Como no sabía hacia qué lado dirigirse, el sacerdote decidió sin ningún motivo. Giró a la izquierda siguiendo el instinto de su cerebro masculino. Una mujer probablemente hubiera tomado el camino de la derecha. Sólo había avanzado unos pasos cuando el sonido de la megafonía lo sobresaltó. Tenía un altavoz justo encima de él, en la esquina superior del pasillo. Continuó caminando y torció varias veces más hacia la izquierda siguiendo la forma de la galería, flanqueada de habitaciones a ambos lados. Al fondo comunicaba con el pasillo de la derecha, formando un anillo completo. Las salas de espera estaban cerca de los ascensores, por detrás de la línea de las enfermeras.
Junto a una de las puertas había un hombre de espaldas, de pie, al lado de una silla plegable que estaba apoyada en la pared. Iba vestido con el uniforme de la policía local. En la galería había varias personas: un anciano enfermo caminando con su botella de suero y acompañado de una muchacha joven, un par de enfermeras que entraban y salían de las habitaciones, y algunos visitantes más. El policía se dio la vuelta en un gesto rutinario. Era alto y fuerte, de unos cincuenta años y con un poblado bigote bajo la nariz, muy abultada. Un tipo duro.
Iba a ser difícil convencer a aquel policía de que le permitiera ver a Audrey. La psiquiatra acababa de matar a un hombre. Pero Cloister necesitaba hablar con ella, costara lo que costase. Esa mujer era la clave. Los caminos tortuosos por los que el jesuíta había sido conducido convergían en ella. Y el final de su búsqueda estaba ya cerca. Podía sentirlo.
Se dijo que lo mejor era identificarse como sacerdote, aunque tenía dudas de que fuera a servirle de algo. Vestía de paisano, y eso podría hacer al agente recelar. No sería la primera vez que un periodista poco escrupuloso se hacía pasar por lo que no era, para conseguir una exclusiva. El jesuita tenía un carné que lo acreditaba como sacerdote. Pero estaba escrito en lengua italiana, y era improbable que le resultara de utilidad con ese policía de aspecto pueblerino.
De todos modos, tenía que intentarlo.
– Disculpe, agente.
El hombretón lo miró con gesto neutro, que enseguida transformó en hostil.
– ¿Qué es lo que quiere?
Cloister optó por no andarse con rodeos:
– Soy sacerdote. Necesito hablar con la doctora Barrett. Es una cuestión de vida o muerte.
– Lo siento, pero eso va a ser imposible. Son órdenes.
– Mire, puedo probar que soy sacerdote -dijo Cloister mostrando su carné en italiano.
El policía le echó un vistazo rápido y desinteresado, con gesto bovino, y después levantó los ojos hacia su interlocutor para decir:
– Aunque fuera usted el mismo Papa, y no se ofenda, no podría dejarle entrar.
Había alguien más dentro de la habitación, con Audrey. Se oyó movimiento al otro lado de la puerta. Justo antes de que la manivela girara, Cloister y el policía se volvieron. En el umbral apareció un hombre alto y moreno, de rostro preocupado. El día había sido muy largo para él.
– ¿Sucede algo? -preguntó al agente.
– Nada, señor Nolan.
«¿Nolan?», pensó Cloister.
– ¿Es usted Joseph Nolan? -dijo-. ¿El bombero que rescató a Daniel?
– Sí. ¿Quién es usted y cómo sabe eso?
– Mi nombre es Cloister, Albert Cloister. Soy jesuíta. Me envió el Vaticano para investigar el caso de Daniel. La madre Victoria fue quien me habló de usted y de lo que hizo por él.
– ¿Conoce a la madre Victoria?
– Está muy preocupada por Audrey -dijo Cloister-. Todos lo estamos. No puedo explicarle las razones, ni cómo se han precipitado los acontecimientos, pero le juro que es imprescindible que yo vea ahora a la doctora Barrett.
Los ojos del sacerdote le dijeron a Joseph que decía la verdad. Y le revelaron también algo más. Tenían una expresión familiar para el bombero. La había visto muchas veces en las miradas de quienes estaban a punto de morir quemados por el fuego: una mezcla de terror y apremio. Era extraño verla en cualquier otra circunstancia. Joseph se preguntó quién era realmente aquel sacerdote y qué es lo que pretendía de Audrey.
– Se encuentra muy débil -dijo Nolan-. Y además está durmiendo. No creo que sea buena idea…
– No puedo marcharme sin hablar con ella -atajó Cloister, de nuevo con esa inquietante expresión en los ojos-. Le aseguro que sólo será un momento. Debo preguntarle una cosa. Tengo que hacerlo, ¿me entiende?
– Dígame qué quiere saber, y yo se lo preguntaré.
Cloister sopesó esta opción. Pero enseguida tuvo que descartarla. Era imposible transmitirle al bombero lo que necesitaba saber. Ni siquiera un largo discurso bastaría para ello. Y sólo lograría parecer un loco.
– Ojalá pudiera hacerlo, señor Nolan, pero no puedo. Llame a la madre Victoria. Confirme mi identidad, si lo desea. Pero, por favor, déjeme entrar.
– Eh, eh, un momento, un momento -intervino el policía, molesto-… Soy yo quien decide aquí quién puede entrar y quién no. Y ya le he dicho que no puede pasar, por muy sacerdote que sea.
Después de estas palabras, hubo un silencio. Cloister se sintió impotente. No iba a marcharse de allí sin hablar con Audrey. Se lo había dicho al bombero, y realmente estaba dispuesto a hacer lo que fuera preciso para conseguirlo. Su cerebro empezó a buscar alternativas. Desesperado, incluso se le pasó por la cabeza la loca idea de provocar un incendio en la planta, para colarse en el cuarto de la psiquiatra aprovechando la confusión. Había llegado demasiado lejos para desistir ahora.
– Yo… -empezó a decir el jesuita, aunque sin saber muy bien cómo continuar.
Por suerte para el sacerdote, la vehemencia de sus palabras había calado por fin en Joseph, que dijo, de un modo convenientemente dócil:
– Déjele entrar, agente Connors. Yo me hago responsable.
– Pero… Tengo mis órdenes…
– Será sólo un instante. Usted y yo somos prácticamente colegas. ¿No puede hacerle un favor a un colega? Nadie tiene por qué enterarse. Además, siempre puede decir que ella pidió un sacerdote.
El agente reflexionó durante unos segundos, y luego dijo señalando a Cloister con el dedo:
– Voy a tomarme un café. Cuando vuelva de la cafetería, espero que se haya ido.
– Muchísimas gracias, agente -dijo el jesuita, aliviado.
La habitación estaba en penumbra. Sólo un neón sobre la cama la iluminaba débilmente, con una luz blanca y fría. Era curioso que, en todo ese tiempo, Cloister nunca se hubiera preguntado cómo sería físicamente Audrey Ba-rrett. Ahora veía su rostro por primera vez. Había en él un cansancio infinito, pero Audrey era una mujer hermosa. De su cuerpo partían cables que la conectaban a varias máquinas. En las pantallas resplandecían diversos indicadores, cada uno de un color. Audrey estaba durmiendo, como Joseph había dicho.
– ¿Qué tal se encuentra? -le preguntó el jesuita.
– Los médicos han dicho que su situación es estable. No está tan grave como pensaron en un principio, aunque perdió mucha sangre -dijo Joseph, mirándola con ternura.
Cloister se dio cuenta de que la psiquiatra tenía algo sobre el pecho. Era un cuaderno, que aferraba entre sus manos. Sin que nadie se lo pidiera, Joseph explicó:
– No lo suelta ni por un momento. Es un regalo de Eugene.
El corazón del sacerdote dio un vuelco cuando oyó ese nombre.
– Ése es el nombre de su hijo, ¿no es cierto?
– Sí… -respondió Joseph con gesto ausente-. Todos aquellos pobres niños… Tenía la boca cosida. Todos la tenían. -El bombero miró fijamente al sacerdote, y añadió-: ¿Qué clase de animal puede hacer algo así? ¿Cómo puede permitir Dios ese tipo de cosas?
El jesuíta no pudo evitar pensar en darle alguna de las respuestas convencionales para esa pregunta. Se le ocurrió decirle que Dios no tiene la culpa: que la voluntad que concede a los hombres, su libertad para elegir el camino que deben tomar, es lo que lleva a los seres humanos a los mayores actos de bondad y también a las más horrendas atrocidades. Pero ahora se daba cuenta de que eso no bastaba. Después de todo lo que había ocurrido, lo único que pudo decir fue: