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»-Tranquilízate, Christine -dijo-, no corres el menor de los peligros.

»¡Era la Voz!

»Mi furia igualó a mi sorpresa. Me precipité sobre aquella máscara y quise arrancarla para conocer el rostro de la Voz. La forma de hombre me dijo:

»-No correrás ningún peligro si "no tocas la máscara".

»Y, aprisionándome suavemente las muñecas, me hizo sentar.

»¡Luego se arrodilló ante mí y no dijo nada más!

»La humildad de este gesto me hizo recobrar algo de valor. La luz, al precisar todas las cosas a mi alrededor, me devolvió a la realidad de la vida. Por muy extraordinaria que pareciera, la aventura estaba ahora rodeada de objetos mortales a los que podía ver y tocar.

Los tapices de las paredes, los muebles, las antorchas, los jarrones e incluso las flores, cuyo origen y precio hubiera podido decir, por sus canastillas doradas, encerraban fatalmente mi imaginación en los límites de un salón tan trivial como otro cualquiera que, por lo menos, tenía la excusa de no estar situado en los sótanos de la ópera. Sin duda tenía que vérmelas con algún ser atrozmente original que habitaba misteriosamente en los sótanos por necesidad, igual que otros, y que con la muda aprobación de la administración había encontrado un abrigo definitivo en los confines de aquella Torre de Babel moderna en la que se intrigaba, se cantaba en todas las lenguas y se amaba en todas las jergas.

»Y entonces, la Voz, la Voz a la que había reconocido, a pesar de su máscara, que no había podido ocultármela, era aquello que estaba arrodillado ante mí: ¡un hombre!

»No pensé en la horrible situación en la que me encontraba, ni siquiera me preguntaba qué iba a ocurrirme y cuál era el designio oscuro y fríamente tiránico que me había conducido hasta aquel salón, de la misma manera que se encierra a un prisionero en una mazmorra, o a una esclava en un harén. ¡No, no, no!, me decía: ¡ La Voz es esto: un hombre! Y me eché a llorar.

»El hombre, siempre arrodillado ante mí, comprendió sin duda el motivo de mis lágrimas, porque dijo:

»-¡Es cierto, Christine!… No soy ni ángel, ni genio, ni fantasma… ¡Soy Erik!»

Aquí volvió a interrumpirse el relato de Christine. A los dos jóvenes les pareció que el eco había repetido detrás de ellos: ¡Erik!… ¿Qué eco?… Se volvieron y sólo vieron que había llegado la noche. Raoul hizo ademán de levantarse, pero Christine le retuvo a su lado:

– ¡Quédese! ¡Ahora tiene que saberlo todo aquí!

– ¿Por qué aquí, Christine? Temo por usted del fresco de la noche.

– No debemos temer más que a las trampillas, amigo mío, y aquí nos encontramos en el confin del mundo de las trampillas… Además, no puedo verlo fuera del teatro… No es éste el momento de contrariarlo… No despertemos sus sospechas…

– ¡Christine, Christine! Algo me dice que hacemos mal en esperar hasta mañana por la noche y que deberíamos huir ahora mismo.

– Le digo que, si no me oye cantar mañana por la noche, tendrá un gran disgusto.

– Es muy difícil no hacer sufrir a Erik y a la vez huir para siempre…

– En esto tiene razón, Raoul…, ya que lo más probable es que él se muera si me voy… -y la joven añadió con voz sorda-: Pero eso no impide que debamos irnos, ya que, de lo contrario, nos arriesgamos a que él nos mate.

– ¿La ama entonces?

– ¡Hasta el crimen!

– Pero su escondrijo no puede ser imposible de encontrar…

Podemos ir a buscarlo allí. Si Erik no es un fantasma, se le puede hablar e incluso obligarlo a responder. Christine negó con la cabeza.

– ¡No, no! No puede intentarse nada contra Erik… Lo único posible es huir.

– ¿Y cómo, teniendo la oportunidad de huir, volvió usted a él?

– Porque era necesario… Y lo entenderá cuando le explique cómo pude salir de su casa…

– ¡Oh, cuanto lo odio!… -exclamó Raoul-. Y usted, Christine, dígame…, debe decirme algo para que yo pueda escuchar con calma el resto de esta extraordinaria historia de amor… ¿Y usted, le odia?

– ¡No! -dijo tan sólo Christine.

– Entonces, ¿para qué hablar?… ¡Usted lo ama! ¡Su miedo, sus terrores, todo no es más que amor, y del más apasionado! De los que no se confiesan -explicó Raoul con amargura-. De los que estremecen cuando se piensa en él… ¡Piense, un hombre que vive en un palacio bajo tierra!

Y soltó una carcajada.

– ¿Usted qué quiere? ¿Que vuelva? -le interrumpió brutalmente la joven… Tenga cuidado, Raoul, se lo he advertido: ¡ya no saldría jamás!

Y se hizo un espantoso silencio entre ellos tres…, ellos dos que hablaban y la sombra que escuchaba detrás…

– Antes de responderle quisiera saber qué sentimientos le inspira a usted él, sino lo odia.

– ¡Horror! -le contestó ella…, y pronunció estas palabras con tal fuerza que cubrieron los suspiros de la noche-. ¡Eso es lo terrible! -siguió diciendo febrilmente-… Le tengo horror y no lo detesto. ¿Cómo podría odiarlo, Raoul? Contemplé a Erik a mis pies, en la mansión del lago, bajo tierra. Él mismo se acusa, se maldice, ¡implora mi perdón!…

»Reconoce su impostura. ¡Me ama! ¡Despliega ante mí un intenso y trágico amor!… ¡Me ha raptado por amor!… Me ha encerrado con él en la tierra por amor…, pero me respeta, se arrastra, gime, llora… Y cuando me levanto, Raoul, cuando le digo que sólo puedo despreciarle si no me devuelve inmediatamente la libertad que me ha quitado, cosa extraña…, me la ofrece… No tengo más que irme… Está dispuesto a enseñarme el misterioso camino… Lo que ocurre es que él también se ha levantado y me veo obligada a recordar que, si no es fantasma ni ángel ni genio, sigue siendo la Voz, ¡ya que canta!…

»Y yo lo escucho… y me quedo!

»Aquella noche no intercambiamos ni una palabra más… ¡Cogió un arpa y se puso a cantarme, con voz de hombre, voz de ángel, la romanza de Desdémona! El recuerdo de que yo tenía de haberla cantado me avergonzaba. Hay una virtud en la música que hace que no exista nada en el mundo exterior fuera de esos sonidos que invaden el corazón. Olvidé mi extravagante aventura. Sólo revivía la voz, y la seguía embriagada en su viaje armonioso. Formaba parte del rebaño de Orfeo. Me paseó por el dolor y la alegría, el martirio y la desesperación, la dicha, la muerte y los himeneos triunfantes… Yo escuchaba… Aquella voz cantaba… Me cantó fragmentos desconocidos…, y me hizo escuchar una música nueva que me causó una extraña impresión de dulzura, languidez y reposo… Una música que, después de haber elevado mi alma, la apaciguó poco a poco y la condujo hasta el umbral del sueño. Me quedé dormida.

»Cuando desperté me encontraba sola en un sofá, en una pequeña habitación muy sencilla, amueblada de una vulgar cama de caoba y paredes cubiertas de tela de Jouy, iluminada por una lámpara que descansaba sobre el mármol de una vieja cómoda estilo Luis Felipe. ¿Qué era aquel nuevo decorado?… Me pasé la mano por la frente como para rechazar un mal sueño… Pero ¡ay!, por desgracia no tardé mucho en darme cuenta de que no había soñado… ¡Estaba prisionera y no podía salir de mi habitación más que para entrar en un cuarto de baño muy bien acondicionado! Agua caliente y agua fría a voluntad. Al volver a mi habitación, vi sobre la cómoda una nota escrita en tinta roja que exponía exactamente cuál era mi triste situación y que, si aún no lo había entendido, me quitaba todas las dudas acerca de la realidad de los acontecimientos: "Mi querida Christine, decía la nota, no tengas miedo respecto a tu destino. No tienes en el mundo un amigo más fiel y respetuoso que yo. Cuando leas esta nota, estarás sola en esta morada, que te pertenece. Salgo para dar una vuelta por las tiendas y traerte toda la ropa que puedes necesitar."

»-Decididamente -exclamé-, ¡he caído en manos de un loco! ¿Qué va a ser de mí? ¿Cuánto tiempo piensa ese miserable tenerme encerrada en su prisión subterránea?

»Como una enajenada, recorrí mi pequeño apartamento, buscando siempre una salida que no encontré. Me acusé amargamente de mí estúpida superstición y sentí un placer enorme en burlarme de la perfecta inocencia con la que había acogido, a través de las paredes, a la Voz del genio de la música… ¡Cuando una es tan tonta, se está a merced de las más inauditas catástrofes. ¡Me lo había merecido! Tenía ganas de golpearme y me puse a reír y a llorar a la vez. En este estado me encontró Erik.

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