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– ¡El fantasma de la ópera!

Jammes había soltado esta frase con un tono de indecible terror y su dedo señalaba entre la muchedumbre de fracs a un rostro tan pálido, tan lúgubre y tan espantoso, con los tres agujeros negros de los arcos superficiales tan profundos, que aquella calavera así señalada obtuvo de inmediato un éxito loco.

– ¡El fantasma de la Opera! ¡El fantasma de la Opera!

La gente reía, se empujaba y quería ofrecer de beber al fantasma de la Ópera; ¡pero había desaparecido! Se había deslizado entre los asistentes y lo buscaron en vano, mientras dos ancianos señores intentaban calmar a la pequeña Jammes y la pequeña Giry lanzaba gritos de pavo real.

La Sorelli estaba furiosa: no había podido terminar su discurso. Los señores Debienne y Poligny la habían abrazado, agradecido y habían escapado tan aprisa como el mismo fantasma. Nadie se extrañó, puesto que se sabía que debían asistir a una ceremonia similar en el piso superior, en el foyer del canto, y que finalmente sus amigos íntimos serían recibidos por última vez en el gran vestíbulo del despacho de dirección, en donde les aguardaba una cena.

Aquí es donde volvemos a encontrarlos, junto con los nuevos directores, los señores Armand Moncharmin y Firmin Richard. Los primeros apenas conocían a los segundos, pero se presentaron con grandes demostraciones de amistad, y éstos les respondieron con mil cumplidos. De tal manera que aquellos invitados que habían temido una velada más aburrida se mostraron en seguida muy risueños. La cena fue casi alegre y, llegado el momento de los brindis, el señor comisario del gobierno fue tan extraordinariamente hábil, mezclando la gloria del pasado con los éxitos del futuro, que la mayor cordialidad reinó en seguida entre los convidados. La transmisión de los poderes de dirección se habían efectuado la víspera de la forma mas simple posible, y los asuntos que quedaban por arreglar entre la antigua y la nueva dirección habían sido solucionados bajo la presidencia del comisario del gobierno con tal deseo de entendimiento por ambas partes que realmente no podía resultar extraño, en esta velada memorable, encontrar cuatro caras de directores tan sonrientes.

Los señores Debienne y Poligny habían entregado ya las dos llaves minúsculas, las llaves maestras que franqueaban las múltiples puertas de la Academia Nacional de Música -varios miles de puertas-, a los señores Armand Moncharmin y Firmin Richard. Las llavecitas, objeto de la curiosidad general, pasaban con presteza de mano en mano, cuando la atención de algunos fue atraída al descubrir de pronto, en el extremo de la mesa, aquella extraña, pálida y cadavérica figura de ojos hundidos que ya había aparecido en el foyer de la danza y que había sido interpelada por la pequeña Jammes como «¡El fantasma de la ópera!»

Se encontraba allí como el más normal de los convidados, salvo que no comía ni bebía.

Los que habían comenzado a mirarlo sonriendo, habían acabado por volver la cabeza, hasta tal punto la visión de aquel individuo llenaba inmediatamente el espíritu de los pensamientos más fúnebres. Ninguno volvió a hacer las bromas del foyer, ninguno gritó: «¡El fantasma de la ópera!»

Él no había pronunciado una sola palabra y ni sus mismos vecinos hubieran podido decir el momento preciso en que había venido a sentarse allí, pero cada uno pensó que los muertos, que vienen a veces a sentarse a la mesa de los vivos, no podían tener un aspecto más macabro. Los amigos de los señores Firmin Richard y Armand Moncharmin creyeron que este invitado descarnado era un íntimo de lo señores Debienne y Poligny, mientras que los amigos de Debienne y Poligny pensaron que aquel cadáver pertenecía a la clientela de los señores Richard y Moncharmin. De tal modo que ningún requerimiento de explicación, ninguna reflexión desagradable, ningún comentario de mal gusto amenazó ofender a aquel huésped de ultratumba. Algunos invitados, que estaban al corriente de la leyenda del fantasma y que conocían la descripción que había dado el jefe de los tramoyistas -ignoraban la muerte de Joseph Buquet-, creían en el fondo que el hombre que estaba en el extremo de la mesa habría podido pasar perfectamente por la viva imagen del personaje creado, según ellos, por la incorregible superstición del personal de la Opera. Sin embargo, según la leyenda, el fantasma carecía de nariz, y este personaje la tenía; pero el señor Moncharmin afirma en sus Memorias que la nariz del convidado era transparente. «Su nariz -dice- era larga, fina y transparente», y yo añadiría que podía tratarse de una nariz postiza. El señor Moncharmin pudo tomar por transparencia lo que no era más que brillo. Todo el mundo sabe que la ciencia fabrica falsas admirables narices postizas para aquellos que se han visto privados de ella por la naturaleza o por alguna operación. ¿Habría venido, de hecho, el fantasma a sentarse aquella noche en el banquete de los directores sin haber sido invitado? ¿Podemos asegurar que esta presencia era la del fantasma de la Ópera mismo? ¿Quién se atrevería a decirlo? Si hablo aquí de este incidente, no es porque pretenda ni por un segundo hacer creer o intentar hacer creer al lector que el fantasma hubiera sido capaz de audacia tan soberbia, sino porque, en definitiva, la cosa es muy posible.

Y esta es, al parecer, razón suficiente. El señor Armand Moncharmin, siempre en sus Memorias, dice textualmente: Capitulo XI: «Cuando pienso en aquella primera velada, me es imposible deslindar la confidencia que nos hicieron los señores Debienne y Poligny en su despacho de la presencia en la cena de aquel fantasmático personaje al que ninguno de nosotros conocía».

Esto es lo que pasó exactamente:

Los señores Debienne y Poligny, situados en el centro de la mesa, no habían visto aún al hombre de la calavera, cuando de repente éste comenzó a hablar.

– Las «ratas» tienen razón -dijo-. La muerte del pobre Buquet no es quizá tan natural como parece.

Debienne y Poligny se sobresaltaron.

– ¿Buquet ha muerto? -exclamaron.

– Sí -respondió tranquilamente el hombre o la sombra de hombre-. Le han encontrado ahorcado esta noche en el tercer sótano, entre un portante y un decorado de El rey de Lahore.

Los dos directores, o mejor ex-directores, se levantaron instantáneamente mirando fijamente a su interlocutor. Estaban más alterados de lo que cabía, es decir más de lo que cabe estarlo por la noticia del ahorcamiento de un jefe de tramoyistas. Se miraron entre sí. Se habían puesto más blancos que el mantel. Finalmente, Debienne hizo una señal a los señores Richard y Moncharmin: Poligny pronunció algunas palabras de excusa dirigidas a los invitados, y los cuatro pasaron al despacho de los directores. Cedo la palabra al señor Moncharmin.

«Los señores Debienne y Poligny parecían agitarse cada vez más por momentos -cuenta en sus Memorias-, y nos pareció que tenían que decirnos algo que les preocupaba mucho. Primero nos preguntaron si conocíamos al individuo que, sentado en el extremo de la mesa, les había dado a conocer la muerte de Joseph Buquet, y ante nuestra respuesta negativa, se mostraron aún más turbados. Tomaron de nuestras manos las llaves maestras, las observaron un instante, movieron la cabeza y después nos aconsejaron hacer cerraduras nuevas, en el mayor secreto, para los pisos, despachos y objetos que quisiéramos tener herméticamente cerrados. Resultaban tan ridículos al decirnos esto, que rompimos a reír preguntándoles si es que había ladrones en la Ópera. Nos respondieron que había algo peor, el fantasma. Nos echamos a reír de nuevo, persuadidos de que estaban gastándonos una broma como culminación de esta fiesta íntima. Pero, a petición suya, recuperamos nuestro "aire serio", decididos a complacerles en aquella especie de juego. Nos dijeron que jamás nos hubieran hablado del fantasma de no haber recibido la orden formal del mismo fantasma de aconsejarnos que nos mostráramos amables con él y que le acordáramos todo aquello que nos pidiera. Sin embargo, demasiado contentos de abandonar un lugar donde reinaba como amo y señor aquella sombra tiránica y de verse de pronto libres de ella, habían esperado el último momento para explicarnos tan extraña aventura, ya que con seguridad nuestros espíritus escépticos no estarían preparados para semejante revelación. Pero el anuncio de la muerte de Joseph Buquet les había recordado brutalmente que, siempre que habían desobedecido a los deseos del fantasma, algún hecho fantástico o funesto se había encargado de recordarles rápidamente el sentimiento de su dependencia.

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