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»Después de dar tres golpecitos secos en la pared, entró tranquilamente por una puerta que yo no había sabido descubrir y que dejó abierta. Venía cargado de cajas y paquetes que dejó inmediatamente encima de mi cama, mientras yo lo insultaba y lo desafiaba a quitarse la máscara si es que tenía la pretensión de ocultar un rostro de hombre honrado.

»-Nunca verás el rostro de Erik -me contestó con gran serenidad:

»Y me reprochó por no haberme aseado aún a aquellas horas.

Se dignó explicarme que eran las dos de la tarde. Me dejaba media hora de tiempo. Mientras hablaba, ponía mi reloj en hora, tras lo cual me invitó a pasar al comedor donde nos esperaba, anunció, un excelente desayuno. Yo tenía mucha hambre, le cerré la puerta en sus narices y entré en el cuarto de baño. Me bañé, después de dejar a mi lado un magnífico par de tijeras con las que estaba decidida a darme muerte si Erik, después de haberse comportado como un loco, dejaba de comportarse como un hombre honrado… El baño me hizo un gran bien y cuando reaparecí ante Erik, había tomado la sabia decisión de no insultarlo ni herirlo y, por el contrario, de halagarlo para obtener una rápida libertad. Habló él primero acerca de los proyectos que tenía sobre mí, precisándomelos para tranquilizarme. Le gustaba demasiado mi compañía para verse privado de ella inmediatamente, como por un momento había consentido el día anterior. Ante la expresión indignada de mi horror, yo debía entender que no había motivo para asustarme de tenerlo a mi lado; me amaba, pero ya no volvería a decírmelo si yo no se lo autorizaba, y el resto del tiempo lo pasaríamos con la música.

»-¿Qué entiende usted por el resto del tiempo?… -le pregunté.

»-Cinco días -me contestó con firmeza.».-¿Y después seré libre?

»-Serás libre, Christine, ya que, transcurridos esos cinco días, habrás aprendido a no temerme. Entonces volverás para ver, de cuando en cuando, al pobre Erik…

»El tono en el que pronunció estas últimas palabras me conmovió profundamente. Me pareció reconocer una angustia tan real, tan digna de piedad, que alcé hacia la máscara un rostro enternecido. No podía ver los ojos detrás de la máscara, y esto no ayudaba a disminuir el desagradable sentimiento de malestar que sentía al interrogar a aquel misterioso trozo de tela negra. Pero, por debajo de la tela, en la punta de la barbilla de la máscara, aparecieron una, dos, tres, cuatro lágrimas.

»Me señaló en silencio un asiento frente a él, al lado de un pequeño velador que ocupaba el centro de la estancia donde, el día anterior, había tocado el arpa para mí, y me senté muy turbada. Sin embargo, comí con apetito algunos cangrejos y un ala de pollo regada con un poco de vino de Tokay que él mismo había traído, decía, de las bodegas de Koenisgberg, antaño frecuentadas en otro tiempo por Falstaff. El no comía ni bebía. Le pregunté cuál era su nacionalidad y si aquel nombre de Erik no era de origen escandinavo. Me contestó que no tenía nombre ni patria y que había elegido el de Erik por casualidad. Le pregunté por qué, ya que me quería, no había encontrado un medio mejor de decírmelo que el de arrastrarme con él y encerrarme bajo tierra.

»-Es muy difícil hacerse amar en una tumba -le dije.

»-Uno tiene las "citas" que puede -respondió en un tono muy especial.

»Luego se levantó y me tendió la mano, porque quería hacerme los honores de su vivienda, pero yo retiré con brusquedad mi mano de la suya lanzando un grito. Lo que acababa de tocar era a la vez húmedo y óseo, y recordé que sus manos olían a muerte.

»-¡Oh, perdón! -gimió. Y abrió una puerta ante mí-. Esta es mi habitación -dijo-. Es bastante extraña… ¿Quieres visitarla?

»No titubeé. Sus modales, sus palabras, todo su aspecto me hacían tener confianza y, además, sentía que no debía tener miedo.

»Entré. Me pareció que entraba en una cámara mortuoria. Las paredes estaban totalmente tapizadas de negro, pero, en lugar de las lágrimas blancas que de ordinario completan este fúnebre ornamento, se veía, encima de una enorme partitura de música, las notas repetidas del Dies irae. En medio de la habitación había un dosel, del que colgaban unas cortinas de paño rojo y, bajo el dosel, un ataúd abierto.

»Al verlo, retrocedí.

»-Ahí es donde duermo -dijo Erik-. En la vida hay que acostumbrarse a todo, incluso a la eternidad.

»Volví la cabeza, impresionada por aquel siniestro espectáculo. Mis ojos se posaron entonces en el teclado de un órgano que ocupaba toda una pared. Encima del pupitre se encontraba un cuaderno todo garrapateado de notas en rojo. Pedí permiso para mirarlo y leí en la primera página: Don Juan triunfante.

»-Sí -me dijo-, algunas veces compongo. Hace ya veinte años que empecé este trabajo. Cuando esté acabado, lo llevaré conmigo a ese ataúd y ya no me despertaré.

»-Debe trabajar en él lo menos posible -exclamé.

»-A veces trabajo quince días y quince noches seguidos, durante las cuales vivo tan sólo de música. Después, descanso durante años.

»-¿Quiere interpretarme algo de su Don Juan Triunfante?

– le pregunté, pensando que le gustaría y sobreponiéndome a la repugnancia que me causaba estar en aquella cámara de la muerte.

» -Jamás me pidas eso -contestó con voz sombría-. Este Don Juan no ha sido escrito según la letra de un Lorenzo da Ponte, inspirado por el vino, los pequeños amores y el vicio, castigado finalmente por Dios. Si quieres, interpretaré a Mozart, que hará correr tus bellas lágrimas y te inspirará honestos pensamientos. ¡Pero mi Don Juan, el mío, arde, Christine, y sin embargo no lo fulmina el fuego del cielo!…

»En este punto, volvimos a entrar al salón que habíamos abandonado. Me fijé que en ninguna parte de aquella estancia había espejos. Iba a decirlo, pero Erik se había sentado al piano, diciéndome:

»-Mira, Christine, hay una música tan terrible que consume a todos los que se le acercan. Felizmente aún no has llegado a ella, pues perderías tus frescos colores y ya no te reconocerían a tu regreso a París. Cantemos ópera, Christine Daaé.

»Me dijo: "Cantemos ópera, Christine Daaé", como si se tratara de un insulto.

»Pero no tuve tiempo para detenerme a pensar en el tono que había dado a sus palabras. Inmediatamente comenzamos el dúo de Otelo, y ya la catástrofe se cernía sobre nuestras cabezas. Esta vez me había dejado el papel de Desdémona, que canté con una desesperación y un espanto que no había alcanzado hasta aquel día. En lugar de paralizarme, la proximidad de semejante compañero me inspiraba un espléndido terror. Los hechos de los que era víctima me acercaban extraordinariamente al pensamiento del poeta y encontré tonalidades que hubieran maravillado al músico. Él cantaba con voz de trueno y su alma vengativa se volcaba sobre cada sonido, aumentando terriblemente su potencia. El amor, los celos y el odio brotaban en torno a nuestros gritos desgarradores. La máscara negra de Erik me recordaba el rostro del Moro de Venecia. Era la viva imagen de Otelo. Creí que me iba a golpear, que me haría caer con sus golpes… y, sin embargo, no hacía el menor movimiento para huir de él y evitar su furor como la tímida Desdémona. Por el contrario, me acercaba a él, atraída, fascinada, encontrando el encanto de la muerte en semejante pasión. Pero antes de morir, quise conocer, para conservar la imagen en mi última mirada, aquellos rasgos desconocidos a los que debía haber transformado el fuego del arte eterno. Quise ver el rostro de la Voz, e instintivamente, mediante un gesto que no pude contener, ya que no era dueña de mí, mis dedos ágiles arrancaron la máscara…

»¡Oh!, ¡horror!, ¡horror!… ¡Horror!»

Christine se detuvo ante aquella visión a la que aún parecía querer apartar con sus manos temblorosas, mientras que los ecos de la noche, al igual que habían repetido el nombre de Erik, repetían tres veces: «¡Horror, horror, horror!». Raoul y Christine, siempre estrechamente abrazados, sobrecogidos por el relato, alzaron sus ojos hacia las estrellas que brillaban en un cielo tranquilo y puro.

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