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No dudé, pues, que tenía que vérmelas con una nueva invención de Erik, pero, una vez más, aquella invención era tan perfecta que, inclinándome por encima de la barca, me sentía menos impulsado por el deseo de descubrir el truco que por el de disfrutar de su encanto.

Y me incliné… seguí inclinándome… hasta casi zozobrar.

De pronto dos brazos monstruosos surgieron del seno de las aguas y me agarraron por el cuello, arrastrándome al abismo con una fuerza irresistible. Y, desde luego, habría estado perdido irremisiblemente de no ser porque tuve tiempo de lanzar un grito por el que Erik me reconoció.

Porque era él, que en lugar de ahogarme como seguramente había sido su intención, nadó y me dejó suavemente en la orilla del lago.

– Eres un imprudente -me dijo alzándose ante mí, chorreante de aquel agua infernal-. ¿Por qué intentas entrar en mi mansión? No te he invitado. ¡No quiero saber nada de ti ni de nadie en el mundo! ¿Acaso me salvaste la vida sólo para hacérmela insoportable? Por grande que haya sido tu servicio, Erik terminará por olvidarlo y tú sabes que nada en el mundo puede contener a Erik, ni siquiera el mismo Erik.

Él hablaba, pero ahora yo no tenía otro deseo que el de conocer lo que llamaba ya el truco de la sirena. En seguida se prestó a satisfacer mi curiosidad, ya que Erik, que es un verdadero monstruo -yo lo considero así, habiendo tenido ocasión de verlo en acción en Persia-, sigue siendo en algunas cosas un auténtico niño presuntuoso y vanidoso, y no hay nada que le guste más que, después de haber dejado asombrada a la gente, demostrar todo el ingenio, milagroso en verdad, de su espíritu.

Se echó a reír y me enseñó un largo junco.

– ¡Es la cosa más simple del mundo! -me dijo-, es muy

cómodo para respirar y cantar bajó el agua. Es un truco que aprendí de los piratas del Tonquín [30], que de este modo pueden permanecer escondidos horas enteras en el fondo de los ríos [31]. Le hablé con severidad.

– Es un truco que ha estado a punto de matarme -le dije-…, y puede que haya resultado fatal para otros.

No me contestó, pero se levantó con ese aire de amenaza infantil que le conozco tan bien.

No le permití que me intimidara. Le dije claramente: -Sabes lo que me prometiste, Erik. ¡No más crímenes! -¿Es que he cometido más crímenes? -preguntó, adoptando un tono amable.

– ¡Desgraciado! -exclamé-. ¿Has olvidado pues las horas rosas de Mazenderan?

– Sí, preferiría haberlas olvidado -contestó él repentinamente triste-, pero reconoce que hice reír a la pequeña sultana.

– Todo eso es cosa pasada -declaré-…, pero ahora es el presente y, si yo lo hubiera querido, éste no existiría para ti… Acuérdate de esto, Erik: ¡yo te salvé la vida!

Aproveché el giro que había tomado la conversación para hablarle de una cosa que desde hacía tiempo acudía a menudo a mi mente.

– Erik…, Erik, júrame…

– ¿Qué? Sabes perfectamente que no cumplo mis juramentos. Los juramentos están hechos para atrapar a los estúpidos -dijo.

– Dime… puedes decírmelo a mí, ¿no?

– ¿Qué?

– ¿Qué? ¡La araña!… ¡La araña, Erik!…

– ¿Qué pasa con la araña?

– Sabes perfectamente lo que quiero decir.

– ¡Ah… la araña… Claro que puedo decírtelo… La araña no ha sido cosa mía… Aquella araña estaba demasiado gastada… -y rio sarcásticamente.

Cuando reía, Erik era aún más espantoso. Saltó a la barca riéndose de una forma tan siniestra que no pude evitar estremecerme.

– ¡Muy gastada, querido daroga! [32] Muy gastada la araña… se cayó sola… Hizo ¡boom! Y ahora, un consejo, daroga. Ve a secarte si no quieres coger un constipado… y no vuelvas a subir nunca a mi barca… Y, sobre todo, no intentes entrar en mi casa… No siempre estoy allí… daroga. ¡Y lamentaría tener que dedicarte mi misa de difuntos!

Se reía, siempre de pie en la parte trasera de la barca, y se movía con un balanceo de mono. Tenía todo el aspecto de la roca fatal con, por si fuera poco, sus ojos de oro. Luego no vi más que sus ojos y, finalmente, desapareció en la noche del lago.

A partir de este día renuncié a entrar en su mansión por el lago. Evidentemente aquella entrada estaba demasiado bien vigilada, sobre todo desde que él sabía que yo la conocía. Pero pensaba que debía haber otra, ya que más de una vez, mientras le vigilaba, había visto desaparecer a Erik en el tercer sótano, sin poder saber cómo. No es preciso que repita que, desde que había vuelto a encontrar a Erik instalado en la Opera, vivía bajo el perpetuo terror de sus horribles fantasías, no en lo que pudiera, afectarme, pero temía todo para los demás. [33] Cuando ocurría algún accidente, algún hecho fatal, no podía evitar decirme: «Quizá sea Erik»…, igual que otros decían a mi alrededor: «Es el fantasma»… ¡Cuántas veces habré oído pronunciar esa frase por gentes que sonreían! ¡Desgraciados! De saber que aquel fantasma era de carne y hueso y más terrible aún que la sombra vana que evocaban, habrían seguramente dejado de burlarse… si hubieran sabido simplemente de lo que Erik es capaz, sobre todo en un campo de maniobras como la Ópera… ¡Y si hubieran conocido a fondo mi terrible presentimiento!…

En cuanto a mí, no vivía… A pesar de que Erik me hubiera anunciado con solemnidad que había cambiado y que se había convertido en el más virtuoso de los hombres, desde que era amado por lo que era, frase que, de momento, me dejó horriblemente perplejo, no podía dejar de estremecerme al pensar en el monstruo. Su horrible, única y repulsiva fealdad le alejaba de la humanidad y era evidente para mí que él no creía tener a su vez ningún deber para con la raza humana. La forma en la que me había hablado de sus amores no había hecho más que aumentar mi temor, ya que preveía en aquel nuevo acontecimiento, al que había hecho alusión con el tono de jactancia que ya le conocía, la causa de nuevos dramas más horribles que los anteriores. Conocía hasta qué extremo de sublime y desastrosa angustia podía llegar el dolor de Erik, y las palabras que me había dicho -vagamente anunciadoras de la catástrofe más espantosa- no cesaban de acudir a mi temible pensamiento.

Por otra parte, había descubierto el extraño comercio moral que se había establecido entre el monstruo y Christine Daaé. Oculto en el trastero al lado del camerino de la joven diva, había asistido a sesiones admirables de música que sumían evidentemente a Christine en un éxtasis maravilloso, pero, de todas formas, nunca habría podido imaginar que la voz de Erik, fuerte como el trueno o suave como la de los ángeles, pudiera hacer olvidar su fealdad. Comprendí todo cuando descubrí que Christine aún no lo había visto. Tuve ocasión de penetrar en el camerino y, recordando las lecciones que él me habían dado en otro tiempo, no me costó nada encontrar el resorte que hacía girar la pared que aguantaba el espejo, y vi mediante qué trucaje de ladrillos ahuecados y ladrillos portavoces se dejaba oír a Christine como si hubiera estado a su lado. También descubrí por el camino que conduce a la fuente y la prisión -a la prisión de los comuneros-, y también la trampilla que permitía a Erik introducirse directamente en los sótanos del escenario.

Pocos días más tarde, cuál no sería mi sorpresa al enterarme con mis propios ojos y mis propios oídos, que Erik y Christine Daaé se veían, y al sorprender al monstruo, inclinado sobre la fuentecilla que llora, en el camino de los comuneros (final de todo, bajo tierra), ocupado en refrescar la frente de Christine Daaé desvanecida. Un caballo, blanco, el caballo blanco de El Profeta, que había desaparecido de las cuadras de los sótanos de la Opera, estaba tranquilamente a su lado. Me personé. Fue terrible. Vi salir chispas de los ojos de oro, fui golpeado en plena frente antes de que pudiera decir una sola palabra y quedé aturdido. Cuando recuperé el conocimiento, Erik, Christine y el caballo blanco habían desaparecido. No dudé de que la desgraciada joven se encontraba prisionera en la mansión del Lago. Sin detenerme a pensar, decidí volver a la orilla, pese al riesgo de semejante empresa. Durante veinticuatro horas espié, escondido cerca de la orilla oscura, la aparición del monstruo, ya que estaba convencido de que tendría que salir en busca de provisiones. Con respecto a esto, debo decir que, cuando salía por París o que se atrevía a mostrarse en público, se ponía, en lugar del horrible agujero de su nariz, una nariz de cartón piedra provista de un bigote, que no le quitaba del todo su aire macabro, ya que cuando pasaba decían a sus espaldas: «¡Mira, ahí va ese trompe-la-mort!» [34], pero que le hacía más o menos -digo más o menos- soportable a la vista.

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[30] Región histórica del noreste de Indochina, desde 1954 forma parte de la República Popular de Vietnam.

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[31] Un informe administrativo procedente del Tonquín y llegado a París a finales de julio de 1900, cuenta cómo el célebre jefe de la, banda, De Tham, vencido junto con sus piratas por nuestros soldados, pudo escapar, al igual que todos los suyos, gracias al truco de los juncos.

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[32] Daroga, en Persia, comandante general de la policía del gobierno.

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[33] Aquí, el Persa podía haber admitido que la suerte de Erik le interesaba también personalmente, ya que no ignoraba que, si el gobierno de Teherán supiera que Erik aún estaba vivo, esto habría significado el fin de la modesta pensión del antiguo daroga. Es preciso añadir que el Persa tenía un corazón noble y generoso, y no dudamos de que las catástrofes que temía para los demás ocupaban plenamente su espíritu. Por lo demás, su conducta en todo esté asunto lo demuestra de sobras y por encima de cualquier elogio.

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[34] Literalmente, el «engaña-la-muerte», apelativo familiar de «una persona que sale bien de todas las enfermedades», según el Larousse.

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