Si es que mi torpe cabeza de viejo no ha desfigurado el recuerdo, ni ha perdido el entendimiento. Aunque ojalá esté yo equivocado, loco, estúpido. Ojalá sea yo una mísera hormiga que nada sabe ni comprende.
El impacto de un cometa no hubiera provocado un cataclismo mayor en la mente de Albert Cloister que el texto que acababa de leer. Durante unos minutos, todo su pensamiento se precipitó en espiral hacia el interior de un abismal desagüe. Se quedó en blanco y, al mismo tiempo, los hilos se anudaron solos. El resultado habría de ser como lava ardiente que abrasa cualquier cosa a su paso.
En la antigüedad, hubo quienes pensaron que el mundo era fruto de la voluntad de una entidad malvada. Según ellos, era una cárcel dolorosa para los seres humanos. Un lugar en el que los hombres y mujeres que pueblan la tierra, habrían de sufrir. No todos los cristianos primitivos fueron monoteístas. Algunas comunidades creían en varios dioses, hasta en decenas de ellos e incluso trescientos sesenta y cinco, como los días del año. Cloister siempre había pensando, de sus tiempos en el seminario jesuita de Chicago, que les faltaba un dios: el de los años bisiestos. El era un leaper, como se conoce a las personas que han nacido el 29 de febrero, y sabía bien lo que supone que a uno lo olviden por la fecha de su cumpleaños. Ese dios que les faltaba a aquellos antiguos seguidores de Cristo podía ser, precisamente, la entidad que el filósofo griego Platón llamó Demiurgo, y que fue más tarde asimilado por los gnósticos, convirtiéndolo en malvado. El Demiurgo, para ellos, representaba el mal. Había convertido al ser humano en esclavo de la materia y sus pasiones. Creían que el alma y el cuerpo combatían en una dura y constante batalla. El Infierno era la lejanía al Cielo. La Tierra era ese Infierno por su distancia de la Gloria. Sólo el amor podía hacer que el hombre se salvase, librándolo de las cadenas de lo material.
Muchos católicos se quejan amargamente de que ellos mismos no leen de la Biblia más que el Nuevo Testamento. A menudo envidian a los protestantes, que toman la Sagrada Escritura por una guía, según la interpretación de su propio espíritu. Pero los católicos que sienten esa tristeza ignoran, por lo general, que el Antiguo Testamento muestra a un Dios justiciero, vengativo, sexista e implacable, que engaña a los hombres, los castiga, los maldice, los extermina. Un Dios que, como en el caso de Job, al que aplasta sin misericordia para demostrar su fe, hace apuestas con el Demonio a costa del ser humano…
Apuestas con el Demonio.
Judas Iscariote alcanzó a comprender la verdad. Esta se hallaba encerrada entre las líneas de su relato. Jesús fue un último cartucho -la última apuesta- de un Dios vencido por Lucifer en la guerra que se libró en los Cielos. Las legiones del arcángel Miguel no bastaron para contener el empuje de los sublevados. Los ángeles de Lucifer derrotaron al resto de fieles a Dios. La ira y el odio dan fuerza. Así, el ángel que otrora fuera más perfecto y lleno de luz, todo bondad, pero también el más orgulloso, se hizo malvado e hizo caer al mismo Dios. Le quitó su poder. Lo redujo a la esclavitud. El mal impera desde entonces en la Creación. Jesús flaqueó en el último momento. «Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?» Y no pudo redimir al hombre, y por eso tampoco pudo redimir a Lucifer.
Los seres humanos esperan la Gloria o la nada, según si creen en Dios o son ateos. Pero la esperanza es una ilusión. La esperanza no existe. TODO ES INFIERNO: Infierno para cada ser humano nacido. Por siempre, sin remedio, sin posibilidad de salvación. El dolor sin límite, la tristeza eterna. El castigo de los inocentes. Algo mucho peor que la no existencia y el fin de la vida. El dolor físico tiene un límite. Llega un momento en que el cuerpo ya no resiste más y deja de sentir. Pero el alma puede sufrir de un modo infinito y eterno: el dolor es gigantesco y nunca acaba. Continúa por los siglos de los siglos, por siempre jamás. Un dolor del que no es posible escapar. Lo más horrible que la mente humana es capaz de concebir. El Demonio puede hacer eso con las almas. Jesús lo vio y lo comprendió.
Y, para más crueldad, Lucifer, Príncipe de la Mentira, engaña a los seres humanos haciéndoles creer que él perdió la guerra contra Dios. Les hace creer que hay esperanza. Pero no la hay. El mal lo domina todo. El mal absoluto. El Infierno y el dolor para siempre y sin redención.
Cloister levantó la mirada. Sus lágrimas le impedían distinguir el horizonte, pero entonces supo que el mundo que tenía enfrente estaba condenado. El hombre vivía en el Infierno y nunca saldría de él.
Esa era la Verdad. La única Verdad.
Epílogo
Un año después.
En ese año se sucedieron los días y las noches, y el mundo siguió girando ajeno a la Verdad. Los seres humanos vivían, como siempre, con sus pasiones, miedos, sueños, ilusiones. La vida siempre se abre paso, aunque ignore hacia dónde se dirige. Albert Cloister vagó sin rumbo y sin esperanza. Había buscado a Dios y la Verdad, pero sólo halló a Lucifer. El, Albert, era el único que conocía la Verdad. Nadie más en este mundo. Tuvo deseos de gritar avisando del peligro, aunque recapacitó: el peligro era ineludible, y el destino, seguro e inexorable. Quizá otros antes que él supieron la Verdad. Y puede que por eso desaparecieran o se volvieran locos. Desaparecer y escapar… Pero uno nunca puede escapar de sí mismo.
Albert Cloister llevaba varias horas borracho en un taburete de metal y plástico, apoyado en la barra de un club de carretera cerca de Estambul, a donde había llegado como un alma errante. La cocaína recorría sus venas y se mezclaba con el alcohol hasta el cerebro. Una prostituta drogadicta de unos treinta años, que parecía tener sesenta, le acariciaba la entrepierna a cambio de un whisky escocés. No podía estar más abajo. Pero Albert Cloister sabía que no existía un «arriba». La cloaca, el fondo del pozo, no era aquel lugar en el que, según Oscar Wilde, nos hallamos todos pero desde el que algunos miran hacia las estrellas. No. Era el lugar donde todos nos hallamos. Y nada más. Sólo negrura, soledad, desesperación.
– ¡Eh, tú, sírvenos! -gritó a la camarera uno de los camioneros que acababan de entrar en el bar.
El aspecto de los dos hombres era rudo, y su tono insultante. Aíbert ni siquiera se enteró de su llegada hasta que el que se había mantenido en silencio se aproximó a la prostituta que estaba a su lado.
– ¿Qué haces con este despojo? -le preguntó, refiriéndose a Albert, que levantó un poco la mirada desde la barra y la volvió a bajar.
– Ja, ja, ja -se rió el camionero-. ¡Mírale, está grogui!
– Sólo estoy descansando, hijo de puta.
– ¿Qué has dicho?
Albert no respondió. Ni siquiera sabía por qué dijo eso. Le importaba un bledo si el camionero se llevaba a la mujer.
– Vamos, ven conmigo -insistió el camionero, agarrándola a la vez del brazo.
– ¡Déjame en paz! -chilló ella.
Miró a Albert con una extraña mezcla de desprecio y compasión. Era una puta. No es que esperara de él que se comportara como un caballero andante, pero algo en sus ojos, en su mirada, le había hecho pensar que Albert era distinto a los tipos que recalaban en el sórdido local. Evidentemente se había equivocado.
En el zarandeo, el camionero tiró demasiado fuerte y la mujer tropezó con el taburete de Albert, que se desequilibró y le hizo caer al suelo como un peso muerto. Los dos camioneros se rieron a carcajadas. Albert los imitó con una risa más débil. La humillación no era ya un sentimiento posible en su corazón. Ni siquiera el dolor físico le importaba. Se levantó sonriendo. Por pura casualidad vio un palo de billar apoyado cerca de él. Lo cogió y, por la espalda, se lo partió en la cabeza al camionero. Éste se agachó instintivamente, con una brecha en el cuero cabelludo por la que empezó a brotar abundante sangre.