en el rostro de la madre de la pequeña Meg mediante una especie de pirueta extravagante causada por la virtud ofendida, que de un salto la condujo hasta la nariz del director, quien no pudo evitar retroceder hasta su sillón.

– ¿Hacerme detener?

La boca que decía esto parecía a punto de escupir a la cara del señor Richard los tres dientes que le quedaban.

Richard se comportó como un héroe. No retrocedió. Con su índice amenazador ya señalaba a los magistrados ausentes a la acomodadora del palco n° 5.

– ¡Señora Giry, voy a hacerla detener por ladrona!

– ¡Repita eso!

Y la señora Giry abofeteó con todas sus fuerzas al señor Richard, antes de que Moncharmin tuviera tiempo de intervenir. ¡Vengativa respuesta! Pero no fue la mano de la encolerizada vieja la que se abatió sobre la mejilla del director, sino el mismo sobre causante de todo el escándalo, el sobre mágico que se entreabrió de repente para dejar escapar los billetes que volaron en un remolino fantástico de mariposas gigantes.

Los dos directores lanzaron un grito y un mismo pensamiento los hizo arrodillarse, recogerlos febrilmente y comprobar apresuradamente los preciosos papeles.

– ¿Siguen siendo auténticos?, Moncharmin. -¿Siguen siendo auténticos?, Richard.

– ¡Son auténticos!

Por encima de sus cabezas, los tres dientes de la señora Giry castañetean entre horribles insultos. Pero, lo único que se distingue con claridad es un leimotiv:

– ¿Yo, una ladrona?… ¿Una ladrona yo? Se ahoga.

– ¡Estoy destrozada! -exclama:

Y, de repente, vuelve a saltar ante las narices de Richard.

– ¡En todo caso -chilla-, usted, señor director, usted debe

saber mejor que yo dónde han ido a parar esos veinte mil francos!

– ¿Yo? -pregunta Richard estupefacto-. ¿Y cómo podría saberlo?

Inmediatamente, Moncharmin, severo e inquieto, procura que la buena mujer se explique.

– ¿Qué significa esto? -pregunta-. ¿Por qué, señora Giry. pretende usted que Richard sepa mejor que usted adónde han ido a parar los veinte mil francos?

Entonces Richard, que se sonroja bajo la mirada de Moncharmin, toma la mano de la señora Giry y la sacude con violencia. Su voz imita al trueno. Ruge, retumba…, fulmina…

– ¿Por qué he de saber mejor que usted adónde han ido a parar los veinte mil francos? ¿Por qué?

– Porque han ido a parar a su bolsillo… -dice la vieja, mirándolo ahora como si viera al diablo.

Ahora le toca al señor Richard sentirse fulminado; primero, por esta respuesta inesperada, después por la mirada cada vez más desconfiada de Moncharmin. En un segundo pierde toda la fuerza necesaria, en un difícil momento para rechazar una acusación tan despreciable.

Así, los más inocentes, sorprendidos en la paz de sus corazones, aparecen de repente, debido a que el golpe que les sorprende los hace palidecer, o ruborizarse, o tartamudear, o levantarse, o hundirse, o protestar, o callar cuando habría que hablar, o hablar cuando habría que callar, o permanecer fríos cuando convendría acalorarse, o acalorarse cuando habría que permanecer fríos, aparecen de repente -como decía- como culpables.

Moncharmin detiene el impulso vengador con el que Richard, que era inocente, iba a precipitarse sobre la señora Giry y se apresura, tranquilizador, a interrogarla con más dulzura.

– ¿Cómo ha podido sospechar usted que mi colaborador, Richard, se ha metido los veinte mil francos en el bolsillo?

– ¡Yo no he dicho eso nunca! -declara mamá Giry-. Pero yo misma puse los veinte mil francos en el bolsillo del señor Richard -y añadió a media voz-: ¡Da igual! ¡Así fue! ¡Que el fantasma me perdone!

Y como Richard empieza a aullar de nuevo, Moncharmin, con autoridad, le ordena callarse.

– ¡Perdón! Perdón! Perdón! Deja que esta mujer se explique. Déjame interrogarla yo -y añade-: Es realmente extraño que te lo tomes así… Parece que todo este misterio va a aclararse. ¡Estás furioso!… Te equivocas… A mí, en cambio, me divierte mucho.

Mamá Giry, mártir, levanta la cabeza, en la que brilla la fe en su propia inocencia.

– Me dicen ustedes que había veinte mil francos en el sobre que metí en el bolsillo del señor Richard, pero yo repito que no sabía nada… ¡Ni tampoco el señor Richard!

– ¡Ajá! -exclama Richard afectando un aire de repentina valentía que desagradó a Moncharmin-. ¡Conque yo tampoco sabía nada! Ponía usted veinte mil francos en mi bolsillo y yo no me entero. ¡Esta sí que es buena, señora Giry!

– Sí -asintió la terrible señora-. Es verdad… No sabíamos nada ni el uno ni el otro… Pero usted ha tenido que terminar por darse cuenta.

Sin ningún tipo de duda, Richard hubiera devorado a la señora Giry si Moncharmin no hubiese estado presente. Pero Moncharmin la protege y acelera el interrogatorio.

– ¿Qué clase de sobre introdujo usted en el bolsillo del señor Richard? No fue el que nosotros le dimos, el que usted, delante

nuestro, llevó hasta el palco n° 5. Sin embargo, era sólo ése el que contenía los veinte mil francos.

– ¡Perdón! Fue el que me dio el señor director el que yo metí en el bolsillo del señor director -explica mamá Giry-. El que deposité en el palco del fantasma era un sobre exactamente igual que yo llevaba preparado en mi manga, y que me había dado el fantasma.

Al decir esto, mamá Giry saca de su manga un sobre preparado e idéntico al que contiene los veinte mil francos. Los directores lo cogen casi al vuelo. Lo examinan. Comprueban que los lacres sellados con su propio sello están intactos. Lo abren… Contiene veinte billetes falsos iguales a los que les dejaron perplejos hacía un mes.

45
{"b":"125186","o":1}