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Los señores directores no se lo hicieron repetir dos veces. Sin detenerse a pensar cómo aquellas diabólicas notas podían penetrar en un despacho al que siempre cerraban cuidadosamente con llave, encontraban la oportunidad de atrapar al misterioso maestro de canto. Tras explicarlo todo, bajo promesa del mayor secreto, a Gabriel y a Mercier, pusieron los veinte mil francos en el sobre y lo confiaron sin pedir explicaciones a la señora Giry, que había sido reintegrada a sus funciones. La acomodadora no mostró la menor sorpresa. No es preciso señalar hasta qué extremo se la vigiló. En resumen, se dirigió de inmediato al palco del fantasma y depositó el precioso sobre en la barra del pasamanos. Los dos directores, al igual que Gabriel y Mercier, estaban escondidos de manera que no lo perdieran ni un segundo de vista durante el transcurso de la representación, e incluso después, ya que, como el sobre no se había movido, los que lo vigilaban tampoco lo hicieron. El teatro se vació y la señora Giry se fue, mientras los señores directores, Gabriel y Mercier, seguían sin moverse. Por fin, se cansaron y abrieron el sobre tras comprobar que los sellos seguían intactos.

A primera vista, Richard y Moncharmin creyeron que los billetes seguían allí, pero a la segunda ojeada se dieron cuenta de que no eran los mismos. Los veinte billetes auténticos habían desaparecido y sido reemplazados por veinte billetes falsos. Primero, fue sólo rabia, pero después también terror.

– ¡Es más impresionante que los trucos de Robert-Houdin! [19] -exclamó Gabriel.

– Sí -contestó Richard-, y cuesta más caro. Moncharmin quería que se corriera a avisar al comisario. Richard se opuso. Sin duda tenía su plan.

– ¡No seamos ridículos! Todo París se reirá de nosotros. F de la O ha ganado la primera partida, nosotros ganaremos la segunda -pensaba, evidentemente, en la próxima mensualidad.

De todos formas, habían sido tan perfectamente burlados que no pudieron, durante las semanas superar cierto abatimiento. Y, hay que reconocerlo, era comprensible. Si no se llamó al comisario entonces fue, y no hay que olvidarlo, porque los directores albergaban en lo más profundo de su ser el pensamiento de que una odiosa broma montada por sus predecesores, que no convenía revelar antes de tener la «clave», podía ser la causa de la extraña aventura. Por otra parte, este pensamiento se mezclaba a veces en Moncharmin con la vaga sospecha de que el propio Richard podía ser capaz de este tipo de ocurrencias. Así pues, preparados a toda eventualidad, esperaron los acontecimientos, mientras vigilaban y hacían vigilar a mamá Giry, a la que Richard no quería que se le hablara de nada.

– Si es cómplice -decía-, hace ya tiempo que los billetes están lejos. Pero, para mí, se trata tan sólo de una imbécil.

– ¡Hay muchos imbéciles metidos en este asunto! -había contestado, pensativo, Moncharmin.

– ¿Acaso podía alguien sospechar? -gimió Richard-. Pero no tengas miedo… La próxima vez tomaré todas las precauciones…

Así llegó la próxima vez… Coincidió con el día de la desaparición de Christine Daaé.

Por la mañana, recibieron una nota del fantasma que les recordaba el vencimiento del plazo: «Hagan como la última vez -aconsejaba amablemente el E de la ó.-. Salió muy bien. Entreguen el sobre, en el que habrán colocado veinte mil francos, a la excelente señora Giry».

Y la nota venía acompañada del sobre habitual. No hacía falta más que llenarlo.

La operación debía cumplirse aquella misma noche, media hora antes del espectáculo. Penetramos, pues, en el despacho de los directores media hora antes de que el telón se levante ante aquella ya famosa representación de Fausto.

Richard muestra el sobre a Moncharmin, luego cuenta los veinte mi francos y los introduce en el sobre, pero sin cerrarlo.

– Y ahora que llamen a mamá Giry.

Van a buscar a la vieja, que entró haciendo una solemne reverencia. Seguía llevando su vestido de tafetán negro, color que tendía a óxido y a lila, y su sombrero de plumas color hollín: Parecía de buen humor. Dijo nada más entrar:

¡Buenos días, señores! ¿Se trata otra vez del sobre?

– Sí, señora Giry -dijo Richard con gran amabilidad-. Se trata del sobre… y también de otra cosa.

– A su disposición, señor director, a su disposición. Por favor, ¿cuál es esa otra cosa?

– Primero, señora Giry, tendría que hacerle una pequeña pregunta.

– Hágala, señor director. Mamá Giry está aquí para contestarle.

– ¿Sigue estando en buenas relaciones con el fantasma?

– Inmejorables, señor director, inmejorables.

– Ah, nos complace saberlo… De hecho, señora Giry -pronunció Richard adoptando el tono de una importante confidencia-, entre nosotros, podemos decírselo… No es usted nada tonta.

– Pero señor director… -exclamó la acomodadora deteniendo el amable balanceo de las dos plumas negras de su sombrero color hollín-, le aseguro que nadie ha tenido dudas con respecto a eso.

– Estamos de acuerdo, y vamos a entendemos. La historia del fantasma es una buena broma, ¿verdad?… Pues bien, y que quede entre nosotros, ya ha* durado demasiado.

Mamá Giry miró a los directores como si le hubieran hablado en chino. Se acercó a la mesa de Richard y dijo, bastante inquieta:

– ¿Qué quiere decir usted?… ¡No le entiendo!

– Usted me entiende muy bien. En todo caso, es preciso que nos entienda… Para empezar, va usted a decirnos cómo se llama.

– ¿Quién?

– ¡Su cómplice, señora Giry!

– ¿Que soy cómplice del fantasma! ¿Yo?… ¿Cómplice de qué?

– Usted hace todo lo que él quiere.

– ¡Oh!… No es demasiado molesto, ¿sabe usted?

– ¡Y siempre le da propinas!

– No me quejo.

– ¿Cuánto le da por llevarle este sobre?

– Diez francos.

– ¡Caramba! No es mucho.

– ¿Por qué?

– Le diré todo esto más tarde, señora Giry. En este momento querríamos saber por qué razón… extraordinaria…, se ha entregado en cuerpo y alma a este fantasma en lugar de a otro… ¡No serán diez francos los que conseguirán la amistad y la fidelidad de mamá Giry!

– ¡Eso es cierto… La razón puedo decírsela, señor director. No hay ningún deshonor en ello…, al contrario.

– No lo dudamos, señora Giry.

– Pues bien… Al fantasma no le gusta mucho que cuente sus historias.

– ¡Ajá! -sonrió Richard.

– Pero ésta, ¡ésta sólo me concierne a mí! -continuó la vieja-… Se lo cuento, fue en el palco n° 5. Una noche encontré una carta para mí, una especie de nota escrita en tinta roja… Esa nota, señor director, no necesito leérsela. Me la sé de memoria… Y no la olvidaré jamás…, aunque viva cien años…

La señora Giry, puesta en pie, recita la carta con sorprendente elocuencia:

– Señora. – 1825, la señorita Ménétrier, corifeo, se convirtió en marquesa de Cussy. – 1832, la señorita Marie Taglioni, bailarina, se convirtió en condesa Gilbert des Voisins.- 1846, la Sota, bailarina, se casa con un hermano del rey de España. – 1847, Lola Montes, bailarina, se casa morganáticamente con el rey Luis de Baviera y recibe el título de condesa de Landsfeld. – 1848, la señorita María, bailarina, se convierte en baronesa de Hermeville. – 1870, Thérése Hessler, bailarina, se casa con don Fernando, hermano del rey de Portugal…»

Richard y Moncharmin escuchan a la vieja que, a medida que avanza en la curiosa enumeración de esos gloriosos himeneos, se anima, se endereza, se vuelve audaz y, finalmente, inspirada como una sibila sobre su trípode, lanza con una tronante voz de orgullo la última frase de la carta profética:

– ¡1885, Meg Giry, emperatriz!

Agotada por este esfuerzo supremo, la acomodadora se deja caer en la silla diciendo:

– Señores, todo esto estaba firmado: «El Fantasma de la Ópera». Ya había oído hablar del fantasma, pero no creía más que a medias. Desde el día en que anunció que la pequeña Meg, la carne de mi carne, el fruto de mis entrañas, sería emperatriz, creí en él por completo.

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[19] No confundir con el famoso mago norteamericano Harry Houdini. Jean Eugéne Robert-Houdin (1805-1871) fue un notable prestidigitador francés, cuya obra escrita es un verdadero manual de iniciación a la prestidigitación.

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