Daniel estaba tumbado en la cama, con cara de pánico, cuando el padre Cloister entró en la habitación, acompañado de la madre superiora. La religiosa había tenido que acceder a la petición del sacerdote por obediencia debida. Pero no estaba de acuerdo en absoluto con aquel encuentro. El viejo jardinero mostraba un estado de salud cada vez más precario, y su sencilla mente había sufrido más allá de lo que podía comprender.
– Gracias, hermana -dijo Cloister con humildad, y triste por haberse visto forzado a obligarla a aquello.
– Recuerde, padre: una hora. Para que le concediera más tiempo, tendría que ordenármelo el mismo Santo Padre. Y no creo que usted llegue tan alto.
La madre Victoria se equivocaba. Los Lobos de Dios sí llegaban tan alto. Pero el sacerdote no dijo nada y se limitó a asentir.
– Sor Katherine estará junto a la puerta. Si necesita algo, pídaselo a ella. Cuando haya transcurrido el tiempo, yo vendré a avisarle.
Antes de irse, la monja dedicó una mirada de ternura a Daniel.
– No te preocupes, hijo, el padre es un amigo nuestro y no te hará nada malo. Sólo quiere preguntarte unas cosas, ¿de acuerdo?
El anciano emitió un sonido difícil de interpretar, aunque sor Victoria quiso entenderlo como un sí, y añadió:
– Así me gusta. Luego te traeré tus pastas preferidas.
Cuando la puerta se cerró, el ruido hizo dar un respingo a Daniel, aunque no fue un golpe fuerte. Cloister se sentó en la única silla que había en la estancia.
– Hola, Daniel.
– Ho…la.
– Lo que ha dicho sor Victoria es cierto -dijo el sacerdote, que ante la mirada agudamente inquisitiva de Daniel, completó la frase-: No quiero hacerte nada malo. Sólo tengo que hacerte unas preguntas y me iré. ¿Te parece bien?
El anciano asintió con la boca fruncida y los labios apretados.
– Vale.
– Tienes que intentar recordar una cosa. Es desagradable, pero ya pasó. ¿Lo entiendes?
– Bien. ¿Te acuerdas de las charlas con la doctora Barrett?
– Audrey es… mi amiga. Hace mucho… que no… viene… a verme. La echo… de menos.
Al pobrecillo no debían de haberle explicado que la doctora había desaparecido, ni, por supuesto, todo lo demás.
– Ella me dijo -mintió Cloister para ser más próximo a Daniel- que, a veces, tú hablas como otra persona.
– ¿Cómo otra per… sona? -dijo el anciano, asustado.
– Sí. De un modo distinto al tuyo, a como hablas normalmente.
– Yo no…
El pobre hombre no comprendía aquel fenómeno que protagonizaba. No entendía nada de ello y tenía miedo. El sacerdote se dio cuenta de que por ahí no iba a ningún sitio. Respecto a esa entidad que hablaba por el anciano, optó por intentar una última prueba.
– ¿Puedes hacerlo ahora? ¿Eres la entidad de la cripta del edificio Vendange? ¿Estás ahí?
– No… Yo…
Daniel se puso a sollozar, asustado por el incomprensible comportamiento de su interlocutor, al que no conocía pero que le recordaba al padre Gómez, el exorcista que tantos padecimientos le acarreó. Enseguida los sollozos dieron paso a toses ásperas y a un silbido malsano del aire al entrar en sus pulmones y salir de ellos.
– Tranquilo, Daniel, tranquilo. Olvida lo que he dicho, ¿vale? Sólo una cosa más, y te dejo. Yo voy a decirte unas palabras y tú tienes que decirme a mí si te suenan de algo, o qué quieren decir. Voy a decirte la primera: «el payaso de los globos amarillos».
Nada.
– «Fishers Island.»
Nada.
– «New London.»
Nada.
– «Tú conoces bien.»
Nada.
– «Eugene.»
– ¡Ése… es… el hijito de Audrey!
– ¿El nombre del hijo de la doctora Barrett? ¿De Audrey?
– Sí. Me lo dijo… él.
– ¿Sabes algo más?
– No. Sólo… eso. Es su… hijito.
– ¿No te dijo «él» algo más?
– No…
El jesuita resopló casi inaudiblemente.
– Gracias, Daniel. Perdóname por haberte molestado. Siento haber tenido que hacerlo.
Antes de irse, Cloister se fijó en la maceta que había en la ventana de Daniel. De ella brotaba un palo seco. Debía de ser la rosa de la que nunca se separaba, según las notas de los informes de Audrey. Su rosa muerta.
– ¿Ha terminado ya? -le preguntó la joven sor Katherine al verlo salir.
Cloister no respondió. Se limitó a dedicarle la mejor sonrisa que pudo emerger de su rostro en aquel momento, y se marchó de allí sin mirar atrás. Daniel sólo le había aportado un dato: Eugene era el hijo de la doctora Barrett. Su última acción, como esperaba -lo sabía en el fondo de su ser-, era visitar a la propia Audrey Barrett en el hospital de New London.
Cuando, transcurrida exactamente la hora que le había concedido, sor Victoria apareció, la joven monjita sólo pudo decirle que el padre Cloister se había marchado hacía más de media hora. Su rostro estaba nublado, aunque no sabía por qué.
Capítulo 39
New London.
La entrada principal del hospital de New London se hallaba en un edificio que recordaba ligeramente a la arquitectura oriental, con una gran techumbre que sobresalía hacia los lados, coronada por una linterna. Cloister pidió al taxista que lo dejara a una distancia prudencial. No quería llamar la atención de nadie. Si no tenía otro remedio, estaba dispuesto a hacer algo impropio de un siervo de Dios, aunque fuera a su servicio. Sin embargo, era ya consciente de que su propia voluntad y sus deseos de resolver el enigma se habían entremezclado con su deber hasta hacerse indistinguibles. El sacerdote sabía que Audrey Barrett estaba en la habitación 517, aunque no le sería difícil encontrarla, en todo caso, por el agente de policía que custodiaba su puerta. Lo que ignoraba era la zona del hospital en el que podía hallarse la habitación. Entró en el hall principal y miró el organigrama en un panel en el que se mostraban las distintas especialidades por orden alfabético. Las habitaciones de los enfermos que no requerían cuidados intensivos estaban en otro edificio aledaño.
Cloister obtuvo de un celador las indicaciones para llegar al edificio que estaba buscando. Odiaba los hospitales. Incluso sus zonas ajardinadas. Mientras caminaba por un sendero de grandes losas le llegó la voz áspera de un periodista que estaba allí cubriendo la noticia del asesinato del famoso Bobby Bop, el escritor infantil que se había descubierto como pederasta. Estaba apoyado en un muro y, con su cuaderno de notas abierto, explicaba por teléfono a alguien de la redacción de su medio la crónica del día:
– El último parte médico acerca del estado de salud de la doctora en psiquiatría Audrey Barrett, presunta homicida del escritor Anthony Maxwell, más conocido como Bobby Bop, es favorable. Las primeras informaciones sobre su estado de coma se han desmentido. La doctora Barrett se halla consciente y fuera de peligro, aunque en estado de confusión. Al parecer, no es capaz de recordar lo sucedido… ¡No, no, esto no es del parte médico! Tú toma nota y no pienses, novato. Ya te diré yo luego cómo va, ¿OK?… Bien. Sigo. Después de «lo sucedido», punto. A la espera de su recuperación, la doctora Barrett se encuentra bajo arresto en el hospital de New London, Connecticut, muy cerca de Fishers Island, el lugar de los hechos… Ya he terminado. ¿Lo tienes todo?
Escuchando a aquel periodista gritón, Cloister tuvo que reconocer el gran trabajo del espionaje vaticano, uno de los mejores servicios de inteligencia del mundo, copiado en su funcionamiento incluso por la CIA norteamericana.
– No se les escapa nada -musitó el sacerdote.
Cloister siguió caminando hasta el edificio de los pacientes ingresados. Entró y se dirigió a los ascensores, que estaban justo enfrente. Uno de ellos acababa de llegar a la planta baja. Montó en él y oprimió el botón del quinto piso. Arriba, salió de la cabina despacio, con pretendido aire de despiste. El pasillo se extendía a ambos lados y torcía simétricamente en cada sentido a una veintena de metros. Frente a los ascensores, un amplio ventanal empezaba a mostrar la caída de la tarde, por delante de un mostrador en el que había dos enfermeras de guardia.