Aquella tarde, Audrey subió decididamente los escalones que llevaban a la entrada de la residencia. Era un vetusto edificio de ladrillo, donado por un benefactor de la parroquia. La instalación eléctrica estaba anticuada, los muebles eran tan viejos como los ancianos que ocupaban el edificio, las paredes llenas de manchas de humedad necesitaban una buena mano de pintura, y de las canalizaciones era mejor ni hablar. Sus visitas a la residencia siempre le provocaban un doble sentimiento de melancolía y satisfacción; melancolía, por el estado de los ancianos y el decadente edificio, y satisfacción por servir de alguna ayuda.
De camino al despacho de la madre superiora, Audrey se cruzó con varios ancianos que la saludaron afectuosamente. Todos vestían gastadas batas de franela y zapatillas gruesas de andar por casa.
– ¿Puedo entrar? -preguntó la psiquiatra, ante la puerta del despacho.
Se oyó el ruido de una silla al ser arrastrada, que provenía del interior, seguido de unos pasos.
– Buenos días, hija mía -dijo la madre superiora-. Pasa, por favor.
Ambas mujeres tomaron asiento, y la monja añadió:
– Llegas muy puntual, como siempre, querida Audrey… Y eso que tu tiempo es oro, ¿verdad? El doctor Holton es un buen médico, pero ya sabes que únicamente sabe arreglar los cuerpos y no las cabezas. Daniel necesita tu ayuda.
– ¿Le ha dado ansiolíticos?
– Así es.
– No estoy segura de que haya mucho más que hacer en este caso.
– ¿Por qué lo dices?
– El pobre hombre es retrasado. ¿Qué clase de psicoterapia puede funcionar con alguien que no posee un razonamiento normal?
– Eso es un comentario cruel, Audrey -reprendió la monja.
– La vida es cruel, hermana.
Audrey lo sabía mejor que nadie.
– Algún día deberías contarme la razón de esa tristeza tuya.
– Sí… Algún día.
– ¿Hablarás con él?… Por favor.
Tras unos segundos de reflexión, Audrey contestó:
– Lo haré. Pero no servirá de nada.
– ¡Gracias, hija! Daniel está ahora en el jardín. Haré que lo llamen para que habléis en la sala.
«La sala» era una habitación originalmente utilizada como despensa, que la madre superiora ordenó vaciar para convertirla en un improvisado salón de terapia. Tenía dos sillas -una para Audrey y otra para el paciente-, una minúscula mesa de madera que antes perteneció a una escuela primaria y una lámpara simple con una bombilla cuya luz vacilaba de vez en cuando. Si existiera el título mundial de lugares deprimentes, aquel cuarto tendría grandes opciones de ganarlo.
– Hoy hace sol -comentó Audrey-. Podría hablar con el paciente en el jardín.
– Oh, sí, por supuesto. Como prefieras. Y no se llama paciente. Su nombre es Daniel.
– Lo sé.
Por detrás de la residencia había un jardín de un tamaño considerable. Como todo lo demás, mostraba la falta de un mantenimiento adecuado, pero aún tenía algunas flores, y el césped que cubría el suelo era de un verde intenso y saludable. Dispersos por el jardín, había varios bancos de piedra. Daniel estaba sentado en uno de ellos cuando Audrey y la madre superiora se le acercaron.
– Hola, Daniel -saludó la religiosa.
– ¡Hola!
Se le veía contento. La piel de su rostro exhibía un tono rosáceo por efecto del sol de otoño.
– ¿Has tenido pesadillas esta noche?
La pregunta de la monja hizo mudar la expresión de Daniel, que se puso muy serio y empezó a toser. Las toses ásperas e interminables se habían convertido en algo habitual desde el incendio. Cuando cesaron por fin, Daniel no contestó, y la mano con la que en todo momento había estado abrazando a su querida maceta, se cerró con más fuerza en torno a ella.
– ¿Quieres que riegue un poco tu planta?
Esta vez fue Audrey quien preguntó. Ni un millón de litros de agua mezclados con el mejor abono del mundo serían capaces de resucitar aquel palo muerto. Estaba segura de ello. Pero a Daniel se le iluminaron de nuevo los ojos al oír la proposición.
– Sí. Mi rosa… necesita agua.
– Ah, ¿así que es una rosa…?
– Os dejo -susurró la monja, al ver que Audrey había empezado ya a hacer su trabajo.
– Es la rosa más… bonita… del mundo.
– Claro que sí. Me llamo Audrey. Tú eres Daniel, ¿verdad?
– Sí. Mi rosa necesita… agua.
Audrey miró a su alrededor. Sabía que por allí cerca había una manguera con la que se regaba el jardín.
– Te gustan mucho las flores, ¿no es cierto? ¿Hay flores en tus sueños, Daniel?
El jardinero se puso de nuevo muy serio. Audrey pensaba que tampoco iba a contestar esta vez, pero entonces el dijo:
– Ya no… Están todas muertas.
Capítulo 5
Francia, dos años atrás.
– Tantas veces he deseado borrar esas imágenes que quedaron impresas en mi mente… Pero nunca me ha sido posible. Cada noche me visitan.
El padre Albert Cloister había llegado esa misma tarde a la Ciudad de la Luz, la capital de Francia, en busca de un testimonio importante para su investigación. Ahora, con su grabadora digital en marcha, empezaba a recoger las palabras de una anciana señora, perteneciente a la alta sociedad parisina, que por fin había aceptado la entrevista. Sólo sus hondas convicciones religiosas lo hicieron posible. Cuando se sufre una tragedia, lo último que se desea es revivirla por medio del recuerdo.
– Sí, padre, experimenté al principio una sensación placentera, de paz diría yo. Iba flotando como un ser etéreo mientras me aproximaba hacia una luz blanca que parecía atraerme, magnética, que me atraía cada vez más. Llegué a esa luz con el corazón ufano, repleto de alegría., sin miedo a una muerte que estaba aceptando de buen grado.
En su silla de ruedas, con rostro desconsolado, la anciana se detuvo. Una de sus nietas, presente durante el encuentro, acabó de servir el café y le dio una taza a su abuela. Con mano temblorosa, ésta se la llevó, humeante, a los labios. Cerró los ojos mientras bebía un sorbo. La piel de su garganta vibró. Al abrir de nuevo los ojos, su expresión era de infinita tristeza.
– Pero también vi lo que había detrás de la luz. Vi algo más. Vi lo que estaba más allá. Y eso, padre, no era lo que esperaba… Soy incapaz de dar una respuesta a esta experiencia. Prefiero no pensar en ello. Lo que vi es imposible de explicar. Estaba más allá del mal… Si he accedido a esta entrevista es porque…
– Lo sé, señora -dijo el padre Cloister, que empezaba a sentir una opresión creciente en el pecho-. Y le doy otra vez las más encarecidas gracias, de parte del obispo y de mi congregación. Pero ahora he de rogarle que, a pesar del dolor que le causa y de la dificultad de rememorar unos momentos tan duros, me cuente todo lo que recuerda. Es importante que lo haga.
El silencio se hizo denso. La amplia estancia estaba decorada con muebles de caoba y espejos de marco dorado. Por una ventana penetraba un haz de sol. Hasta las minúsculas motas de polvo en suspensión que brillaban bajo el haz parecieron congelarse.
– Lo que vi, padre, no se lo deseo a nadie… La luz se fue haciendo más y más grande a medida que yo me acercaba a ella. Al principio no comprendía por qué, pero unos sonidos lejanos empezaron a parecerse a lamentos. Sí, eran lamentos desesperados. Cada vez los escuchaba con más nitidez. La luz comenzó entonces a disminuir, a atenuarse hasta que casi se apagó. Poco a poco perdía intensidad y se iba tornando amarillenta, y luego rojiza.
Bajo esa luz ya roja, intensamente roja, a través del umbral del que emergía, tuve la oportunidad de ver cómo se precipitaban a una sima sin fondo lo que a mí me parecían almas puras. Caían en un pozo de tormento y desesperación. No fueron mis ojos, sino mi espíritu, el que percibió un mal infinito al que esas almas estaban condenadas. Ese mal eterno me sobrecogió…
Las lágrimas afloraron y se deslizaron por las arrugadas mejillas de aquella mujer que valientemente rememoraba lo que nunca habría querido conocer ni recordar. Su nieta, sentada a su lado, la confortó poniéndole las manos en los hombros. Recobrado el aplomo, la anciana siguió hablando.